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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (15 page)

BOOK: El matemático del rey
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Carmona continuó, sin embargo, haciendo preguntas muy medidas, cercando al preso.

—¿Cree el acusado que el Espíritu Santo inspiró a los escritores de la Biblia?

—Si ésa fue voluntad de Dios, lo creo —contestó Lezuza.

Entonces sí intervino el presidente del tribunal, fray Martín Vélez, levantándose del asiento, señalando al acusado con el dedo.

—No se permiten respuestas como ésa —señaló con tono muy vivo el comisario inquisidor—. Eso es responder sin dar contestación a la pregunta formulada. Ante este santo tribunal se responderá de forma clara, de manera que quede manifiesta su contestación. No es respuesta la que se da equívocamente o se sujeta a una condición. El procesado ha dicho: “Si ésa es la voluntad de Dios, lo creo”. La pregunta era más clara. ¿Cree que la Biblia está inspirada por el Espíritu Santo? Y haga el acusado su respuesta sin condiciones, sin explicaciones previas, sin invertir los términos de la cuestión.

—Sí —contestó entonces Lezuza, a quien las piernas empezaban a temblarle.

—El Libro de Josué y el de los Reyes dicen claramente que el Sol se mueve y la Tierra no. El inculpado dice lo contrario. ¿Cómo salva el procesado esa contradicción? ¿Pueden ser verdaderas a un tiempo las dos cosas? —preguntó Carmona.

—Son dos cosas distintas la Biblia y la geometría.

—¿Cómo salva el procesado la contradicción entre la Biblia y la geometría?

—Yo creo que la Biblia está escrita hace mucho tiempo y que entonces se hablaba del movimiento del Sol porque eso es lo que parece suceder. Se trata sólo de una forma de escribir.

—¿Debemos pensar que el Espíritu Santo inspiró una falsedad?

—¡Oh, Dios mío! —se quejaba Lezuza—. ¡La Biblia no es un tratado de astronomía!

—¿Cómo salva la contradicción? —preguntó con voz estremecedora fray Martín Vélez—. Ésa es la pregunta que debe contestar.

—No hay contradicción si se interpreta la Biblia como digo. Es sólo un modo de escribir en aquella época.

—¡Interpretar la Biblia! Las Sagradas Escrituras quedan ahora al antojo de los matemáticos —señaló Carmona—. Hago ver al tribunal que el acusado ha dicho que la Biblia debe interpretarse, es decir, corregirse, de acuerdo con el pensamiento de los hombres.

—Estoy seguro de que este tribunal entiende lo que he querido decir —dijo Lezuza.

Había dicho esto Lezuza con la voz quebrada. Quería, todavía, convencer al tribunal de la realidad de sus observaciones y de la teoría del movimiento. Quería Lezuza apelar a la inteligencia y a la razón y dejar descansar la teología y la fe.

—El siervo de Dios Juan Lezuza quiere ciencia, quiere pruebas, quiere inteligencia y razón —dijo Carmona—. Yo digo que esa teoría es formalmente herética. Pero digo, además, a la luz de la ciencia, a la luz de la razón y a la luz de la inteligencia, que esa teoría es falsa en filosofía y absurda científicamente. Formularé al confesante algunas preguntas. ¿Gira la Tierra sobre sí misma?

—Sí.

—Pues sus giros han de ser muy rápidos para recorrer todo el circuito en veinticuatro horas —dijo Carmona—. Todos los hombres estaríamos mareados. Y dígame, ¿las cosas que se mueven y rotan tienden naturalmente a dispersarse?

—Sí —contestó Lezuza.

—Pues hace mucho tiempo que la Tierra tendría que haber saltado en pedazos porque las cosas que se mueven y rotan son de todo punto contrarias a reunirse.

Lezuza no sabía si contestar estos débiles razonamientos o callar. Carmona hablaba cada vez con más entusiasmo, viendo el triunfo de sus argumentos sobre el silencio del acusado. Y adornaba sus palabras con una música irónica y con alguna sonrisa leve y recortada, contento de su propio lucimiento.

—¿Los objetos pesados —continuó Carmona— caen desde lo alto exactamente en el extremo de su perpendicular?

—Así es, exactamente —contestó Lezuza.

—Si la Tierra se moviera lo harían de modo oblicuo porque, mientras caen, el punto al que se dirigen en línea recta ya se habría movido.

Cada vez más satisfecho con las pruebas que presentaba a discusión, contestadas con el silencio de Lezuza, que no podía creer las simplezas que estaba oyendo, Carmona sostuvo finalmente su última tesis.

—Si disparo una ballesta hacia Oriente y desde el mismo punto y con la misma fuerza disparo otra flecha hacia Occidente, ¿recorren ambos proyectiles la misma distancia?

—Sí.

—Pues si la Tierra se moviera, el proyectil lanzado en sentido del giro recorrería menos espacio, porque el suelo se ha movido.

Hizo en este punto Carmona una pausa para subrayar la firmeza de sus argumentos y evidenciar la debilidad de los argumentos del matemático juzgado. Después de esto, añadió:

—Estas pruebas de los errores de vuestro pensamiento no importan al Santo Oficio. Importa que, además, pretende el preso corregir la Biblia.

El comisario inquisidor fray Martín Vélez se levantó entonces, miró al crucifijo que tenía puesto sobre la mesa y dijo:

—Retiren al preso hasta nueva convocatoria y quédese aquí el tribunal para deliberación.

Lezuza agradeció que le devolvieran a la cárcel. Había estado a punto de gritarles y de perder las formas, lo que hubiera sido muy grave en su situación. Pensó que estaba perdido, que había comenzado el verdadero juicio sobre sus opiniones astronómicas y que, por alguna razón que no llegaba a comprender, el hecho de que la Tierra se moviera era una cuestión teológica y no solamente física. Se preguntaba qué debía hacer. Se preguntaba si no sería mejor aceptar que estaba equivocado, que había escrito un libro equivocado, que sus juzgadores conocían perfectamente las leyes del cielo y de la mecánica y que cualquiera que pensara, en realidad, que la Tierra no era el centro del universo no podía estar pensando sanamente.

Cuando Lezuza salió de la sala, los cinco miembros del tribunal iniciaron su deliberación. Cruzaron sus miradas el procurador fiscal fray Pedro Gómez y el comisario inquisidor fray Martín Vélez. En ese gesto adivinaron uno y otro que ambos debían hablarse sin presencia de los demás. Pero comenzó la deliberación de todos y habló primero el consultor Carmona.

—Este tribunal debe formar su convencimiento de que el siervo de Dios Juan Lezuza es culpable de herejía por creer, defender y enseñar una doctrina que es claramente contraria a las Sagradas Escrituras —dijo.

—El Colegio Romano ha informado científicamente de que algunos fenómenos del cielo permiten pensar que no todos los astros giran en torno a la Tierra —objetó el calificador Torralba.

—¿Y qué prueba eso? —preguntó Carmona—. ¿Prueba que la Tierra gira alrededor del Sol y que a la vez da vueltas sobre sí misma?

Se hizo el silencio.

—Y si esas apariencias permitieran pensar así, ¿no deberíamos creer que se trata de un pensamiento aparente y falso porque contradice a los Libros Santos? —volvió a preguntar—. Si la razón humana, investigando la naturaleza más allá de sus humanas limitaciones, concluyera que el mundo no ha sido creado por Dios, ¿deberíamos por eso creer una idea tan abominable? —insistió—. Por encima de la razón está la fe.

Fray Martín Vélez no intervenía en apoyo de ninguna tesis y permanecía en silencio, mirando con detenimiento al suelo. El procurador fiscal, fray Pedro Gómez, se mantenía en silencio también. Y el inquisidor jurista, Francisco Peralta, observaba, callado desde el inicio de la sesión, el elevado tono y la defensa extrema que Carmona hacía de la inmovilidad de la Tierra.

El calificador Mateo Torralba informó al tribunal, después, sobre otras consideraciones que merecían estudio.

—Además de cuanto se ha dicho es preciso que se dictamine sobre otros asuntos que en el libro del acusado concurren —aseguraba—. Uno, la indebida demostración de la rotación de la Tierra. Dos, el tratamiento irrespetuoso a los autores antiguos y la impugnación de Aristóteles y Tolomeo. Tres, el ilícito parangón entre el razonamiento matemático humano y la inteligencia divina.

—Esa sola es ya causa de censura muy severa —dijo el inquisidor jurista.

Y sobre tales asuntos siguieron deliberando, mientras Lezuza entraba de nuevo en su celda. Se tumbó sobre el colchón gastado, miró al techo abovedado y dejó asomar a sus ojos unas lágrimas. Estaba seguro de que iban a condenarle por hereje, que su familia tendría que dejar Madrid y que para siempre llevarían la señal de ser esposa e hijo de un hereje. No lograba entender del todo al tribunal, que se acogía a dos frases de la Biblia para negar la evidencia de una Tierra en movimiento. Él había creído, al principio, que la idea era rechazada porque no se comprendía bien. Pero estaba seguro ahora de que no iba a convencer a ninguno de sus jueces con explicaciones racionales. Cerró los ojos cuando sintió en todo su cuerpo un estremecimiento inmenso. Oyó, después, ruido de pasos y gente que se acercaba a la puerta de su celda. Oyó correr cerrojos y vio, como si estuviera dentro del sueño más feliz, aparecer en el umbral las figuras de Inesa y Cucurucho. Cerró después el carcelero la puerta y los dejó a los tres allí, abrazados en silencio, con el rumor inmenso de los llantos y los besos.

—Nos permitieron venir a visitarte —dijo Inesa.

Cucurucho estuvo abrazado a la cintura de Juan Lezuza mucho tiempo, sin decir ni una palabra, dando alivio a su ansiedad, a su miedo y a sus llantos. Se avergonzó Lezuza de que le vieran preso, se avergonzó de haberlos llevado a Madrid y de estar siendo juzgado. Y también lloró, sobre el hombro de Inesa, que seguía abrazada a él, los tres en grupo, de pie todavía en mitad de la celda, parados como si fueran dibujo.

Después, se contemplaron con mayor detenimiento y en medio de un silencio rodeado de murmullos de llanto, esbozó Lezuza una sonrisa triste, forzada, que era señal de arrepentimiento y de vergüenza.

—A esto os he llevado a los dos —dijo Lezuza—. A esto os he traído a Madrid. Para principios de agosto cumpliste los once, Cucurucho, y yo estaba aquí. Para el final del verano habíamos pensado ir a ver juegos de cañas y fiestas de toros y yo estaba aquí. Cuando, de seguro, llegaron a la casa los fríos de septiembre y las humedades de octubre, yo estaba aquí. Cada vez que pensaba en vosotros dos, yo estaba aquí, preso, como un padre que no ha sabido serlo, como un marido que no ha sabido serlo.

—Me ha dicho Nicolás, el criadico del señor Obelar —le reveló Cucurucho—, que tiene vuestra merced mucha razón en todo lo que dice y que tendrán que reconocerlo y dejarle libre.

—Anda callado a ese rincón —dijo su madre.

—Razón, razón… —hablaba para sí Lezuza—, yo tenía que haberme dado cuenta hace mucho tiempo de que no hay en mi vida más que dos buenas razones, que sois vosotros dos. Pero no vayas al rincón, mi pequeño Cucurucho, quédate aquí, dame tus manos, déjame estar a tu lado.

La noche en que prendieron a Lezuza, Inesa había admitido sin rubor, por primera vez, que era verdad que no quería a su marido. Durante los meses de cárcel y de incertidumbre, Inesa había tenido que enfrentar ese sentimiento con la piedad, la lástima y la tristeza inmensas de Cucurucho, que tantas veces le había preguntado desde entonces por las cosas del cielo, oh, el cielo, ese sudario azul que odiaba infinitamente. Inesa había hecho lo posible por sacar a su marido de la cárcel, aunque todo lo posible era casi nada, porque ella sabía que no saca una mujer a su marido de un juicio de la Inquisición, con amor o sin amor. Quería a Lezuza sólo como al padre de su hijo, más que como esposo, porque su marido había sido siempre ese hombre incapaz de arreglarse una renta de maestro, incapaz de llenar una despensa, disipado entre papeles y entre números, como si de su cabeza dependiera algo importante que no podía dejar de hacerse. Nunca comprendió el trabajo de su marido, ese trabajo que le quitaba casi todo el tiempo, que le encerraba en una habitación durante horas, cada día, durante años, pensando sólo en las estrellas, en el movimiento de las cosas del cielo, apartándolo de pensamientos sobre las cosas de la vida real, de cómo comprar un paño de más abrigo para las mantas, de cómo gobernar la casa con provecho, de cómo usar los números para crear hacienda. Pero Lezuza había sido desde siempre un hombre que usaba los números para ponerlos a bailar entre las nubes, que prefería gastar los pocos ducados de salario en comprar instrumentos por donde aplicar el ojo a las estrellas, en comprar libros de filósofos para saber, como ellos, cosas que nada importan a una familia.

Por todo eso, y acaso por algunos otros sentimientos que no tenían explicación, Inesa no era feliz. Se había acostumbrado, sin embargo, a no serlo. Y a causa de ello había mudado las facciones de su cara y llevaba siempre puesto un gesto de angustia y una mueca de amargura.

Pero había ido a ver a su marido a la cárcel del Santo Oficio para pedirle que volviera a casa, para que no cayera sobre la familia la infamia, para que fuera el padre de Cucurucho otra vez.

—Contesta a todo en la fe —le decía ella a Lezuza—. Ten cuidado y no hables del cielo por los números, sino por la Biblia. Piensa más en salvarte que en salvar a tus teorías. Piensa en tu hijo y en tu mujer, aunque sea un poquito, piensa en nosotros en vez de en los planetas, Juan, que las estrellas están muy lejos, allí arriba y tu familia aquí.

—He tratado de explicarles… —empezó a decir Lezuza.

—No hagas con la Inquisición lo que solías hacer conmigo, mostrándome planos inclinados, rectas y ángulos. Confiesa que no crees lo que el librico dice. Confiesa que has reconocido tus errores y muéstrate arrepentido.

Cucurucho, oyendo esto, se acercó a su padre y dijo:

—Vuestra merced tiene razón porque es más listo que todos ellos juntos. Enséñeles la verdad y le aplaudirán.

—No hagas como si fueras un chiquillo —decía Inesa— y sálvate por la prudencia.

—Yo… —decía Lezuza—, yo… no sé ya qué debo hacer.

—Retractarte. Muchos que se retractan vuelven a sus casas y viven hasta viejos —le insistía Inesa—. ¿O quieres que Pascual y yo vayamos a ver las lumbres de tu hoguera?

—Inesa, escúchame. Conocer la verdad es lo que anima a los hombres a pensar.

—No hay tiempo para tu docencia, Juan. Me importa muy poco lo que sean las estrellas, no me importa nada el cielo.

—Durante años he sabido perfectamente lo que a ti no te interesa. Lo he sabido por tu boca, por tus palabras, por tus gestos, por tu cara. Déjame ahora que, al menos hoy, reducido a la cárcel, te diga algo sobre mí. Tú miras al suelo y callas. Pero yo miro al cielo y hablo. No llevamos el pensamiento y la razón como un adorno. No nos hacemos preguntas para dejarlas sin respuesta. Tenemos la obligación de buscar la verdad, de aprender, de estudiar y de saber. Tenemos que cuidar del mundo comprendiendo el mundo.

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