—Vuestra paternidad estará pensando —empezó a decir el cardenal— que lo que le ha oído al nuncio de Su Santidad es contrario al encargo que el propio Papa le mandó cumplir. Sepa vuestra paternidad que la prudencia es virtud muy principal del Santo Padre. Lo que hace unos meses era bueno ya no lo es tanto. El Papa manda ahora detener el cumplimiento de ese encargo.
Fray Martín Vélez no dijo nada y siguió escuchando al nuncio.
—En ocasiones —añadió el cardenal—, puede parecer que sólo nuestro criterio es acertado. Pero sepa vuestra paternidad que debe obediencia al Papa y que no puede resistirse a sus mandatos.
Vencido, fray Martín Vélez bajó su mirada al suelo y calló.
—La diplomacia es un juego de cesiones —dijo el nuncio—, concesiones, aceptaciones, amenazas y exigencias recíprocas donde hay que valorar lo que cada uno tiene en cada plato de la balanza. Nos, estamos seguro de que vuestra paternidad comprenderá en los próximos días que, para asegurar la defensa de la fe, a veces hay que soltar a algún hereje.
Era precisamente eso último que había dicho el nuncio lo que no conseguía vencer la inquietud de fray Martín Vélez. Empezaba a pensar que había estado equivocado durante muchos años, como miembro de muchos tribunales del Santo Oficio. Hasta ese momento había considerado que su actividad y la de muchos como él, dedicada a prevenir el surgimiento de la herejía y a extirparla en los casos en que se hiciera patente, tenía la mayor importancia para la defensa de la fe y de la Iglesia. Sin embargo, no había considerado nunca que pudiera la Inquisición ceder terreno a la diplomacia y doblarse a peticiones que entrañaban sin duda una profunda injusticia. “¡Soltar a un hereje!”, pensaba despreciativamente el comisario inquisidor, que pasó repentinamente del desprecio a la inquietud. No estaba de acuerdo con lo que decía el nuncio y creía firmemente que tales procedimientos no ayudaban al mantenimiento de la unidad de la Iglesia. Estaba descubriendo esa noche que durante muchos años se le había escapado la percepción de las actuaciones diplomáticas, la labor en sombra de otros nuncios o los necesarios pactos de la Iglesia, probablemente reflejados en las sentencias del Santo Oficio. Se sintió vencido, como si le faltaran fuerzas. Se sintió… decepcionado.
Fray Martín Vélez, sin embargo, se encontraba con una dificultad. Cuando solicitó permiso para retirarse, se detuvo en el centro de la sala y preguntó:
—¿Cómo conseguiré convencer a los miembros del tribunal si, como supongo, esta audiencia y lo que en ella se ha dicho ha de guardarse en secreto?
—Esa suposición suya es cierta. Y en esa misma palabra tiene vuestra paternidad la llave para evitarle a Lezuza la condena.
—¿En la suposición? —preguntó el inquisidor.
—Suposiciones e hipótesis es todo cuanto se ha escrito y dicho acerca del movimiento de la Tierra. Ese movimiento no puede afirmarse como una verdad física, porque es falso en filosofía y formalmente herético y quien lo mantenga como una realidad es, por tanto, un hereje al que hay que juzgar y condenar. Pero puede suponerse un movimiento a la Tierra, como hipótesis, para estudiar los cielos y los astros.
—Para poder explicar las irregularidades observadas en el movimiento de los planetas —decía fray Martín Vélez, asegurándose así de entender al nuncio—, algunos astrónomos han introducido un movimiento supuesto, que sin ser una realidad física, ayuda a satisfacer los cálculos matemáticos y ayuda a la razón humana a explicarse los milagros del cielo.
—Como suposición, como hipótesis, sin que haya evidencia de que tal movimiento exista realmente. Al contrario, con la certeza de que la Tierra permanece inmóvil.
El nuncio guardó silencio. Ambos se miraron fijamente, desde un lado al otro de la sala. El cardenal añadió entonces, con una sonrisa:
—Vuestra paternidad está seguro de que cuanto ha dicho y escrito Juan Lezuza es una simple suposición. Él sabe perfectamente que la Tierra no se mueve. Pero supone un movimiento para explicar las leyes astronómicas, como hipótesis aritmética.
—
Ex suppositione, ex hypothesi
… —dijo fray Martín Vélez en voz baja, asombrado de cuanto estaba oyendo, mientras se retiraba.
Cuando el fraile llegó a la puerta por donde iba a salir de la sala, un carraspeo muy forzado del nuncio le hizo volver la cabeza. Entonces vio al embajador del Papa sentado en su silla, con un gesto de complicidad que antes no había advertido y con una expresión que era y no era risa, sino sonrisa velada, apenas perceptible. Se detuvo fray Martín Vélez antes de salir, persuadido por la oportuna tos del nuncio y por ese gesto, de que algo más iba a decirle.
—Un extranjero —se decidió a hablar el cardenal Matteini—, que hablaba en nombre del Rey, vino a verme.
El comisario inquisidor supo en seguida que se refería a aquel Fernando Enríquez a quien él trató una vez de convencer sobre las causas de la condena de Lezuza. Avanzó entonces unos pasos hacia el nuncio y esperó a que el embajador continuara hablando.
—Como el mismo Fernando Enríquez os dijo, ni su nombre era Fernando, ni su apellido Enríquez ni se dejará ver otra vez en esta causa, tres precauciones que convienen mucho a la prudencia política.
—¿Envió Su Eminencia Reverendísima a ese hombre para que me convenciera de lo mejor que podía hacerse con el preso? —preguntó el fraile.
—No —contestó el nuncio con voz muy serena—. Me lo envió a mí Su Majestad, para que me convenciera a mí de lo mejor que podía hacerse con el preso —añadió.
—El Rey consiguió lo que quería de un cardenal y no de un fraile —dijo el inquisidor, con malevolencia.
—Porque el cardenal consigue otras cosas del Rey y no de sus capitanes. Y en eso para todo el arte de ganar voluntades.
—La diplomacia… —dijo entonces el fraile, con una punta de ironía.
Salió de allí el inquisidor, muy entrada la noche, intentando persuadirse de que así servía a la defensa de la fe, única idea que, entre las calles, proporcionaba amparo a su decepción. Tenía fray Martín Vélez la sensación de haber asistido a una conversación en la que no pudo participar y percibía claramente que no hubiera podido objetar a las razones del nuncio con sus propios argumentos, que eran argumentos de fraile y no de nuncio.
Obelar no dejaba de pensar en el último encuentro que había tenido con Isabela. Le había dicho, recordaba, que su hijo no entendía otro amor que el que ella y su padre le tenían, como si ello quisiera decir que se encontraba obligada a seguir en la misma situación en la que estaba y que no tenía derecho a darle al niño un padre nuevo a quien no conocía ni a quitarle a su marido un niño al que quería y que era suyo. Obelar reconocía que sus planes eran vagos y que no había puesto en ellos más que deseo y poca realidad, porque era claro que no podía exigirle a Isabela que rompiera su fama en trozos, que saliera de su casa como una fugitiva, con un niño en brazos, para vivir luego en otro sitio un amor nuevo. El recuerdo repetido, constante y obsesivo de las palabras de Isabela le instalaba en una tristeza vaga y persistente.
Pensaba en esto Obelar, agarrado a dos manos a la tabla de una mesa puesta en un rincón, en la taberna en la que Ranillas oficiaba otro reparto de lo que se había robado hasta esa hora. No sabía muy bien el matemático enamorado las razones por las que el jefe de los bandidos le había hecho ir allí aquella noche. Pero había advertido algunos gestos de complicidad entre Ranillas y Maricarnes, por lo que intentó averiguar los motivos de la cita y, mientras el bandidón cataba el peso de los hurtos, invitó a la bandida a sentarse a su lado.
—Algo me tenéis preparado de sorpresa tú y Ranillas y no quiero sustos esta noche —le advirtió Obelar.
—¿Sustos? A ti no te da jindama ni la fantasma de un muerto que viniera a saludarte —le dijo Maricarnes.
Ranillas mandaba en el centro de un corro de pilladores de lo ajeno y decretaba diezmos y cuantías, aprovechamientos y encargos de gastos, reparticiones y ahorros. Obelar y Maricarnes le miraban desde la mesa que ocupaban, sorprendidos de su autoridad y oficio en esos lances de mercader de grueso. El contador Vivanco, sentado, ajustaba cuentas con indumentaria de poco lustre, pero con gesto de notario.
—En esto veo yo —comentó Obelar a Maricarnes en confidencia— que Ranillas tiene que llevar en las venas sangre hebrea o venir de casta de fenicios.
—En esto veo yo —dijo Maricarnes— los trabajos que da ser jefe de bandidos, porque un oficio de tanta dignidad tiene muchos desvelos. Echa casi todo el tiempo en enseñarles a ladronear, que no es sólo cosa de que aprendan a poner la mano, sino a quitarla a tiempo. Y, además, hay que formarles a todos la conducta y la conciencia rectamente y a respetarse los unos a los otros.
Obelar miró a Maricarnes, pensó en Isabela y en Lezuza y en Inesa y en las veces que había puesto su vida a riesgo por un saco de tela con unas bolas, un cuaderno, un compás y un secreto cosido al forro. Obelar no vivía en su casa desde que fueron a buscarle los dos hombres que asustaron a su criado Nicolás, para no hacerles el favor de estar dormido y descuidado la noche en que se decidieran a volver para matarlo. Dormía en un zaquizamí a las afueras de la ciudad, que era desván sobrado en una casa desacomodada que usaba algunas veces Ranillas para guardar personas y cosas muy buscadas. A Nicolás le había acogido Inesa, cosa que su hijo Pascual celebró con mucha alegría porque le proporcionaba un amigo para los juegos, compañía y distracción. También a Inesa le aprovechó la estancia del invitado para llenar de ruido una casa que se había quedado muy sola desde que se llevaron a Lezuza.
Insistió Obelar en saber las razones por las que le habían pedido que estuviera allí esa noche y fingió prisa.
—Me voy, Maricarnes, que tengo muy a mi espalda gente que me busca para sacarme la vida y acabarme el calendario y no es prudente que esté sin esconder durante tanto tiempo.
—Esa ruina desguarnecida en la que te echas a dormir —repuso ella— y de donde no sales más que de noche, no es más segura que esta taberna.
Ranillas terminó el reparto, dejó a Vivanco haciendo cuentas y se sentó luego en la mesa que ocupaban Obelar y Maricarnes.
—No tengas tanta urgencia en catar de la ventura que te tengo preparada —dijo Ranillas—, porque las prisas, sobre no ser buenas para nada, amargan los buenos ratos. Y ahora tenemos que hablar de un asunto de importancia.
—Pues aquí me quedo sentado y pase la noche entera por delante de mis ojos hasta que tú mandes otra cosa —dijo Obelar.
—Esos dos asesinos que te rondan —empezó a decir Ranillas— quieren el papelico que hay dentro del talego y quieren además bajarte a un hoyo tumba. Y si han venido a hacer tales dos cosas, esconderte o no esconderte todo es lo mismo, porque no está claro que, andando el tiempo, se les vaya a olvidar lo que han venido a hacer. Y antes o después te encontrarán.
—Mala esperanza me das.
—Lo cabal, según he pensado yo, amigo Obelarico, no es vivir esperando que no te encuentren, sino hallarlos tú en una noche de sorpresas y que sean ellos los que te huyan.
—Si hubieras estado conmigo en el tejado o hubieras oído a mi criado Nicolás cómo hablaba de ellos, verías que tienen de hombre la facha sólo y que son diablos. ¿Cómo quieres que vaya a meterles una espada?
—Para espantar al diablo otro diablo hace falta —le advirtió Ranillas—. Y ese diablo se llama Octavio.
Luis Obelar no entendió a Ranillas y éste le explicó:
—A ese Octavio le llaman, por otro nombre, Calabaza. Un hombre redondo de cabeza y de cuerpo, que más que a un ocho se parece a esa hortaliza. Su cara fue lo último que vieron los cien hombres que ha matado.
—Dicen de Octavio Calabaza que asesina más que abraza —añadió Maricarnes.
—Es una mala persona —continuó Ranillas, explicando—, muy matadora, corto de entendimiento, plano de juicio, dispuesto a quitar vidas por afición y por encargo y asesino de mucho oficio y calidad. A Octavio le pedí yo, hace ya unos días, que se entremetiera por las voces de Madrid y diera con unos venecianos metidos a despachadores de almas, que estaban quitándole el trabajo y bajándole el precio a los asesinatos.
—¿Y dio con ellos? —preguntó Obelar.
—Ahí dentro los guarda Octavio, sometidos al miedo que le tienen, detrás de esa puerta que da a un sótano —anunció Ranillas.
Obelar no supo si alegrarse o precaverse de ese anuncio, porque Ranillas le decía que los asesinos de Maldonado, los dos hombres que querían quitarle a él la vida, estaban en aquel sótano, arrestados por un diablo Calabaza, todo lo cual le parecía de tanto asombro que reaccionó con mucho tiento y, en lugar de hablar, calló, aunque tenía los ojos muy indagadores y un gesto sobresaltado que no podía disimular. Maricarnes abrió entonces los labios en sonrisa y, señalando la puerta que llevaba al sótano, dijo:
—Vamos a verles las caras, que a esos dos matachines miedosos los tiene Ranillas presos en esa conejera.
Y se acercaron los tres a la puerta. La abrió Ranillas y comenzaron a bajar los peldaños de un escalerón oscuro, empinado y largo como si llevara hasta el infierno. Llegaron luego al sótano y allí vieron a Octavio, un hombre tan bajo de estatura como de instinto, cara redonda como hecha a molde de pelota y un semblante tan sin gesto que parecía máscara. Atados de pies y manos, dos hombres resignados a su suerte miraban al asesino Calabaza, que les apuntaba con espada y les declaraba el ánimo que tenía de expropiarles la vida a cada uno. Obelar no tuvo duda de que, al menos uno de ellos —labios finos, piel muy blanca, bigote de rey— era quien quiso matarle en el tejado. Pero se convenció de que ambos eran los asesinos de Maldonado cuando les oyó decir, en confesión gritada y agarrados al miedo, que habían estoqueado a un maestro de matemáticas por orden de una autoridad muy principal.
—¡En Madrid no hay encomienda de matar que no pase por mí! —les reñía Octavio—. Y andar pinchando de noche sin que haya catado yo ese encargo es poner los pies en mi jurisdicción, lo que está prohibido por orden de mi propia ley.
—Piedad, perdón, misericordia —rezaban los dos hombres atados.
—Aquí tienes, Obelar —dijo Ranillas—, enflaquecidos de ánimo y vencidos a esos diablos de tanto susto.
—Pon sangre veneciana en este suelo, Calabaza —decía Maricarnes—, que verás que la tienen sin color y muy asustadiza.