—Al poco de acabar este encuentro —le dijo fray Martín Vélez—, será vuestra merced conducido a la última sesión de preguntas antes de la sentencia definitiva, delante de todo el tribunal. Y escuche bien lo que voy a decirle ahora porque no habrá modo de que lo diga yo dos veces. He dedicado todo el día a discutir con los otros miembros del tribunal para darle a este asunto su justicia. Sólo la autoridad de mi condición de enviado de Su Santidad y una prolija conversación muy agotadora han conseguido este acuerdo.
—Ponga vuestra merced todos sus sentidos y todo su entendimiento en lo que va a escuchar ahora —advirtió fray Pedro Gómez, que había estado en silencio hasta entonces.
—El tribunal que juzga este caso aceptará sentenciar muy de favor a su persona —reveló el comisario inquisidor—, si resultara probado que vuestra merced no cree que la Tierra se mueva realmente. Debe probar vuestra merced que se ha referido siempre a ello como una suposición, que cuando habla del dicho movimiento habla de una hipótesis matemática, de un sistema de cálculo. Pero no de una verdad física demostrada.
Fray Martín Vélez miró al procurador fiscal y éste tomó entonces la palabra y continuó:
—Su paternidad el comisario inquisidor y yo hemos elaborado unas preguntas que vuestra merced tendrá que contestar en la sesión que está a punto de dar comienzo. No se aparte de las respuestas que ahora le indicaré y conteste siempre de manera que pueda advertirse, sin asomo de duda, que vuestra merced no ha pretendido nunca señalar el movimiento de la Tierra como una verdad física, sino como una representación figurada, como una simulación para el estudio de las cosas del cielo.
Lezuza se quedó callado por no tener cosa que decir. Estaba oyendo que el presidente del tribunal que le juzgaba le proponía un medio de salvar la vida y no supo entender lo que ocurría. Fray Pedro Gómez continuó hablando y le previno que pusiera mucha atención para conocer las preguntas que le harían en la sesión del juicio y lo que debía contestar.
—A la pregunta de si cree que Tolomeo está en lo cierto cuando enseña que la Tierra está fija, contestará: sí —dijo el procurador fiscal—. A la pregunta de si cree en las excéntricas y los epiciclos, contestará: son suposiciones ideadas para satisfacer los cálculos matemáticos, sin que haya evidencia de que existan realmente. A la pregunta de si cree que Copérnico inventó un nuevo sistema para el cielo, contestará: no; inventó un sistema de cálculo para ajustar las observaciones a la realidad. A la pregunta de si cree que la Tierra se mueve, contestará: no, que eso es muy contrario a las Sagradas Escrituras. Pero que puede suponerse un movimiento para salvar las apariencias y sólo para dar explicación matemática a algunas observaciones del cielo. A la pregunta de qué es lo que ha escrito en ese libro suyo y qué enseñaba y defendía en Salamanca, contestará: una hipótesis matemática, una suposición que ayuda a la limitada razón humana a comprender la observación del cielo. Y mantendrá vuestra merced que la realidad física es la inmovilidad de la Tierra, como enseñan las Sagradas Escrituras.
Lezuza los miraba, asustado. Nunca antes había sentido tanto miedo. Estaba delante de dos de sus jueces, que le anunciaban las preguntas y le daban las respuestas para componerle una sentencia favorable.
—Vuestra paternidad —dijo Lezuza, mirando a fray Martín Vélez— está forzando mi entendimiento más de lo que puedo ya forzarlo y no tengo más ánimo que confesar que estoy cansado, que no consigo ya entender mi situación.
—Propongo a vuestra merced —dijo fray Martín Vélez— que alegue en su favor que cuanto ha enseñado y defendido es una suposición geométrica. Y el tribunal sentenciará dejarle en libertad. No conseguirá vuestra merced nada mejor que este acuerdo, que es ya muy ventajoso.
Lezuza estaba asombrado y no sabía si debía creer al comisario inquisidor, que se acercaba a él con la idea de evitarle el tormento de la hoguera.
—Tras cinco meses de prisión y juicio…, ¿un acuerdo ventajoso? ¿Por qué? —preguntó Lezuza.
Fray Martín Vélez no contestó. Se acercó al procurador fiscal y le ordenó que saliera de la celda para asistir a la reunión del tribunal.
—Diga vuestra paternidad allí, en la sala de audiencias —le encargó—, que estoy en camino. Y empiecen todos a repasar sus conclusiones para sentencia, hasta que yo llegue. Y dele a esta reunión el mayor secreto.
Fray Pedro Gómez salió de la celda después de avisar a Tomasico, con golpes en la puerta, para que la abriera. Volvió a cerrar el carcelero y, juntos y solos, Lezuza y el comisario inquisidor se miraron a los ojos fijamente, en silencio.
—Puede vuestra merced sentarse en esa cama, que le veo temblar más que otras veces.
Lezuza lo hizo inmediatamente.
—Me ha preguntado por qué hago esto. Y creo que debo dejar el asunto claro para que, en adelante, conozca vuestra merced la situación en la que va a estar —le dijo fray Martín Vélez—. El tribunal está ahora ya reunido en sesión y no hay mucho tiempo para pláticas. Escuche, Lezuza: yo soy astrónomo y geómetra, manejo los números y he sido, primero, alumno y, después, maestro en tres o cuatro universidades. Y sé que, seguramente, la Tierra tiene dos movimientos: uno, alrededor del Sol, de duración de un año y otro, de rotación sobre su eje, de duración de un día. Pero esto que sé no lo digo. Porque soy teólogo y siervo de Dios y hombre de Iglesia. Lo sé pero no lo digo, ni lo voceo en las calles ni lo enseño ni lo voy cantando ni lo escribo. Porque la Biblia dice otra cosa. Dice, exactamente, lo contrario. Si la Iglesia admite que la Biblia contiene un error, un solo error y que, por tanto, puede cambiarse la Biblia en ese punto, vendrá luego cada filósofo a interpretar cada frase para hacer cada uno su religión según sus propias observaciones, acomodando la Escritura a los experimentos. La Iglesia no va a cometer de nuevo el mismo error que ya cometió una vez con Lutero, con quien quiso dialogar. Y perdió la voz en media Europa.
—Pero es que es verdad. La Tierra se mueve —se atrevió a decir Lezuza.
—Pero eso no importa. ¿Qué importancia tiene para la fe o para la Iglesia misma que Dios haya echado a rodar el mundo? Ninguna. Algunos teólogos han escrito que se mueve, incluso yo mismo he ido a Praga para oír a Arriaga hablar de eso. El problema no está en el movimiento mismo, sino en que ello obliga a adaptar la Biblia. Y tampoco la Iglesia se opondría a adaptar la Biblia en ese punto si todo acabara ahí. Pero no se acaba todo ahí. Porque vendrán luego a decir los filósofos de la naturaleza otras cosas, amparados en la terrible idea del átomo. Y en este asunto de los átomos no voy a detenerme con vuestra merced, que lo ignora todo sobre el tema. Sepa que, sea verdad o no lo sea, la Iglesia no va a admitir el movimiento de la Tierra. Pero para explicar lo que vemos en el cielo y lo que la matemática enseña, sí podemos tomar una hipótesis, un modo de cálculo, una suposición que conviene a la mente humana, sin afirmar que ese movimiento, que es pura imaginación matemática, pueda ser una realidad física demostrada. Así han hablado Copérnico, y Zúñiga y Arriaga y otros hijos de la Iglesia. Porque la Tierra, en realidad, no se mueve. Y están prohibidos los libros que enseñan el movimiento, no como una suposición, sino como una verdad física.
Mientras hablaba, fray Martín Vélez iba recordando la reunión que tuvo con el nuncio y, en ocasiones, repetía las mismas palabras que éste le había dicho respecto de las suposiciones. El inquisidor había preparado su visita a la celda de Lezuza y traía aprendidas, casi de memoria, las frases que debía decirle, cosa que había hecho para no salirse del asunto, para centrar la conversación en lo que podía contestar y responder, para que su completa oposición íntima y personal a dejar libre al preso no se cruzara en el cumplimiento de una orden que venía del mismo Papa.
—Está prohibida, entonces, la verdad. Pero vuestra reverencia —afirmó Lezuza, a quien en aquel preciso momento no le importaba ya su suerte— tiene que saber que la verdad será demostrada un día, inevitablemente, más adelante, mañana, el año que viene, en otro tiempo por venir.
—Quizá, Lezuza…, quizá…
Calló el inquisidor y, sin embargo, movido por la fuerza de la propia conversación, quiso avanzar un poco más allá de lo que tenía previsto y añadió:
—De todos modos, vuestra merced sabe que los cometas no mantienen trayectorias circulares. Así que, después de todo, aún queda una duda sobre el movimiento de la Tierra…
Lezuza, sin llegar a comprenderlo él mismo, tuvo todavía ánimo para hablar y dijo:
—Una noche, cualquier astrónomo resolverá esa duda. Una noche, el pensamiento de un hombre sujetará un cometa.
Fray Martín Vélez se quedó pensando un instante y dijo en voz muy baja:
—Sí. Yo estoy seguro de eso. Pero esa noche no ha llegado todavía. Ahora, haga un repaso rápido y recuerde vuestra merced las preguntas que se le harán y las respuestas que ha de dar. Piense que el tribunal le estará escuchando con mucha atención para juzgarle.
Llamó a Tomasico y abandonó fray Martín Vélez la celda. El carcelero, advertido, le dijo a Lezuza que se fuera preparando para asistir a la sala de audiencias. Lezuza se levantó entonces de la cama, pensó en Copérnico, en Tolomeo, en la geometría y se encomendó a su suerte. Muy poco después, a una indicación de Tomasico, salió de la celda y caminó al lado del carcelero, que le iba diciendo:
—Con un preso como vuestra merced hay poco trabajo que hacer, que otros llevan cadenas a los pies y a las manos y se resisten a ir por su propio paso a la última audiencia del juicio.
A los tres días de responder como le habían prevenido y como convenía a las preguntas del tribunal, Lezuza salió de su celda, fue puesto en libertad con sentencia muy favorable y archivado para siempre el caso. Y fue llevado en carro hasta su casa por Obelar y fray Santón, que le esperaron en la puerta de la cárcel. Sacaba Lezuza de la prisión una dolencia asmática criada entre humedades, dolor en las rodillas y en los codos y un vómito amargo que le llenaba la garganta de vez en cuando. Traía un mal de orina que le apretaba el vientre y todo su cuerpo era una ruinera sin higiene. Pelo crecido hasta los hombros y muy barbiespeso, la cara sin color, como su ropa, los ojos entreabiertos y abajados, el gesto tan seco como sus carnes y los andares puestos a la duda. Flaco y con el pelo alambrado por la mugre, parecía pariente de una escoba. Por el camino, los vaivenes del carro le desencajaban los dedos de las manos y, entre sentado y tumbado, pasó las calles como carga de mucho cuidado.
Cuando llegó a su casa le pusieron entre todos en la cama, donde Inesa, fray Santón y Luis Obelar vieron que se le habían juntado todas las dolencias y que estaba allí otra vez, vivo y libre, pero descriado y tan desustanciado que era sombra de quien fue.
Leche con miel, sopas de vino, emplastos y jarabe de hierbas le abrieron el estómago a otras cosas y, pasados doce días, sólo tenía miedo a los recuerdos. Ni el secretario de cámara del Rey ni el privado del Rey ni el Rey dieron noticia ni enviaron aviso ni le llegó a Lezuza interés alguno de ellos. Sólo a los quince días de volver a su casa recibió un papel del contador de Su Majestad, diciéndole que el Rey no necesitaba ya lecciones.
—Felipe Cuarto sabe matemáticas —le dijo Lezuza a su mujer, con ironía y mucha tristeza—. Ya sabe el uno más uno y el dos menos dos. Y ahora nos toca a nosotros volver a Salamanca o quedarnos aquí, donde no hay nada —añadió.
Había traído Lezuza de la cárcel un guiño de sarcasmo infinito que no se le borraba de la cara, un modo de hablar transido de tristeza y la certidumbre de haber aprendido muchas cosas de mal nombre en cinco meses de prisión que le cambiaron mucho las formas y el entendimiento. Sonreía ahora siempre sin poner el gesto claro, como si la sonrisa fuera un regate que le hacía al dolor y como si ese dolor estuviera prendido siempre de su alma.
—¿Dónde encontraremos más miseria, Inesa? —preguntó entonces Lezuza con una mueca de amargura—. Allá donde peor nos vaya, iremos, como siempre.
Inesa advirtió que aquella broma escondía decepción y un enorme desengaño.
—Esto es lo que he ido encontrando toda la vida —dijo Lezuza—. He ido haciéndome poco a poco un montón de miseria donde poder vivir con mi familia. Yo sólo puedo habitar las ruinas.
A los ojos de Lezuza asomaron entonces unas lágrimas y se abrazó a Inesa, que abrazaba, sin hablar, a un hombre destrozado.
—Mira aquí en qué han quedado mis imaginaciones. Dándole lección al Rey viviremos como duques. ¿Recuerdas, Inesa, el viaje desde Salamanca, la mula vieja, mis palabras…? —decía, mientras seguía abrazado a su mujer.
Inesa no hablaba, mitad por no hallar palabras y mitad por tener la sensación de que ella lo había dicho todo hacía mucho tiempo, antes de salir de Salamanca. Tenía Inesa la alegría de ver vivo, libre y con buen nombre a su marido. Y tenía, mezclada con esa sensación, la cara plana de un futuro igual de adverso, triste, pobre y aborrecido de antemano, al lado de un hombre que ya no le movía más que a compasión, la misma compasión que sentía por ella misma, tan compadecida siempre de su propia vida.
Pasado un tiempo, Lezuza volvió a leer el papel que el contador del Rey le había enviado.
—Cuando tenga el cuerpo algo más recompuesto —dijo—, nos volveremos a Salamanca, Inesa, de donde nunca debimos haber salido.
—Si nos hubiéramos quedado, también te habrían prendido y llevado a juicio por lo mismo. Y allí, tal vez, tu suerte hubiera sido otra —se atrevió a decirle Inesa.
Lezuza calló y pensó en la suerte adversa de su vida. Miró a su alrededor y no halló cosa en que fijarse que no fuera contraria a la fortuna. Vio el tonel lleno de libros que había sido siempre compañero de sus pasos y le pareció pozo de desgracias, se miró a sí mismo, convaleciente, sentado, sin ánimo y sin lecciones que dar en Madrid, sin dinero, sin futuro claro. Y se vio mudo para hablar de las estrellas y del cielo, como si por encima de su cabeza ya nada fuera importante. El comisario inquisidor le había advertido las limitaciones de la teoría del movimiento de la Tierra, que sólo podía ser dicha como suposición. Y halló en ello una extraña sensación muy parecida al asco, porque vio repentinamente que había padecido cárcel y le habían llevado casi al pie de la hoguera por decir en claro lo que otros se callaban, por decir una verdad que era conocida, por no haber sabido que hay verdades que no deben dejar de ser secretas. Tanta ciencia, tanto estudio, tanto tiempo, pensaba Lezuza, para hallar luego que el conocimiento no ha de salir sino vestido de disfraz. A veces sentía vergüenza de haber declarado ante el tribunal que la Tierra estaba fija y que cuanto tenía escrito y dicho sobre el movimiento era una imaginación geométrica, un método asequible para el cálculo y no una realidad física demostrada.