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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (19 page)

BOOK: El matemático del rey
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Cuando llegó Isabela, Luis Obelar se acercó a ella para contarle cuanto había pasado la noche anterior. Le dijo que los asesinos que le perseguían eran ahora gente de no temer y que ese mismo día volvería a su propia casa, con Nicolás, a ser el de siempre, a pensar en ella solamente, a terminar muy pronto con los amores escondidos y a sacarla de Madrid como reina y como esposa, aunque tuviera otro marido. A Isabela le asomaban lágrimas y no sabía cómo decirle al hombre que más quería que sus planes de salir de Madrid eran muy contrarios a su opinión, porque no quería robarle a su hijo el padre que tenía para ponerle otro que nunca iba a ser suyo. A eso añadía la angustia de abandonar a un marido que sinceramente la quería. No podía arruinar su fama y la de su familia por un amor que había llegado tarde, muy tarde, a su vida.

Obelar notó en aquel abrazo un cierto temblor de duda y le pidió que dejaran aquella habitación para llegarse a la cocina. Pasaron de allí al corral y dejaron a los demás, que los vieron salir al patio. En mitad de otro abrazo, juntando las caras, buscándose los labios, Isabela rompió a llorar y halló todavía palabras para justificar su llanto.

—Lloro por ti, porque has rescatado tu vida del peligro, por estar juntos otra vez, por verte de nuevo, aquí, en una casa que no conozco y en la que podemos dejar de fingir, sin ocultar besos ni abrazos. Oh, Luis, mi amor, te quiero, te quiero y quiero otras cosas también. Quiero a mi hijo, quiero que no baje la cabeza cuando le digan lo que su madre hizo un día, cuando él era pequeño, quiero que no me diga nunca que sólo hice lo que a mí me convenía, que sólo pensé en mí. No puedo, Luis, no puedo tomar a mi hijo en brazos una noche y salir de una casa que es la suya, sólo porque mis manos quieran estar entre las tuyas.

Entonces fue cuando Obelar se abrazó a ella con más fuerza, porque había escuchado una despedida.

—Isabela —le dijo—, durante el último año no he tenido más pensamiento que estar contigo, ni otro propósito que quererte, ni más amor que el tuyo. El sol salía para ir a verte, la noche llegaba para ir a amarte, tenía piernas para acercarme a ti, manos para tocar tu piel, ojos para beberme por ellos tu figura.

—Y yo —aseguraba ella—. Y yo también.

—Te he mirado muchas veces mientras caminabas con un hombre que no era yo y he sentido ganas de acercarme y ponerlo todo claro, de cogerte luego y de salir andando juntos. Pero he sido prudente, he aguantado encontrarte en las plazas de Madrid sin saludarte, sin acercarme a ti, apretando puños, dejándote pasar sin cruzarnos las miradas, sufriendo desde lejos.

—Yo también —le decía Isabela—. Yo también.

Se abrazó a él, apretándole la ropa con sus manos, agarrándose a Obelar con fuerza.

—Hay muchos días —empezó a hablar Isabela— en los que no dejo de pensar en nosotros y sé que estaremos juntos y me compongo el futuro y me imagino cómo será nuestra vida. Al rato, sin embargo, me doy cuenta de que no será posible y voy de ese pensamiento al otro veinte veces en un día solo.

—No quiero perderte, Isabela.

—No quiero dejar de verte, Luisico.

Ambos se miraron a los ojos, en silencio. Y al alzar la vista, descubrieron que fray Santón, Inesa y Maricarnes los miraban y los escuchaban en silencio, asomados a una ventana del corral, como figurones de comedia, quietos por no ser vistos, convertidos en espías de los abrazos y los besos. Cuando se vieron sorprendidos en su escucha, deshechos los sigilos, Maricarnes les gritó:

—Yo me andaría con ese hombre un buen camino, si es que os valen mis consejas. Y piérdanme todas las perdiciones de este mundo perdido si me quiere un hombre como a ti te quiere el Obelar.

—En este lugar nos hallábamos —se disculpaba, por todos, fray Santón—, hablando con tanta tristeza de la mala cárcel que Lezuza tiene, cuando oímos besos y amores y vinimos a la ventana como los pájaros a la fuente.

Isabela sintió al principio una sensación de vergüenza que, sin embargo, desapareció al punto, viendo que todos reían y que, por vez primera, se encontraba con Obelar sin disimulos.

Pasaron a la casa dejando en el corral, inacabada, una conversación que estaba mejor sin terminar. Isabela no quería tener que decir de nuevo lo que ya había dicho con tanto esfuerzo, no quería tener que repetir su desconsuelo ni reiterar su decisión, así que le pidió a Obelar que no forzara aquella conversación. Y Obelar, que vio en la determinación de Isabela una actitud que no iba a cambiar, prefirió entrarse con todos y dejar pasar el tiempo.

Inesa no había vivido en todos los años de su edad tantas cosas juntas como en los meses que llevaba en Madrid. No era sólo que ella hubiera descubierto una noche de verano que no quería a su marido y que hubiera luego echado al olvido las buenas cosas que con él había tenido, sino que había encontrado en Maricarnes una mujer a la que envidiaba, capaz de asomarse a la ventana de un corral para darle un consejo de amores a otra mujer, capaz de abrirse la camisa en medio de hombres y mantener aún su dignidad, capaz de mandar en la geometría cambiante de su propio escote y de ser alguien en el mundo. Y había asistido, también, al amor de otra mujer, a los besos de Isabela, escapada de su marido a trozos de tiempo, huida por horas de su propia vida de familia para vivir a ratos fugitivos otro amor más galante y de más empeño, todo lo cual le parecía entonces revelación de lo que a su propia vida le faltaba y le había faltado siempre. Pensó que a ella le faltaba quererse un poco más, reírse un poco más y no darse a sí misma tanta lástima, lamentándose a diario de la mala suerte con la que la había cubierto irremediablemente el cielo. Y, pensando en que sus propios lamentos le habían hecho la vida triste, volvió a darse lástima a sí misma, se separó unos pasos y se sintió morir, agarrada por una angustia invencible que le partía el alma en mil pedazos. Algo más notó en ese trance Inesa, algo que no pudo poner entonces en palabras y que no era sino la culpa de estar pensando en ella y no en su marido, que estaba a riesgo de ser condenado en juicio por un tribunal de mucho rigor. Cada vez que a Inesa le llegaba el ansia de rescatarse para la alegría, algún aire del demonio le traía una sensación de culpa que le paralizaba el pensamiento y la obligaba a no mudar las cosas, a asistir al paso de los días sin hacerles remedio y sin intervenir en ellos, metiéndose a sí misma en la torcida figura de cada uno para adaptarse a todos, con el alivio sólo de saber que cada mala cosa de su vida tenía asiento en la pudridera de su corazón.

Tenía Inesa, esa mañana, mezclados todos los sentimientos, confundidos todos sus dolores y sus penas y vio allí mismo que le venían a la cabeza, con enorme rapidez, recuerdos de mucho tiempo atrás, recuerdos de cuando ella era feliz. Y decidió hacer un esfuerzo por hablar, por parecerse un poco a Maricarnes, esa mujer que hablaba sin pararse mucho a pensar lo que decía, exactamente lo contrario de lo que Inesa había venido haciendo, que era estar pensando siempre bien hundida en el silencio y sin hablar. Buscó un lugar apartado de fray Santón y de Obelar y allí convocó con un gesto de su mano a Maricarnes y a Isabela, a quien acababa de conocer. Cuando ellas dos llegaron a su lado, tragó saliva, trató de sonreír y dijo entonces:

—Era muy pequeña yo cuando mi madre cantaba coplas que le habían enseñado siendo ella una niña. Y recuerdo una ahora que quiero decir a Isabela, por si eso ayuda a apurarle el mal trance de amor que lleva puesto en esa carita de mujer joven y guapa.

—No coplas sino bodas hacen falta aquí. Y las de ella ya se hicieron —se lamentaba Maricarnes.

Inesa, entonces, dijo:

—Una voz, canta: “Dime, pajarito, que estás en el nido, la dama besada ¿pierde marido?” Y otra voz contesta: “No, mi señora, si fue en escondido”.

Maricarnes comenzó a reír, como si el mundo fuera sólo risa. Isabela entendió muy bien lo que Inesa le había dicho y contestó:

—Esa coplica dice muy claro lo que yo he pensado tantas veces.

—Disimulo y fingimiento, mentiras y apariencias son la gloria de este siglo y no hay mejor sal que ésa para echarle al guiso de la vida —sentenció Maricarnes—, que si tuviéramos que habérnoslas con la verdad pelada solamente, ¿quién iba a salirse de la cama cada día?

—Sólo una cosa me da miedo —dijo Isabela—. He oído decir que las mujeres que gastan más de un hombre acaban con pupas en los labios y en la piel, escocidas del mal francés, picadas del fuego de San Antón y de las erisipelas.

—Esa mentira la han puesto a andar los hombres casados. Y dentro de éstos, los que son feos y sin gracia —dijo Maricarnes.

Isabela se acercó a Obelar, dijo a todos que debía volver para que no la buscaran por las calles y se fue. A la puerta de la casa, solos, Isabela y Obelar volvieron a besarse y ella le dijo:

—Me llevo tu sonrisa y tu mirada. Ven esta noche a buscarlas.

—Iría, Isabela, aunque no te las llevaras.

14. El pacto

Durante la noche, Juan Lezuza había estado pensando si era o no una necedad mantener firmes sus juicios y opiniones ante un tribunal que nunca admitiría el movimiento de la Tierra. Tumbado en el jergón de su celda, Lezuza había entendido, por fin, que aquél no era un proceso de herejía para determinar la verdad o falsedad de su idea, sino que era un procedimiento para enviarle a la hoguera, sin detenerse en las consideraciones que pudieran probar la realidad de una nueva mecánica de los planetas. La visita de Inesa y de Pascual obró el prodigio de cambiarle el pensamiento. Y se dio cuenta de que a él no le resultaba imposible confesar que estaba equivocado, declarar que durante el tiempo del proceso había tenido tiempo de enmendar su pensamiento y afirmar que estaba convencido de haber cometido muchos errores contra la filosofía, el buen pensamiento, la Iglesia y la fe, todos los cuales se comprometía a corregir en adelante, enseñando la verdadera naturaleza del movimiento de los astros, según la cual la Tierra permanece inmóvil en el centro del mundo, viendo girar al Sol y a los planetas a su alrededor. Hacerlo así podía salvarle la vida, se dijo. Querían una mentira, pensaba Lezuza, y se la iba a dar, una mentira universal, inmensa, que le permitiera volver con su familia, que le permitiera seguir pensando en la geometría del cosmos, aunque secretamente, convencido él solo de la verdad, guardada como un secreto. Si la verdad le llevaba a la muerte y la mentira a su casa, venga la falsedad a ser señora de la vida, se decía Lezuza, dispuesto a intentar cambiarle el signo a la sentencia. Se persuadió de que son las cosas como son, las sepan o no los hombres y se decidió a cambiar toda la matemática del cielo por su vida. Lezuza recordó que, a mala cuenta que hiciera, eran ya cinco los meses pasados en la cárcel, de los que había sacado, aparte los temores, el miedo y una enorme soledad, quedarse más en huesos que una gallina bien comida, no darle sueño entero a ninguna noche, asustarse de los ruidos, tener una nariz, como fuente de aguas malas, destilando un catarro permanente, padecer de romadizos, corrimientos, reúmas y dejenjos.

Estaba el preso en estos pensamientos cuando Tomasico abrió la puerta de la celda y vio que entraban allí fray Martín Vélez y el procurador fiscal fray Pedro Gómez.

El comisario inquisidor, sin dar tiempo a nada más, le dijo:

—No siendo ésta una sesión del tribunal, ni audiencia del proceso, sino una reunión buscada muy de propósito, ténganse fuera las fórmulas judiciales. Vuestra merced —continuó— debe saber que la teoría venida a nuestros días del movimiento de la Tierra es contraria a las Sagradas Escrituras, formalmente herética y falsa en filosofía. Y así como aprenda esto que digo, sepa también que mantener, defender o enseñar esa teoría es delito que ha de sanarse por el fuego.

Lezuza, entonces, creyó que estaba el fraile introduciéndole a la sentencia condenatoria y halló la forma de llevar a cabo su idea. Llevó al suelo sus rodillas, miró al suelo y empezó a hablar:

—Yo, el siervo de Dios Juan Lezuza, reconozco la falsedad de cuanto haya podido decir por ignorancia, declarando que la Tierra es móvil. Y en este punto me retracto de todo ello y confieso que he defendido una teoría falsa y que en esta celda he venido a comprender todos mis errores, los cuales quiero enmendar para la gloria de Dios, Nuestro Señor.

Fray Pedro Gómez y fray Martín Vélez se miraron con extrañeza. El comisario inquisidor se acercó al preso, le ordenó levantarse del suelo y estar de pie frente a ellos y le dijo:

—Vuestra merced viene a mentir ahora con más claridad que la luz del día. Dígame vuestra merced, si está convencido de sus errores, a qué se debe que el Sol salga cada estación del año por un lugar distinto, si es que la Tierra no se mueve.

Hizo el fraile un silencio para que Lezuza diera a esta pregunta su respuesta. Pero sin esperar a que el preso hablara, añadió:

—Vuestra merced sabe que esta tierra que pisamos se mueve. Y yo también lo sé, Lezuza, yo también lo sé. Dígame, entonces, si la Tierra está inmóvil, la causa de los veranos y de los inviernos. ¿Es que acaso se mueve el Sol cada vez de manera distinta, describiendo órbitas sin rumbo fijo y trayectorias imposibles como dibujo de niño?

Lezuza se dio cuenta de que no podía dar a esas preguntas más que una contestación sin fundamento si quería responderlas desde una Tierra inmóvil. Y le pareció oír que fray Martín Vélez había dicho que él también sabía que la Tierra daba vueltas. Pero de esto último, que creyó efectivamente haber oído, no estuvo seguro y lo atribuyó a la confusión en que se veía.

—Dígame vuestra merced —continuaba el inquisidor—, si afirma que ha venido en conocer sus errores, ¿cómo es posible que los planetas se acerquen y se alejen de la Tierra, que avancen y retrocedan en el cielo, si no es porque la Tierra —explicaba—, al moverse, da esas distintas visiones de otros astros que también se mueven con ella? ¿No es incomprensible que Dios haya impuesto movimientos de vaivén tan complicado a astros inmensamente mayores que la Tierra para dejar a ésta quieta? Y si la Tierra no se mueve, ¿por qué son más largos los días en verano? ¿Es que va el sol en su carrera más despacio en esos días? Dígame vuestra merced las respuestas a todo ello y dígalas pronto, si es que acaso ha encontrado una razón que explique esto…, dejando a la Tierra quieta.

Juan Lezuza estaba pálido. El presidente del tribunal, el comisario inquisidor, quien iba a firmar la sentencia, le hacía ahora las mismas preguntas con las que él, durante el juicio, había querido probar el movimiento de la Tierra. Y se las hacía para lo mismo, para probar que la Tierra daba vueltas. Lezuza no entendía lo que estaba oyendo y a sus piernas acudió un temblor que amenazaba con tirarle al suelo. Se preguntaba si debía ensayar una respuesta o permanecer callado y, definitivamente, se entregó al silencio, se entregó a sus jueces, vencido, asombrado, con el enorme deseo de que aquel juicio terminara en una sentencia cuyo contenido ya no le importaba. Había pasado cinco meses en la cárcel y sólo quería terminar, acabar con aquella situación, salir de allí libre o morir era lo que menos interés tenía entonces para un hombre que había agotado toda su capacidad de reacción y todo pensamiento.

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