—Vinieron a mitad de la noche. Con palancas de hierro derribaron la puerta en menos tiempo del que tuve para bajar a mirar qué eran los mil ruidos que hacían. Entraron dos hombres vestidos para fiesta y muy armados, que me hicieron tantas preguntas como golpes me dieron.
—Lo siento, Nicolás. Lo siento más que nada. Lo siento, porque no he debido meterte en este asunto. Lo siento mucho.
—Cuatro losientos son mucho lamento para un solo Nicolás. Buscaban a vuesa merced con la mala intención de degollarle, según me dejaron dicho. Y al no hallarle aquí, dieron en buscar el cuaderno de Maldonado, que no pudieron encontrar y siguieron luego mirando libros y tirándolos por el aire y contra las paredes. Fueron a buscar después mil otras cosas y a no dejarme levantar del suelo con golpes de tacón y puñetazos. Sangré la nariz y el labio y pensé que estaban los huesos rotos del dolor que sentía y la fiereza con que entraron tales hombres, como cuentan que lo hacían los turcos en las ciudades que asaltaban.
Preparó Obelar en una vasija agua y tomó un trapo para arreglarle las heridas a Nicolás, tapadas ya todas con restos de sangre seca.
—Me dijeron que me dejaban vivo para que pudiera ver la cabeza de vuesa merced separada del cuerpo, lo que iban a hacer muy pronto, y tengo miedo de que alguna vez pueda ver lo que me han dicho. Yo gritaba como endemoniado y a cada grito me llovían golpes y tuve mejor cuenta en ahorrarme el griterío y dejarles hacer todo cuanto veis, que así mismo lo dejaron diciéndome, cuando se iban, que os iban a matar.
—¿Por qué? ¿Quiénes son? ¿Qué he hecho yo en su contra? ¿Viste si uno de ellos era hombre de piel muy blanca, llevaba bigote y labios finos?
—No atendí a la fisiognomía desde que me cerraron el ojo a puñetazos. Lo que sí puedo deciros de ellos con seguridad no es cosa de sus caras, sino que tenía cada uno dos manos y dos pies y con todos ellos me pegaban. Y una lengua enganchada a otros acentos, que parecían extranjeros.
—Querían el talego de Maldonado.
—Más que a sus madres o a sus vidas, por el modo que tenían de buscarlo.
—Por tan escasa mercancía un muerto, una casa incendiada, la mía mancillada, un muchacho maltratado y la promesa de hacer otra sangre y quitarme a mí la vida. No he visto hasta ahora en ese saco de Maldonado nada que valga más de dos ducados.
—Pues algo ha de tener oculto el taleguillo. Y ya me gustaría que fuera algo de mucho fundamento para presumir de estas heridas por su causa.
—¿Estás curado?
—Con dolores y arañazos, pero curado.
—¿Y ese ojo?
—Se abrirá solo pasando los días.
—Te diré lo que haremos. Quédate aquí poniendo alivio a tus dolores y haciendo rescate de las cosas que aún tengan provecho. Yo iré a buscar arreglo para lo que ha pasado aquí esta noche.
—Aunque sólo sea por reconocerle a vuestra merced la maestría en el arte del ocultamiento, dígame por los golpes que me han dado o por los clavos de Cristo, dónde ha escondido el saco.
—En esta casa no está ni ha estado desde hace tiempo —dijo Obelar.
Cuando el sol ganó su mayor luz, al mediodía, Obelar se apoyaba en una fachada cercana a la casa del embajador de Venecia, mediando calle ancha y rincón de sombra. Un carro con lonas enganchado a un asno daba asiento en el pescante a un hombre dormido con la cara tapada por sombrero antiguo. Llevaba Obelar poniendo cerco de miradas a la puerta durante mucho tiempo esa mañana sin hallar cosa alguna de importancia en que fijarse. Había visto descargar en el umbral de una enrejada sacos de lo que parecía ser harina y un pellejo de vino, del tamaño de seis cuartas, repleto como un odre reventón. A la casa del embajador entraban por esa portilla enrejada algunos comerciantes que hacían su negocio dentro y gente de traslado que llevaban a hombros o en carro fardos y toneles para la cocina. Buscaba Obelar en la memoria el recuerdo de la cara de un hombre de piel muy blanca, labios finos y bigote de rey que una noche quiso asesinarle. Pero ese recuerdo no se ajustaba al aspecto de quienes veía esa mañana. Tuvo la seguridad de que su actitud de estatua frente a la casa del embajador de Venecia no iba a aprovechar a sus propósitos y determinó abandonar aquel lugar en dirección a la casa de fray Santón, que guardaba el saco de Maldonado.
Al llegar allí, fray Santón le recibió con muy gratas noticias, con el semblante alegre y sonrisa ancha.
—¡Han aceptado la petición de tu amigo Lezuza para ver a su familia! Uno de estos días les darán la autorización.
—¿Van a condenarle?
—Hay desde hace algún tiempo mucha dificultad para enterarse de esas cosas. Todos los que sabían algo han dejado de hablar de ello y tienen las bocas muy cerradas. No sé si por gusto de callar lo que saben o porque no saben nada.
—¿Has mirado el saco?
—Hay en ese cuaderno anotaciones y estudios de una Tierra que se mueve, con demostraciones muy certeras como tú mismo me dijiste. Pero no veo que esos números y esos dibujos puedan ser la prueba definitiva de que vamos andando por el aire.
—Porque tú no sabes matemáticas —le explicó Obelar.
—Por los cometas. Además, no hay en este cuaderno nada que no haya sido escrito ya en algún otro sitio. Viene a defender lo que otros defienden, sin otra novedad, por lo que no veo el interés que hay en secuestrarlo de tu mano.
—Toma el saco y vamos a ver a Ranillas. Te contaré por el camino lo que ha pasado en mi casa esta noche y verás que no es prudente que sigas guardándolo tú en la tuya. En esa taberna de ladrones será difícil que lo roben.
Salieron de allí, Obelar como había llegado y fray Santón con sotana o hábito de verdadero fraile, que era gusto suyo muy antiguo vestir así, para aliviar por el disfraz la tristeza que le daba no poder vestirlo por derecho. Anduvieron por las calles entretenidos en la historia que Obelar contaba del asalto de su casa y el riesgo que a su persona había puesto tomar el saco de Maldonado, que ya una vez escapó de las espadas en mitad de un tejado, de un incendio en mitad de la noche y de un registro en mitad de su casa. Decía Obelar que no escaparía de la próxima, porque llevaba ya rondándole tres veces una muerte a mano de asesinos y no esperaba tener la fortuna de librarse de la cuarta.
Entraron en la taberna donde solía estar Ranillas y le encontraron sentado en su sitio de costumbre, al lado de Maricarnes. Cuando el jefe de bandidos los vio acercarse, compuso un gesto de maestro suficiente y en ello anunció que conocía ya los desastres que Obelar iba a contarle. Maricarnes arregló la frontera de tela que separaba sus pechos del vestido y, cerrándose un poco el escote, les dio cobertura más prudente. Fue ella quien los saludó primero y quien acercó sillas a la tabla de madera. Pidió al mesonero vasos y añadió al de Ranillas y al suyo más vino con gesto de alegría.
—Estos amigos tuyos que se acercan traen siempre en el pico un canto divertido que me saca las risas a lo grande —le dijo a Ranillas Maricarnes—. Míralos venir como quien viene perseguido de fantasmas.
Sentados a la mesa, pusieron encima el talego de Maldonado y sacaron de él las bolas de madera, el compás y el cuaderno.
—Y en esto para, Ranillas —dijo Obelar—, todo cuanto había aquella noche dentro de este saco. Mira tú si es causa de tanta alarma para algunos.
—Ya te di el aviso de estar atento y de guardarte —le recordó Ranillas, que cogía aquellas bolas con mirada escrutadora y abría el cuaderno.
Fue a hablar fray Santón, pero Maricarnes, con un dedo sobre sus labios, le mandó silencio:
—Calla, Santonico, que está el maestro echándole miradas al cuaderno como quien se asoma a un pozo y no quiero yo que me resbale dentro un hombre de su condición.
Ranillas pasaba hojas sin detenimiento en ninguna de ellas y, cuando llegó a la última, dijo:
—¿Y estos dibujicos y estos números vienen a decir que el mundo está mal hecho?
Obelar tomó las bolas de madera, las dispuso en orden sobre la mesa, tomó una de ellas, que figuraba ser la Tierra y, moviéndola alrededor de otra mayor, dijo:
—El cuaderno, con mucha razón, explica que si la Tierra no gira en torno al Sol, viajando, así por el aire y dando vueltas, como enseñan la observación y las matemáticas, entonces es que el mundo está mal hecho.
—Escúchame con atención lo que te digo yo sin la ayuda de números ni de dibujos, que es cosa probada que tanto estudio es cosa de chiquillos —dijo Ranillas—. Para decir que el mundo está mal hecho tengo yo muchas razones sin meterme en las vueltas de pelota de las estrellas y los soles.
—Cuando me explicaste el oficio de tu amigo Obelar —intervino Maricarnes, indignada—, me dejaste claro que las matemáticas son cosa de mucho entendimiento y de hombres sabios, a lo que yo hice reverencia. Pero cuando eché cuenta de su importancia fue cuando me dijiste que eran exactas. Recuerda —añadió Maricarnes— el susto que llevé en el cuerpo aquellos días, pensando que había algo en el mundo que siempre era verdad. ¡Y vienes ahora a descubrir que es cosa de chiquillos!
—Pues si es tu gusto, Maricarnes, le pondré matemáticas a lo que quiero decir y haya paz en esta mesa, que un número más o menos no me quitará la razón. Uno por uno es uno y uno por dos son dos. El mundo, en esfera, está mal hecho por completo, desde un ángulo al otro, porque no está bien que engorde el rico y pague el pobre. Y no está bien, uno por tres son tres, que la injusticia sea señora y los ladrones nos tengamos que esconder.
—¡Matemático infinito! —exclamó Maricarnes, admirada.
Fray Santón miró a Obelar, que le miraba a él y comprendieron ambos en el cruce de miradas, por lo que acababan de oír, que Ranillas estaba esa mañana empapado en vino y que tenía el juicio ausente. Vieron al jefe de bandidos sujetarse a la silla para no caer al suelo y a Maricarnes asomada a las puertas de una borrachera.
Sin embargo, Ranillas era hombre de sabiduría acreditada y de mucho fundamento, así que, retirando las bolas, el compás y el cuaderno, tomó en la mano su puñal, dio la vuelta al saco de Maldonado poniendo el forro al descubierto. Metió la punta del cuchillo entre dos hilvanes, abrió una costura y, dentro, entre la tela del talego y el envés del forro, halló un papel doblado muchas veces y cosido a la misma tela. Cortó los hilos con el cuidado que le permitía su estado y desdobló la hoja.
—En esto veo yo que no te hace a ti falta la matemática ni los estudios, Ranillas —dijo Maricarnes—. Y yo te juro aquí mismo, con el permiso del Santón, que habrás de vivir más que Matusalén por lo astuto que eres.
—Déjame leer ese secreto —dijo Obelar.
—En esta oficina mando yo, Obelarico —contestó el bandido.
Y con mucha ceremonia, pausadamente, extendió el papel, que sin dobleces medía casi tres cuartas de largo, delante de su cara, examinándolo con detenimiento, dejando que sólo Maricarnes se asomara a lo que estaba escrito, ante la expectación y la inquietud de fray Santón y de Obelar, que miraban a Ranillas escrutando la hoja escrita y a Maricarnes apoyándose en el hombro del bandido para adentrar sus ojos en la caligrafía. Fue cambiando su expresión el jefe de ladrones según pasaba la vista por el papel, murmurando, entre labios y en voz muy baja, palabras que nadie allí entendía y, al cabo de un rato, dobló la hoja por su mitad y, poniéndolo con un golpe sobre la mesa, se lo entregó a Obelar como si fuera naipe de triunfo en el juego de cartas.
—Toma, que yo no sé leer —dijo con autoridad—. Este secreto buscan los que quieren matarte —añadió.
Obelar y fray Santón volcaron sus miradas sobre la hoja de papel y hallaron allí no sólo palabras, sino números. Leyeron con rapidez lo que en la hoja estaba escrito y fueron poco a poco mudando sus caras de expectación en gestos de sorpresa y de asombro luego.
—¿Qué es? —preguntó Maricarnes.
—Una estampa del infierno escrita en italiano. La relación de todos los pecados de esta ciudad —dijo el Santón.
—Veinte nombres de gente famosa y principal —añadió Obelar—, con el dinero que han entregado para comprar favores y el que han recibido para hacerlos.
—Pues veinte hombres te persiguen ahora, Obelarico —concluyó Ranillas.
Volvieron fray Santón y Obelar a leer el papel, con mayor detenimiento. Entonces fue cuando Maricarnes dijo:
—Abre la boca y echa la voz afuera, que nos enteremos todos de esa curiosidad de tanta sustancia.
Obelar colocó sobre la madera de la mesa la hoja de papel y empezó a decir:
—Éste es el espejo de los gastos secretos que hoy se hacen en Madrid.
Pasó por el papel su mirada y comenzó a leer:
—“A Rodrigo Calderón, dos mil ducados por nombrar consejero de Estado a don Luis Ortiz. A don Luis Ortiz, consejero de Estado, mil escudos por aconsejar alianzas con Venecia. Al conde de Eryceira, para gastar entre los consejeros de Indias, tres mil escudos. A don Pedro Santibáñez, por malograr las negociaciones de España con Holanda y ayudar a reanudar la guerra con los holandeses, una renta anual de cinco mil ducados y casa con vasallos y viñas en Venecia. A don Ginés Alcibe, regalos de oro y mil escudos por nombrar maestre en Sevilla a Lope Alcántara. A Lope Alcántara, maestre en Sevilla, por entregarnos la parte acordada del oro y la plata de los barcos que llegan a Sevilla, dos mil escudos. Al juez Gómez Illescas, renta de ochocientos escudos por tener en la cárcel a algunos. Y por sentenciar a horca a Luis Arévalo, como le dijimos, otros mil escudos. Al conde de Gaztán, embajador de España, por mirar arreglos para provecho de Francia, dos mil ducados…”
—No hay carro que pueda llevar todos esos dineros juntos —interrumpió Ranillas—. Ni el contador Vivanco, que hace las cuentas de esta taberna, llega a sumar todos esos ceros —añadió.
—En este papel está el retrato del comercio político y de cómo cambian de mano las bolsas repletas —dijo fray Santón.
—Aquí dice —añadió Obelar—: “El duque de Alhéndigo dijo sí. El duque de Carmona dijo sí. El conde de Gondomar dijo no. Don Pedro de Perelló dijo sí. El marqués de Vilanes dijo no. El conde de Gariano dijo sí”.
—¿A qué contestan tantos nobles? —preguntó entonces Maricarnes.
—Andan todos ellos debajo de una raya que sostiene esta frase —respondió Obelar—: “Lo que han dicho algunos notables al dinero que se les ofreció”.
—Pues aquí tenemos los cohechos a los tribunales —anunció fray Santón—, los regalos a los embajadores, los dineros para hacer y deshacer voluntades.