Casi sin mirarle o, quizá, precisamente mirando hacia otro lado, el caballero gentilhombre le dijo al fraile:
—Vuestra reverencia habla con don Fernando Enríquez. Pero, como sabe vuestra reverencia, es en realidad Su Majestad el Rey quien habla por mi boca.
Pronunciaba Enríquez las palabras con acento que no era castellano, como si fuera inglés o se hubiera criado en aquel reino.
—Escucho al Rey —dijo fray Martín Vélez.
Y, clavándole la mirada en sus ojos, el caballero exigió:
—Lezuza no puede ser juzgado ni condenado por el Santo Oficio y debe ser puesto en libertad. Por orden de Su Majestad.
El inquisidor mantuvo firmemente la mirada de Fernando Enríquez y contestó, impasible:
—Ya ve vuestra merced que Lezuza está siendo juzgado. Y si es culpable, verá vuestra merced también la sentencia y la condena. Por orden del Santo Oficio.
—El juicio de Lezuza afecta al Rey —añadió Enríquez, cargándose de razón.
—Los delitos contra la fe afectan a la Iglesia —respondió fray Martín Vélez, devolviendo siempre en la misma forma, aunque diciendo lo contrario, las frases del caballero.
Después de esta respuesta, el enviado del monarca empezó a comprender que estaba delante de un fraile firme a quien no impresionaban las frases cortas e imperativas. Y el inquisidor percibió muy pronto que aquel mensajero no tenía fuerza bastante para intervenir en el proceso contra Lezuza. El público, que miraba al escenario y a los cómicos, daba la espalda a esta otra escena dialogada entre un inquisidor seguro de su fuerza y un emisario del Rey. Para destacar más la diferencia que a juicio de fray Martín Vélez mediaba entre ellos dos, añadió:
—En las respuestas de Lezuza, hasta hoy, se viene a confirmar la sospecha de herejía. El Santo Oficio no pone a los herejes en la calle.
Fernando Enríquez dudó por un instante si debía seguir hablando o dejar que el fraile hablara. Decidió mirarle de frente nuevamente y entonces fue cuando el inquisidor advirtió en el gesto de la cara que tenía delante que el hombre con el que hablaba había cambiado, porque notó, en la postura de los labios y en la firmeza de la mirada, que había ganado seguridad.
—Como vuestra reverencia sabe muy bien, porque también así se sirve a Su Majestad, ni yo me llamo Enríquez ni Fernando, ni me hallará en Madrid después de esta conversación ni en ningún sitio.
—Prosiga.
—Hablemos claramente. Que la Tierra se pasea por el cielo es una verdad que no puede ya ignorarla un hombre como vuestra reverencia, conocedor de la astronomía y de los grandes libros. No la ignora vuestra reverencia, no la ignora ya nadie bien instruido.
Fray Martín Vélez no movió ni un músculo de su cara al oír esto.
—Es muy posible que la Tierra gire alrededor del Sol. Sí, es muy posible —contestó el inquisidor.
—Es completamente cierto. Vuestra reverencia lo sabe. Y el Rey sabe que se está juzgando a Lezuza para juzgar al Rey. Sepa que el Rey hará también su juicio nombrando otros inquisidores que aseguren la libertad del preso.
—Haga Su Majestad Católica esos nombramientos y comuníquelos al Santo Padre en Roma. Haga el Rey lo que deba hacer y la Inquisición haga lo suyo.
Fernando Enríquez retrocedió unos pasos para alejarse más del público e invitó al fraile a hacer lo mismo. Con esto llegaron fuera de la plaza y se distanciaron de la muchedumbre hasta quedar solos en mitad de una calle. Con un gesto impreciso que no mudaba y que parecía pintado, como si fuera un retrato o una careta, Enríquez le dijo, casi despreocupadamente, con tono monocorde e informativo:
—La geometría no es católica ni herética. La geometría y las matemáticas no pueden ser condenadas por el Santo Oficio. La astronomía no es teología.
Fray Martín Vélez comenzó a inquietarse. En el modo que tuvo de hablar luego y en el movimiento de sus manos se advertía claramente una inquietud sobrevenida, acaso, por la dificultad de explicar algo difícil de entender.
—Tres noes en frase corta acaban por no decir nada —señaló el fraile—. Decidle a Su Majestad —añadió— que Lezuza es el principio de una gran conjura. Decidle que es preciso que entienda que el razonamiento matemático y la razón humana tienen un límite: los dogmas de la fe. Pero no es éste el lugar para hablar de ello. Esperaré a vuesa merced hoy mismo, en la cárcel que el Santo Oficio tiene cerca de la Puerta de Hortaleza. Valga de advertencia que si alguien os viere entrar allí, no hablaré con vuesa merced de nada de esto. Tened prudencia y obrad en secreto.
Sin permitirle contestar, fray Martín Vélez se dio la vuelta y se fue de allí, calle arriba, hasta el antiguo convento de la Puerta de Hortaleza, donde Lezuza tenía sitio en una cárcel.
Fernando Enríquez volvió sobre sus pasos, no entró a ver el final de la obra de teatro que ya se anticipaba en el escenario y se dirigió de prisa hacia el Real Alcázar, donde tenía que hablar con algunas personas antes de asistir a la cita a la que había sido convocado.
Poco después, Obelar gastaba sillas en la taberna de bandidos en la que Ranillas hacía recuento de cuanto habían robado. Los ladrones aliviaban sobre las mesas el contenido de varias bolsas de cuero quitadas al descuido de sus dueños y con mucho tiento ponían las monedas en montón. Con dos palmadas mandó callar a todos Ranillas y en el silencio dijo con autoridad:
—Del montón, apártese un cuarto de él para proveer a los gastos de esta ilustre sociedad que, en tiempos como éstos, lleva mucho costo el sustento de una asociación tan ejemplar que no le pide nada a nadie y que vive de ella sola.
Entre dos bandidones hicieron el rescate de una cuarta del montón y lo metieron por boca de saco, que cerraron luego con una cuerda anudada muchas veces. Dispuso Ranillas después:
—Del resto, apártese un diezmo para los sobornos de costumbre al alguacil Herrera y a sus dos corchetes, que tanto servicio nos prestan ejerciendo el disimulo. Y de lo que quede, otra décima se retire para reserva y ahorro, que ésta es virtud muy conveniente para quien vive de lo ajeno, por lo tornadizo de los vientos y por si hubiera dificultad un tiempo para mostrar la cara o alcanzar lo que no es nuestro.
Con la misma prontitud procedieron los hampones a separar las partes que Ranillas había dicho y a disponerlas en sacos distintos.
—Véngase a la mesa el contador Vivanco y haga cuenta del montón —dijo Ranillas.
A la mesa se acercó un hombre alto como torre, con andar airoso, gesto grave, mirada honesta y ropa sucia. Se sentó en medio del corro de bandidos, dispuso delante de él una hoja de papel, mojó en tinta una pluma y, con voz muy clara y maneras meticulosas, comenzó a escribir, mientras contaba las monedas y las separaba y las juntaba por valores. Obelar, que había asistido a los repartos, se decidió a preguntarle a Ranillas:
—¿Qué se va a hacer con lo que queda?
—Una cuenta justa. Se averigua lo que hay, cosa que sólo el contador Vivanco puede hacer en poco tiempo y sin errores. Y esa suma se parte entre los que somos. Sale así unos días más y otros menos. Pero unos días con otros se va haciendo prosperidad.
—¿Y si hay un vago de manos que por pillar aquí de seguro en el reparto no pilla afuera con riesgo?
—Eso es cosa que se conoce en seguida. No hay cuidado. O se trabaja cada día o no hay sitio en la cofradía.
Cambió el tono Ranillas, acercó un poco su boca a la oreja de Obelar y le dijo:
—Tengo sabido que el embajador de Venecia tiene acogido un huésped desde hace muchos días que lleva bigote de rey, labios finos, piel muy blanca. El retrato de quien te quiso asesinar después de pincharle a Maldonado. Ponle ojos a la casa del embajador y secreto a lo que te digo.
—Tú sabes bien que mis ojos no miran otra casa que la del juez don Gonzalo Torres, donde vive Isabela.
—Ten cuidado, toma espada y mira atrás cuando andes por la calle, Obelarico.
—¿Tanta precaución?
—Ten cuidado —le repitió Ranillas.
A esa hora entraba el mensajero Fernando Enríquez en el patio del convento que era cárcel de la Inquisición. Fray Pedro Gómez le recibió a la puerta y le acompañó por los pasillos que llevaban a la sala en donde se reunía el tribunal. En ella se encontraba solo fray Martín, que recibió a Enríquez sentado en silla alta, centrada en la pared, amparada a la luz de dos antorchas. Ambos se miraron y habló primero el fraile que, por el modo que tuvo de iniciar sus primeras palabras, evidenciaba que había estado pensando largo tiempo cómo explicar lo que decía.
—Este encuentro será tan claro para vuesa merced —anunció— que será el último, sin duda. Decidle a Su Majestad que Lezuza está preso por causa de mucha importancia y que no es el movimiento de la Tierra lo que enjuicia este tribunal, sino delitos de fe. La Inquisición no se ocupa de astronomía ni de geometría, sino de teología.
Fray Martín Vélez advertía con esto, según entendió Enríquez, que no se discutía allí el movimiento de los astros.
—Y en mantener que la Tierra da vueltas —añadió el inquisidor— hay teología. Esa teoría, que parece ser sólo una explicación mecánica de los astros, esconde detrás de ella errores teológicos. Si la Iglesia admitiera que el mundo gira, admitiría que la Biblia se equivoca al decir que Josué mandó al Sol que se parara y no a la Tierra.
El inquisidor había ido diciendo esto con tono creciente, hasta llegar al final, cuando repitió, con voz muy alta:
—¡Se lo dijo al Sol!
Con el mismo tono tranquilo, desapasionado y frío con el que había hablado siempre, Enríquez contestó:
—Tampoco yo me ocupo de astronomía ni de teología. Vengo a hablar de la libertad de Lezuza y a advertir que si ésta no se produce en breve, el Rey tomará algunas decisiones que pueden afectar a vuestra reverencia y a este tribunal.
Fray Martín Vélez no entendía que el emisario del Rey sólo llevara una consigna y que no discutiera con él aquel asunto ni ningún otro. Pero el inquisidor, persuadido de que sus razones podrían convencer a Enríquez, quiso aumentar sus argumentos y añadió:
—Si la Tierra se mueve, la Biblia se equivoca, aunque sólo sea en ese punto. Admitir eso es admitirlo todo. Si se abre esa rendija, se convertirá en brecha.
Fray Martín Vélez se había transformado, mientras hablaba, en un hombre destemplado. Elevaba el tono de sus frases, gritaba en ocasiones para enfatizar lo que afirmaba y cerraba los puños como si apretara en ellos sus consideraciones, que usaba como espadas.
—No he venido para conversar ni a discutir —insistió Enríquez—. Decidme sólo lo que el Rey debe saber. Mi boca sólo da y lleva mensajes. He traído uno y quiero llevarme una respuesta. Lo demás es asunto de otros.
—Decidle al Rey que Lezuza está en prisión por herejía. El intento de corregir la Biblia es una perversión inspirada por el diablo.
Iba a explicar el fraile algo más, pero se detuvo al considerar que ni aquél era el momento ni Enríquez la persona ante quien debía hacerlo. Se calló, miró a otro lado y, como si hablara sólo para sí, dijo en voz muy baja, pensando en lo que verdaderamente le inquietaba:
—Los átomos vendrán después a negar el milagro de la eucaristía.
Se separó unos pasos de Enríquez, miró al suelo e intentó explicarle al mensajero la verdadera naturaleza de la herejía que juzgaba:
—Ningún concilio ha declarado como dogma de fe la inmovilidad de la Tierra. Pero la geometría de lo más pequeño, la de los átomos, está acechando su momento para negar la presencia de Cristo en la eucaristía. Vuestra merced no entiende, no entiende… —se lamentó el inquisidor, que consideraba que no debía hablar más y que, por otra parte, quería ser comprendido sin tener que dar explicaciones.
Enríquez no entendía el discurso opaco del inquisidor y, en lugar de hacer preguntas, determinó repetir el propósito que allí le había llevado:
—Si la libertad de Lezuza no se produce en plazo de aquí a siete días, Su Majestad nombrará inquisidores nuevos que lo hagan. Y en esto se acaba la plática.
—Enríquez, vea vuesa merced lo que le digo y la imposibilidad de acceder a ese ruego real —le dijo fray Martín Vélez.
Hizo un esfuerzo más el inquisidor y, sin pensarlo mucho, urgido por la situación, decidió señalar el centro del problema del juicio a Juan Lezuza.
—El pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo. Si se admite que la Biblia contiene un error sobre el movimiento de la Tierra, se puede admitir que contenga otros, porque los átomos del pan y del vino no cambian. Su color, su olor y su sabor, todas sus propiedades, son las mismas después de consagrarlos. Y se negará, por ello, que Cristo esté presente en la eucaristía, que es el dogma central de la fe.
A Enríquez le pareció que el fraile hablaba de teología y no se detuvo ni un instante a pensar en las palabras del inquisidor. Entonces, dijo:
—Hablemos de Lezuza. Siete días.
—Lo he explicado con mucha claridad. Decidle a Su Majestad que la Tierra no se mueve, que enseñarlo o mantenerlo o defenderlo es herejía y falsedad. Que Lezuza lo ha enseñado y lo ha escrito en un libro, que propone por eso revisar la Biblia y que la Biblia no es ley de hombres que pueda derogarse.
—¡Siete días! —insistió Enríquez.
—Y si no podéis hablarle al Rey de átomos, porque es materia de muy larga conferencia, decidle al menos que el Santo Padre me ha encargado personalmente que detenga la herejía que hay detrás del movimiento de la Tierra.
—Siete días, eminencia.
—¡No entendéis!
—¡Vuestra reverencia es quien no entiende!
—Quien conoce la herejía y la defiende es un criminal.
—Me despido, eminencia, sin contestar esa frase, que yo no soy yo, sino la voz del Rey.
—¡Pues que venga el Rey o que mande a su privado!
—¡Pues que venga el Papa o que mande a un cardenal!
Llegaba muy de mañana Obelar a su casa, dulcemente cansado por haber pasado en vela toda la noche al lado de Isabela, cuyo marido se encontraba en Toledo, presidiendo un juicio interminable. Cuando tuvo a su vista la puerta de entrada, nada anticipaba lo que iba a encontrar dentro. Al abrir la madera y pasar el umbral, vio a Nicolás llorando sobre un colchón deshecho a cuchilladas y toda su casa puesta del revés, desordenada, con destrozos y roturas. Vio que muchos libros habían sido hechos piezas y algunos muebles desencajados, y que todo aquello era señal de haber habido allí un registro y un asalto. Se acercó a Nicolás, que le vio llegar y siguió llorando, mojando a lágrima el bulto amoratado en que ahora quedaba su ojo izquierdo por causa de un golpe malintencionado y vio Obelar en el muchacho las trazas del mayor miedo que le había visto nunca, con las facciones desencajadas, los labios hinchados y su cuerpo maltratado. A esto no puso Obelar palabras para no forzarle al niño a otra cosa que a un abrazo y dejó pasar unos momentos en los que vio que Nicolás le cogía de las manos para acogerse a algo conocido, que tranquilizaba una respiración muy agitada y que no hallaba modo de empezar a hablar. Puesto de rodillas en el suelo, para tener entre sus brazos la cabeza de Nicolás, Obelar miró entonces el estado de su casa y no vio allí más que destrozos de muebles, restos de libros pisoteados, cacharros rotos, gavetas abiertas y cristales en punta.