El matemático del rey (14 page)

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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

BOOK: El matemático del rey
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Ranillas se limpió la boca con la manga, sin aparentar mucha sorpresa, miró a sus dos invitados y, en mitad del silencio que allí había, dijo:

—Quien paga a españoles para nombrar consejeros, hacer treguas, reanudar guerras, espiar y despistar dineros, escribe en italiano…, según dices, Obelar. Quienes fueron a buscar la bolsa de Maldonado esta noche a tu casa hablaban con acento extranjero…, te ha dicho tu criado. Los que mataron a Maldonado eran venecianos…, te dije yo un día. No creo que ahora tengas que hacer números y trazar diagonales para saber que el embajador de Venecia se alegraría mucho de verte muerto. Y que es él quien te quiere descabezar.

—Lo que quieren no es el cuaderno, sino esta hojilla disimulada dentro del talego —comprendió Obelar.

—Y tu lengua —añadió fray Santón—, que ellos creen que tú estabas avisado de esto y que llevas la hoja aprendida de memoria.

—¿Pero qué puede importarles que el papel con estos nombres se descubra? ¿Y por qué tenía Maldonado este secreto?

—A la primera pregunta —dijo Ranillas—, sin haber ido a la escuela, ya te digo que es fácil contestar. Si el papelico llega al Rey o a su privado, muchos consejeros dejarán de aconsejar, muchos embajadores dejarán de serlo y el de Venecia no tendrá mucho más que hacer aquí. Para la segunda pregunta —continuó Ranillas—, hay que pensar un poco más y a mí no se me arregla la cabeza para el pensamiento sensato más que a partir de las nueve de la noche.

—Pues guarda aquí estas revelaciones, que estarán más seguras de tu mano que de las mías —le pidió Obelar al jefe de bandidos.

—Una cosa has de saber —sentenció Ranillas—. Te encontrarán y te matarán, dicho así sin pensar mucho. Y otra cosa más. A Lezuza, tu amigo, no lo salva ya ni el Rey ni el Papa. Me metieron ayer muy en secreto por esta oreja que el juicio va a terminar en unos días y que va al poste a ser quemado para escarmiento de todos los astrónomos que dicen haber visto cómo se mueve el mundo.

—Fía más de lo que sepa Ranillas que de lo que yo pueda decirte —le aconsejó el Santón a Obelar.

—¡Morir así por decir cosa de tan poca importancia! —se lamentaba Maricarnes.

—¡Y tan poca, Maricarnes! —aseguró Ranillas—. Porque a mí, a ti, a nadie nos importa el baile que se pueda traer el mundo ni la música de las estrellas. Y además, que el que se mueva o no se mueva es cosa muy de él y no nuestra, porque ese baile, si lo hay, es por de fuera, que se mueve sin tenernos en cuenta, dicen los filósofos.

—¿No te importaría —preguntó fray Santón— que siendo verdad que se mueve, no se supiera nunca esa verdad por cosa de curas?

—Por cosa de muerte, dices —contestó Ranillas—. Mira, frailecico de mentira: yo nací aquí en Madrid, en tiempo donde en vez de frutas, los árboles daban miedo de pelados que estaban y donde no había otra cosa que hacer que pasar hambre. Aprendí que, si para comerme una morcilla hay que llamarla uva, no voy yo a perderla por discutirle la verdad de su nombre a nadie. La verdad más clara es el hambre y guardar la vida.

—Y el vinico, Ranillas —añadía Maricarnes.

—Y el vinico. Y si me dicen que no es vino, sino agua, me lo bebo igual y digo agua. La verdad en España nunca ha sido clara. Una verdad no vale nada sin una apariencia que la disimule. ¿Que se mueve el mundo? ¿Y a mí qué, si no lo hace sobre mis costillas? Y si no se mueve, ¿qué más se me da? El mundo, por de dentro, sí se mueve. Pero sólo por dinero. Y en esa hojica ves cuánto y de qué modo.

—Tú sí que dices verdades como puños —aplaudió Maricarnes.

—¿Verdades? Por eso ando de ladrón. Es para no creerlo, pero me han dicho, Maricarnes, que ahí afuera tienen a los ladrones por gente mala y de baja condición. ¡Mira tú si andan las verdades puestas al revés…!

—¿A que parece Salomón resucitado? —preguntó Maricarnes al Santón.

—Mal ejemplo, porque yo con Salomón no tengo tratos —respondió el cura fingido— desde que le averigüé cómo hacía la política. Salomón era una de esas personas tan buenas, tan buenas, que ya no pueden ser peores.

—¡Verdades…! —volvió a hablar Ranillas—. La afición más española no es inventar mentiras, que es un juego de la imaginación y tiene gusto creativo. Lo que hacen los españoles cuando se encuentran una verdad es enterrarla y esconderla y nadie la dice, aunque la sepa, por no molestarle los oídos al vecino.

—O meterla doblada en un talego —añadió Obelar.

—Las mujeres se tapan con la ropa —dijo Ranillas—, los hombres con la capa, los libros con las tapas, por la afición de ocultar las cosas. Por eso la gente más educada sólo habla del tiempo, porque si llueve, llueve. Y si hace sol, hace sol. Y ésa es la única verdad en que se está conforme.

Maricarnes había olvidado la anchura de su escote sobre el pecho y porfiaba con la jarrica de vino, vuelta abajo, sin que saliera de ella nada, misterio que no podía comprender.

—Y tanto giro y tanta vuelta y tanto solecico —dijo Maricarnes— y nadie dice nada de la luna. Yo —declaraba con un dedo levantado, como si revelara una confidencia—, la he visto acercarse tanto al agua del mar, allí en Cádiz, que parecía que quería darle un beso. Y me di cuenta de que la luna andaba enamorada del mar. Ranillas, ¿te acuerdas cuando estuvimos escondidos una noche entera, a la luz de la luna, en aquella playa? ¿Recuerdas cómo nos lunamábamos?

Calló Maricarnes para apurar ese recuerdo y, seguidamente, añadió:

—Aún no me puedo creer que a mí me hayan llamado puta en Cádiz.

Y asomó otra vez su cara a la panza de la jarra, metió dentro de ella sus manos por si así ayudaba al vino que no había a caerse sobre el vaso mientras Ranillas, adormecido por el zumo de las cepas, empezaba a acomodar su cabeza sobre el hombro de Maricarnes. Fray Santón y Obelar ataron al brazo del jefe de bandidos el talego de Maldonado y se fueron de allí, pensando que a Ranillas y a Maricarnes nunca los habían visto tan tomados por el vino, diciendo tantos disparates.

10. La geometría del cielo

Sentados a un lado de la amplia sala en donde, el tribunal reunido, se hacía juicio a Lezuza, fray Martín Vélez y el inquisidor jurista Francisco Peralta cruzaron sus miradas. Veían allí, delante de ellos, en pie, negada la solicitud de una silla, a un hombre prematuramente envejecido, con el cuerpo gastado en la prisión, defendiéndose de acusaciones que no podía negar. Todos los miembros del tribunal estaban presentes: el comisario inquisidor, fray Martín Vélez, el procurador fiscal, fray Pedro Gómez, el inquisidor jurista Francisco Peralta, el consultor del tribunal, Antonio Carmona, el calificador Mateo Torralba y el notario, que tenía el encargo de levantar las actas del proceso sin intervenir en discusión alguna.

Lezuza estaba sediento, cansado, nervioso, sin esperanza. A veces, durante los largos argumentos y las prolijas formalidades del tribunal, ausentaba sus oídos y se concentraba en sí mismo, evadiéndose de la circunstancia en la que se encontraba. Echaba a volar sus pensamientos con el rumor de fondo, a veces imperceptible, de cientos de palabras judiciales, teológicas, filosóficas y científicas que los miembros del Santo Oficio pronunciaban y se quedaba en suspenso, como si quisiera hacer realidad la ilusión de no encontrarse allí. Pensaba entonces en Inesa, como había hecho tantas veces desde que le llevaron a la cárcel y pensaba en Cucurucho. Pero, sobre todo, pensaba ya desfallecido, sin ganas de hacerlo, como si la felicidad fuera, por fin, no pensar en nada, dejar la cabeza al viento, mecida por vientos de un mundo sin explicaciones, sin causas ni efectos, sin reglas ni matemáticas ni pensamiento. En esa actitud permaneció un tiempo, recordando sus días, que parecían tan lejanos, de maestro en la Universidad de Salamanca, acordándose, como si hubiera sido ayer mismo, de los momentos hurtados al sueño y al descanso para componer un libro sobre el movimiento de los astros en el cielo. El cielo, oh, el cielo, esa coraza impenetrable, ese espejo sin reflejos al que tanto había mirado con la intención de descubrir sus reglas, con la esperanza de descubrir sus secretos, de comprenderlo… Recordó las noches de trabajo, ocupadas en mediciones, en observaciones de estrellas y planetas, en el cálculo de ángulos, noches de geometría insomne en las que, a veces, se producían hallazgos, atisbos de secretos revelados al pensamiento, a su propio pensamiento, al pensamiento de los hombres. Allí, en el cielo, estaba escrito el pensamiento matemático de Dios, la inteligencia superior que él quería descubrir y conocer porque, estuvo seguro un día, el pensamiento de Dios era pura geometría. Sin embargo, durante los meses de cárcel y aislamiento, en mitad de la soledad de las largas noches, había tenido ocasión más que sobrada de entender por fin que sólo los teólogos sabían perfectamente, por revelación, cuál era en realidad el plan de Dios. Apostó por la razón, creyendo que quienes negaban la verdad lo hacían por error y que, mostrando él la evidencia, aprenderían. Ahora, sin embargo, estaba allí, de pie, en juicio, justificando que una teoría sobre el movimiento de la Tierra es simplemente geometría y no religión. No entendía, además, las causas de un proceso en el que había tenido que manifestar sus opiniones sobre algunos aspectos de la filosofía natural y contestar preguntas acerca de la naturaleza de la luz, el vacío, el color, el sabor, la constitución de los sólidos, la fluidez de los líquidos y la composición interior de las cosas.

Repentinamente, después de esa investigación sobre la naturaleza de las cosas, en jornadas agotadoras y muy largas, el tribunal tenía mucha prisa por tratar el asunto del movimiento de la Tierra. Había advertido Lezuza que los interrogatorios eran ahora muy frecuentes y, en ocasiones, se producían cuatro o cinco sesiones diarias, como si el comisario inquisidor hubiera determinado llegar a la sentencia en una fecha muy próxima. O agotarle a él físicamente, que ya tenía mermas de salud y señales de enfermedad. Y había advertido que en este punto del proceso no debía contestar ya preguntas relacionadas con la luz o el vacío, ni con los sólidos o los colores, sino sobre astronomía, como si el juicio se hubiera dividido en dos partes distintas: una, preliminar, para sentar cuáles eran sus opiniones en materia de filosofía natural y otra, posterior, para conocer sus ideas sobre el comportamiento de los astros.

Lezuza, recuperado para la realidad por la elevación del tono de la voz de quien hablaba, prestó de nuevo atención.

—… y yo informo en conciencia a este tribunal —le oyó decir al consultor Carmona— que, contra el común acuerdo de los teólogos, contra las Sagradas Escrituras y contra las enseñanzas del Santo Padre, el acusado afirma, sostiene y enseña que la Tierra se mueve en torno al Sol. Lo afirma porque en el libro que escribió hace pasar esa herejía por cierta y asegura que ese movimiento es real. Lo sostiene porque trata de demostrar con artificio de números el dicho movimiento de la Tierra. Lo enseña porque al escribir el libro trata de difundir esa teoría a otros.

Dicho esto, sobrevino el silencio. Lezuza no sabía si se trataba de una fórmula judicial para permitirle intervenir o si ese silencio se había producido porque, sencillamente, procedía que nadie hablara. Fray Martín Vélez se dirigió al preso y le preguntó:

—¿Ha enseñado el acusado esa teoría al Rey?

Lezuza estaba en condiciones de saber que una respuesta afirmativa a esa pregunta podía traerle todos los perjuicios, así que mintió:

—No, nunca.

—¿Cree el acusado que Venus crece y mengua como la Luna? —le propuso para respuesta el comisario inquisidor.

—Eso ocurre. Al ocaso se ve entero. Entrada la noche, decrece. Cuando amanece, está reducido, es decir, que mengua. Y entonces vuelve a crecer.

Fray Martín Vélez le pidió al calificador del tribunal que leyera su informe.

—Es absolutamente cierto —dijo el calificador Mateo Torralba— que Venus crece y decrece. Y así se ha demostrado en los informes que algunos sabios han realizado para este juicio y en las conclusiones de los maestros del Colegio Romano.

—Hable el acusado —dijo entonces fray Martín Vélez.

—Eso es porque Venus gira en torno al Sol —dijo Lezuza, una vez más, proclive a usar la razón para convencer.

Cuando vio que todos le miraban, añadió:

—Y solicito de vuestra paternidad que reciba mis palabras como las de un matemático. Hablo de matemáticas y no de religión.

—¿Cree el acusado que hay cuatro astros girando en torno a Júpiter? —preguntó fray Martín Vélez.

—Cuatro astros hay girando —contestó Lezuza.

—Lea el calificador su informe —ordenó fray Martín Vélez.

—Cuatro estrellas dan vueltas a Júpiter —dijo Torralba—. Así se ha concluido en los informes elaborados por el Colegio Romano.

—Hable el acusado —volvió a decir fray Martín Vélez.

—Eso viene a decir —dijo Lezuza— que son las estrellas las que se mueven y no Júpiter. Tales cuatro estrellas giran alrededor de un planeta, por tanto, no todo en el cielo gira en torno a la Tierra.

—Esa conclusión es precipitada —dijo el consultor Carmona—. Esa conclusión no se sigue necesariamente de los informes que se han leído.

—Las verdades matemáticas sólo deben juzgarse por los matemáticos —notó Lezuza, de modo muy improcedente.

—¿Las verdades matemáticas? ¿Es que hay varias clases de verdad?

Lezuza no contestó.

—¿Es que hay varias clases de verdad? —insistió Carmona.

—No exactamente.

—No exactamente. ¿Y si la verdad matemática no coincide con lo que está escrito en las Sagradas Escrituras? ¿Qué verdad debe prevalecer?

Aunque la pregunta se había hecho con un tono muy desafiante y con la voz muy elevada, Lezuza supo que tenía que responder rápidamente y convencer a todos de que su pensamiento no afectaba a la religión.

—Cuando la Biblia dice que el Sol se mueve —contestó— lo hace porque parece moverse. Pero en esa afirmación, no hay una verdad teológica, sólo una manera de escribir. El Evangelio no es un libro científico, sino religioso.

—¿Dice, entonces, que las Sagradas Escrituras están equivocadas en materia científica y muy especialmente en astronomía?

—No están equivocadas —contestó Lezuza—. Es que no se ocupan de la ciencia ni de la astronomía.

El consultor Antonio Carmona y el calificador Mateo Torralba percibieron que ni el comisario inquisidor fray Martín Vélez ni el procurador fiscal fray Pedro Gómez, los dos teólogos allí presentes, ni el inquisidor jurista Francisco Peralta, intervenían en el proceso ni en el interrogatorio aquel día, que los tres permanecían callados, como si no formaran parte del tribunal juzgador, como si asistieran al proceso sólo para escuchar, actitud que nunca antes se había dado.

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