—No habría mayor disgusto.
—Pero no tengo forma de saber lo que sabe, porque él habla en casa como en los tribunales.
—¿Como en los tribunales?
—Con palabras que no son normales, con la boca llena de cláusulas generales y de no sé qué obligaciones legales. Si sale a la calle me avisa diciendo que va a recibir a prueba otros aires, si quiere que le retire un plato me pide que lo ausente y las comparaciones se le van en parangones y las palabras en declaraciones.
Entre caricias apresuradas, Obelar puso la vista en el escote de Isabela y halló una cinta que ceñía el vestido. La desanudó suavemente, despacio, avanzando luego sus dedos al interior opaco de la blusa y llevó con esto su mano a la frontera dulcísima que separaba por mitad los dos relieves redondos de sus pechos, ya desguarnecidos de la apretura de la ropa y ocultos por la tela finísima de un encaje que les prestaba el roce suave y el apoyo inconstante de sus pliegues. Avanzó Obelar la mano al envés del sobrehilado, territorio de seda escondido y se estremeció ella y se desvaneció el cobijo de sus pechos y emergieron al aire, sobrevenidos sin amparo.
—Te quiero, te quiero y te quiero —le decía Obelar a Isabela, que cerraba los ojos y, apoyada en él, abría las manos para apretarlas luego en puño, como atrapando brisas, como robando aires, abandonando los labios a un beso infinito que juntaba las salivas, echando atrás la cabeza, olvidada de su peso, ceñida la espalda al brazo de él y entregada su piel a cien caricias imborrables.
—Quiero estar siempre contigo, toda mi vida —le dijo ella.
Sin embargo, a esos afanes les faltaba tiempo aquella tarde y muy pronto Isabela deshizo aquel abrazo, recompuso su figura y le pidió a Obelar que saliera sin ser visto, porque estaba muy a las puertas su marido. Con un gesto triste, se despidieron. Y en el último beso se prometieron un remedio que les hiciera felices para siempre y tal arreglo no podía ser otro que salir de esa casa ella con su hijo y vivir en otro sitio con Obelar, llevando fama de marido y mujer y de ser familia todos.
—Mañana mismo he de venir a sacarte de esta casa para siempre, que no le veo más remedio a estos amores que fugarse de Madrid.
—No somos sólo tú y yo, Luis, sino mi hijo.
Y se despidieron, una vez más, dejando en el aire mil ilusiones y entre ambos la promesa de otro beso.
Al poco, entró en su casa el juez don Gonzalo Torres, de más de cincuenta años, aunque nadie sabía de cierto cuántos, que algunos decían que eran diez y otros sólo cinco. Llevaba sombrero blando y sin alas, como bonete de mucha talla, medias negras, sin capa, zapatos con adorno de brillos y atados a cordón de cuero. No tenía pelo en la cabeza más que sombra de él en la nuca y otras cosas le faltaban para estar entero: dos dientes de la boca, que saltaron de ella en el último verano, cuando se cayó al bajar de un carro; un tanto del oído si había ruido, aunque era cosa ésta que negaba sin convencer a nadie de ello; otro tanto de la vista, que remediaba con cristales cuando se acordaba de llevarlos y una mujer que le quisiera, que la suya fue a casarse por virtud del antojo de su padre, a quien la distancia de años, que era de treinta o poco menos, le pareció que no importaba si por una boda así arreglada iba su hija a ser mujer de un juez.
Entró en su casa don Gonzalo y a su encuentro salió Isabela, acostumbrada al lenguaje de su marido, que hablaba en casa y en la calle como lo hacía en los tribunales.
—¿Por qué abrochas
in solidum
dos botones? —le preguntó al verla.
Isabela, que oyó algo de unos botones, se miró el vestido y vio que, por la prisa, había abotonado dos ojales con el mismo broche.
—Provee para su evicción y saneamiento —añadió el juez—, que está obligado cada ojal a su botón. Otrosí digo que apelo a tu juicio para que no haya más litigio sobre tu vestido, ítem más, que lo que he dicho, afirmándome en todo, pase a ejecución.
Muy poco después de que Obelar saliera de casa de Isabela, Lezuza levantó la cabeza del jergón en el que estaba echado para mirar cómo se abría la puerta de su celda. Aparecieron, a la luz de una antorcha portada por Tomasico, el comisario inquisidor y el notario del tribunal. Llevaba fray Martín Vélez la cara con adorno de barba no muy larga ni crecida y una mirada inquietante y enigmática como aviso de noticia. Ante el fraile jesuita y los demás miembros del tribunal había declarado Lezuza otras veces en la sala de audiencias en la que tenía lugar el juicio. Muy pocas veces le habían pedido opinión sobre asuntos de cosmología y sobre el sistema del cielo y, cuando lo habían hecho, las preguntas se limitaban a evidencias que en nada podían afectar a los movimientos de la Tierra. Le habían preguntado si creía que el Sol iluminaba la Tierra y si había más de un planeta, cuestiones todas que en nada ponían a riesgo las respuestas. Que el tribunal no le hubiera todavía preguntado sobre su idea del movimiento de la Tierra le parecía extraño a Lezuza, siendo así que la causa más clara que la Inquisición tenía para hacerle preso, según pensaba, era esa geometría que ponía al Sol inmóvil en el centro del universo. Lo que sí tuvo que responder en cada ocasión en que el tribunal se constituía para dar audiencia al preso era su parecer acerca de algunos dogmas de la fe sin relación alguna con la astronomía. Así, en las sesiones declarativas, Lezuza hubo de pronunciarse sobre varios puntos que reiteradamente le proponían para reflexión: la Trinidad, encarnación, transubstanciación y el Santo Sacramento muy especialmente, así como sobre el infierno, eternidad del mundo, la virginidad de María y la inmanencia de Dios. A todos estos temas estaba obligado a responder y, mientras transitaba por ellos, sus palabras eran cuidadosamente anotadas por el notario del tribunal. Lezuza no creía que aquellas declaraciones sobre temas generales de la fe pudieran condenarle, porque se limitaba siempre a decir lo que era dogma y a repetir la doctrina canónica. Lo que le inquietaba el ánimo era la insistencia que el tribunal mantenía en preguntarle sobre tales asuntos mientras que sólo incidentalmente le preguntaban algunas veces por cuestiones astronómicas, generales también, sin que se hubiera visto nunca en el trance de tener que afirmar o negar su idea sobre el movimiento de los astros.
Aquel día de octubre, cuando entró en la celda fray Martín Vélez con adorno de barba y ojos muy preguntadores, Lezuza se levantó del jergón en que estaba tumbado. Y el fraile le dijo:
—Vuestra merced ha incurrido en contradicción en numerosas respuestas dadas a los juzgadores y calificadores del Santo Oficio. Se ha considerado que esta hora es buena para aclarar algunos razonamientos. El notario escribirá cuanto se diga.
Lezuza comenzó a sentir un frío intenso en mitad de la espalda, pidió permiso para sentarse y el fraile se lo concedió. Acercó Tomasico una tea al jergón y en esa situación Lezuza se encomendó en silencio a Dios, como había hecho tantas veces desde que entró por vez primera en la prisión. Lo que daba a sus manos en ese momento un temblor inocultable era la impresión repentina de que no estaba siendo reo del Santo Oficio a causa de sus opiniones en materia cosmológica, como había creído hasta entonces, sino por algún delito contra la fe, como probaba la presencia del fraile jesuita, que le llevaba a discusión algunas contradicciones surgidas en sus respuestas, siendo así que él no había contestado más que preguntas relacionadas con los dogmas de la Iglesia católica.
En el espacio en que respondió a las cuestiones que el fraile formulaba, Lezuza se sintió nuevamente preso de una enorme inquietud, porque todas las preguntas versaban sobre su opinión acerca de la constitución interior de las cosas, del modo en que él explicaba que unos objetos fueran duros y otros blandos, de las razones que daba respecto a que en el mundo hubiera líquidos y sólidos, todo lo cual le parecía fuera de razón. Obligado a responder a las preguntas, Lezuza tuvo que contestar qué diferencias hallaba entre la materia y la forma de los objetos y si las cosas tenían una sustancia interior. Además, Lezuza se sorprendió de verse a sí mismo respondiendo al comisario inquisidor si estimaba que el color, el olor o el sabor podían mantenerse en un cuerpo que no tuviera sustancia y si creía que las propiedades de las cosas podían permanecer inalteradas aunque esas cosas cambiaran y se convirtieran en otras y si creía que el vacío existía realmente.
Cuando fray Martín Vélez dio por terminada aquella sesión interrogativa, salió de allí con el notario y encargó a Tomasico que volviera a cerrar la puerta. Quedó en la celda el preso, meditando. Recordó una por una las preguntas y las respuestas que había dado y tuvo la certidumbre de que cualquier persona, incluso los miembros del propio tribunal que le juzgaba, podría dar indicios de herejía si durante tres meses tuviera que contestar preguntas de esa naturaleza. Sintió repentinamente un pinchazo muy doloroso en un costado. No era la primera vez que le ocurría desde que entró en prisión. Le tomó entonces la garganta el ruido seco de una tos pertinaz y obstinada que sólo pudo aliviar después de hallar una postura complicada que le llenaba de aire el pecho. Y tuvo miedo de pensar que aquella cárcel, además de quitarle libertad, le estaba comiendo la salud del cuerpo.
Al día siguiente, prepararon carros de cómicos a las tapias de la plazuela de San Salvador. Y dispusieron con mucha ceremonia un tablado para hacer comedia. Alzaron palos y extendieron lienzos, levantaron gradas y las cubrieron con toldos. Por la tarde, se acercaron a la plaza los vecinos y otros que llegaban de más lejos y tomaron sitio para asistir a la función. Las autoridades y gente principal usaban el asiento de las gradas. A un lado, se reservó espacio para los miembros invitados del Consejo de Indias, a otro, para el Consejo de Hacienda, en lugar destacado se sentaban los representantes del Consejo de Órdenes y a su lado el Consejo de la Inquisición, el Consejo de Aragón y el de Castilla. Y fuera del graderío protegido con tablones, se congregaba una concurrencia tumultuosa, espumada de apreturas y golpes para ocupar plaza de vista, haciendo entusiasmo con gesto, boca y palmas.
A las cinco de la tarde comenzó a sonar guitarrería en el tablado para anunciar la loa previa a la función. Y tras este aviso apareció en la escena un cómico vestido de barba blanca, con alas en los hombros, muletilla y otras alas en los pies, y un reloj de arena en la mano. Empezó a decir versos contestados por otro personaje y a hacer alegoría de una mitología antigua. Y al punto en que los congregados prestaron toda su atención a lo que sucedía en el escenario, Ranillas y algunos hombres suyos, dispersos entre la multitud, iniciaron su trabajo, que no había mejor forma de arreglarse beneficios, tenía dicho Ranillas, que ir a buscarlos entre alborotos y nutridas concurrencias. El Torcedor, provisto de tijerillas, cortó los cordones de una capa para quedarse con medio paño de ella y el Manco, que tenía dos manos y llevaba el apodo por su maña para esconder una de ellas en la ropa de otro, se apoderó de una bolsa muy repleta que su dueño llevaba al cinto. En el espacio en que los cómicos dijeron veinte versos, Ranillas y sus amigos habían quitado al público el peso de seis anillos, una espada, dos sombreros, una mula, quince bolsas, dos costales, un pañuelo y tres puñales. En otro lugar de la plaza, al abrigo del bulto de la concurrencia, actuaba Metemiedos, jovencísimo cofrade de la banda de Ranillas, hombre de ingenio, antiguo estudiantón de leyes aficionado al hurto. Metemiedos se llevó, entre dos rimas de los cómicos, un broche de una dama y, cuando vio que a un caballero de espuela le asomaba en el cinto una bolsa de doblones, la señaló como cosa suya y en un santiamén la pasó, de donde estaba, al fondo de su capa. Al final de la primera escena tenía Metemiedos, como propios, cuatro guantes, un anillo, cien ducados, dos collares, seis sortijas, un colgante y tres medallas.
En un lado de la plaza, donde andaban soldadesca y damas asomadas a la luz de la comedia, hacía el Manco sus mañas, confiado en la suerte de otras veces y, al descuido de una ricadueña que iba con criada, le voló un broche con dos dedos. Al poco, sin embargo, se le enredó en algo el brazo, recibió medio empujón en el peor momento, fue a apoyarse, no supo sacar la mano a tiempo de un jubón y allí le tomaron la cara entre dos puños. El Manco, que era astuto de manos y escaso de aguante, se quejó a voces entre la gente y, por salvarse de más golpes y salvar cuanto había ya arañado, no halló modo mejor que salirse del enredo a empujones, fingiendo ir detrás de un ladrón que le había robado y dando alarma a todos que miraran sus bolsillos. Se hizo en seguida la confusión, se sujetaron unos a otros creyendo tener al lado al hurtador y al fin salieron de allí muchas mujeres pisadas, con el zapato hecho gigote, el vestido levantado y los pelos sobre el hombro.
Al otro lado del tumulto, sentado en las gradas del Consejo de la Inquisición, fray Martín Vélez miraba todos los sombreros que veía adornados con pluma roja, por si debajo había un hombre abigotado con una vara de avellano entre las manos. El procurador fiscal, fray Pedro Gómez, también le ayudaba en esto y tenía escrutada media concurrencia sin dar con hombre alguno que luciera juntas las tres cosas. A la risa del público ponía contraste el gesto del inquisidor y la inquietud de fray Pedro Gómez.
—¿No sería engaño el mensaje que el otro día recibimos? —preguntaba el fraile a su maestro.
—Un mensaje así no puede ser engaño. Sigue atento.
Al final de la sexta escena, ocupó un lugar vacío en las gradas del Consejo de Castilla un hombre que adornaba su cara con bigote y su sombrero con una pluma roja, llevando en la mano una vara de avellano. Recordaban el porte y el vestido los de un caballero gentilhombre, destacado, acaso de apellido noble desde antiguo y con sitio de importancia en la Corte. Tenía nariz muy crecida y gesto inteligente, ademán muy educado y mirada de mucha autoridad.
—Ahí está —dijo fray Pedro Gómez.
—Haz lo convenido.
El procurador fiscal se levantó del asiento y echó encima de su cabeza la casulla del hábito, que volvió a quitarse para ponérsela de nuevo y quitársela otra vez, gesto que con cierta distancia vio el recién llegado. A la primera interrupción de la obra, bajó el caballero a suelo llano y, al reanudarse la función, fray Martín Vélez bajó también, anduvo unos pasos hasta donde pudo hallar hueco por donde salir de las gradas al gentío y se dirigió luego al borde de la empalizada, en donde estaba esperándole el hombre con bigote, pluma roja en el sombrero y una vara de avellano entre las manos. Allí mismo, a seis o siete pasos del público congregado para la comedia, se encontraron ambos.