—Octavio —dijo Ranillas—, haz que nos cuenten los motivos de su perdición, quién les manda y a quién sirven, qué buscan y para qué.
Octavio puso su espada en la frente de uno de los venecianos, dejó luego resbalar el hierro hasta el inicio de la nariz y, cuando pasó la punta entre los dos ojos, la afirmó contra la carne y dijo:
—Mueve la lengua sólo, que si le das otro baile al cuerpo dejarás de vernos.
El veneciano dijo entonces que servían al embajador de Venecia desde antiguo, en Madrid y en otras partes del mundo, siempre para cosas de fuerza, porque los asesinos eran complemento de las cortesías de embajada, explicación que todos rieron, menos Octavio, que no quería mover la espada de donde la tenía puesta. Añadió luego que mataron a Maldonado por un saco de mucha importancia que no quiso darles.
—¿Por qué tenía Maldonado ese talego? —preguntó Obelar, envalentonado.
El veneciano amenazado de Octavio guardó silencio con la intención de no darle respuesta. Pero cuando notó que Calabaza apretaba el pincho, dijo que Maldonado era hombre que quería entrar por ese lado del mapa una teoría de los astros perseguida por la Inquisición. A cambio de los favores del embajador, Maldonado compraba para él muchas voluntades en España que servían luego al provecho de Venecia. Con esto, el embajador le procuraba al matemático contacto con astrónomos de Italia y la seguridad de pasar a Venecia si estuviera alguna vez en apuros, porque el Santo Oficio no tenía ni había tenido nunca jurisdicción ni entrada ni presencia en la república veneciana, que era así el lugar donde se refugiaban muchos. La seguridad de ese refugio y la promesa de cobijo y acogimiento convirtieron a Maldonado en mercader de títulos, cargos, nombramientos, sobornos, cohechos y regalos para aprovechamiento del embajador. Pero un mal entendimiento de ambos, la urgencia que Maldonado tenía de recibir protección en Venecia y la necesidad que el embajador tenía de que Maldonado siguiera en Madrid, hicieron su enemistad repentina. Y se ganó el matemático su muerte cuando amenazó con dar a todos la lista de sus compras. Al llegar a su casa los asesinos y ver que Maldonado tomaba el talego y lo arrojaba por la ventana, supieron que en ese saco estaba el detalle de cuanto había venido haciendo por Venecia.
—¡Ese tono de canción les quitaba yo antes de matarlos! —dijo Maricarnes, asombrada de ver que hablaban español con acento de otra tierra.
—Son italianos, Maricarnillas —le explicaba el bandidón, como poniéndoles disculpa a su fonética extranjera.
—Si me hubiera llamado a mí el embajador ése —presumía Octavio—, tras despachar al Maldonado, hubiera despenado para siempre a tu amigo Obelar con dos espadazos en la cruz del pecho, que es donde se halla el corazón. Pero como ese encargo —se lamentaba— fue a parar a estos dos asesinos sin oficio ni experiencia, trabajando de barato, aquí estamos todos oyendo confesiones. Porque no hay nada peor que delegar los asesinatos de sustancia en homicidas nuevos.
Obelar tragó saliva y Ranillas, que escuchó el lamento de Octavio, le dijo a su amigo, para darle tranquilidad:
—Habla Calabaza de una suposición. Viene a decir que en cosa de matadores hay que hacer contrato a los mejores para que el muerto venga a serlo sin escapatoria. Y que siendo él de mejor asesinar y de más probada historia, si le hubieran encargado a precio la muerte de Maldonado y después la tuya, hubiera hecho dos almas de dos cuerpos en un abrir y cerrar de ojos, por tener mejor oficio y condiciones.
—Eso es —asentía Octavio—, que yo nada tengo contra vuestra merced —le dijo entonces a Obelar—, sino que hablo sólo de mí mismo y que no me ha gustado que después de muchos años haciéndome una fama y destacando en esto con enormes trabajos, vengan luego dos chiquillos a quitarme el pan como si yo no tuviera un nombre en este oficio.
Obelar preguntó entonces:
—¿Qué vamos a hacer con ellos?
Y los venecianos, ahogados por el miedo, imploraban compasión, gritando y declarándose arrepentidos de cuanto habían hecho. Veían los dos asesinos, atados y puestos de rodillas, que de ese trance no iban a salir con vida y se encomendaban a rezos y oraciones en voz alta, mezcladas con solicitudes corteses a Ranillas y a Octavio, porque no sabían con certeza quién de los dos mandaba allí.
—Por mucho que a mí estos muchachos me parezcan unos infelices —dijo Calabaza—, si tú quieres, Ranillas, los mato, aunque sólo sea para hacer ejercicios de brazo.
—Espérate, Calabaza, que voy subiendo la escalera y me ahorro verles la palidez —le pedía Maricarnes.
—Hay que ver en este punto algunas cosas —dijo Ranillas—. Después de sus palabras y de cuanto han dicho y de perder sus propósitos en este sótano, no pueden volver a ver al embajador de Venecia, porque sería él quien los acabara a puñal. No pueden, tampoco, seguir buscando un saco que ni saben dónde está ni quién lo tiene, ni pueden matarte a ti, Obelar, porque lo que el talego llevaba ya no es un secreto y lo hemos leído muchos. Y no pueden seguir en Madrid más allá del plazo que les fijemos, porque Octavio está encargado de darles la tumba al primer encuentro. Queden aquí a agua por cuatro días y pasen luego a las afueras de Madrid, para tomar camino a cualquier sitio con las prevenciones que se han hecho, por ésta mi decisión y que así sea. Queda autorizado Calabaza para suprimirles del cuerpo lo que quiera, tanto dedos como manos como pies, si fuera de su agrado guardar algo que le sirva de recuerdo de esta noche, dejando a salvo la lengua, por el esfuerzo que han hecho de hablar en nuestro idioma y pase todo a ejecución como se ha dicho.
—Salomón mismo que viniera no daría mejor sentencia —exclamó Maricarnes.
Subieron después de esto Ranillas, Obelar y Maricarnes a la taberna, donde volvieron a las sillas de antes. Comprendió entonces el matemático escondido las razones por las que le había pedido Ranillas que estuviera allí esa noche y le agradeció los trabajos que se había tomado para darle ayuda tan necesaria. Llegó fray Santón a reunirse con ellos a la mesa para hacer corro de cuatro y le contaron cuanto había pasado. Pero Ranillas aún tenía un asombro más para su amigo.
—Yo —le dijo el bandido a Obelar—, adelantándome a tu opinión, tomé el talego que me dejaste atado a las manos y entregué el papelico de las acusaciones, con los nombres y las cuentas, a fray Santón, que es, como sabes, hombre muy amigo de esta taberna, para que le diera el curso que mejor venía a nuestras intenciones.
—¿No tienes el papel?
—No lo tengo yo ni lo tiene él, porque nuestra idea era hacer llegar esa lista de compras y ventas al Rey y a su privado, para que vieran lo que tienen en Madrid. Queríamos así cumplir del todo la amenaza que Maldonado lanzó al embajador de Venecia y que no llegó a cumplir.
—Eso es cosa muy bien pensada.
—Espera —interrumpió fray Santón— que te diga la historia entera, que aquí hallarás más motivos de espanto que de alegrías. Yo aguardé el paso del séquito real que volvía de Aranjuez, donde había ido el Rey a cazar. Metido entre los vecinos que se congregaban a los lados de la comitiva, por no dar mi propia cara en esto, encargué a un chiquillo listo que entregara en propia mano el papelico al Rey, cuando, a caballo, estuviera Su Majestad pasando por delante de él. Y el chiquillo así lo hizo, entrándose entre las patas de los caballos de la guardia real y llegando hasta el mismo Felipe, a quien le dio en propia mano el papel, saliéndose a carreras del tumulto. Yo, subido a un tejadillo, lo miraba todo desde esa altura. Vi entonces que el Rey paró la marcha, deteniéndose a propósito para leer el papelico, lo que hizo con detenimiento. Se llegó muy pronto allí el valido y le ordenó Su Majestad leer la hoja, a la que el privado echó sus ojos. ¿Y qué pasó luego, Obelar? —le preguntó muy intencionadamente fray Santón a su amigo, que se quedó callado, atento y sin contestar—. Después de cuatro o cinco palabras entre ambos —continuó el Santón—, el mismo Rey rompió el papel en mil pedazos, que cayeron como lluvia sobre el suelo, a los pies de los caballos y mandó buscar al chiquillo, que estaba ya muy lejos, sin hallarle. Continuó a su paso la comitiva, pasando todos sobre los restos del papelico y así se fue del mundo para siempre esa hojica que tenía tantos nombres, tantas cuentas y tantas cosas de denuncia.
—O conocían la lista de memoria o no la querían conocer —concluyó Obelar.
—Un gran amigo mío, que tiene asiento en el Consejo de Hacienda, al que he contado la sorpresa que te he contado a ti, me ha dicho muchas cosas que explican todo esto.
—El Santón tiene más amigos que estrellas tiene el cielo —se asombraba Maricarnes—. Y casi todos son gente de gobierno, o de séquito y caravana, de esa clase de hombrones que, a pesar de ser calvos, presumen de cabeza.
—Para empezar con lo primero que este consejero de Hacienda me dijo —continuó el Santón—, los cortesanos y los nobles de la Corte ven gastar al Rey como si estuviera loco.
—Que lo estará, sin duda —interrumpió Maricarnes—. Ya veréis cómo lo está. A España le toca ya tener el lujo de un Rey loco para empezar una moda que le dé prestigio en todo el mundo.
Ranillas y todos los que allí estaban miraron a Maricarnes asombrados del gusto que tenía por hablar aquella noche. Fray Santón recuperó su discurso y añadió:
—Como ven gastar al Rey con tantas alegrías, gastan ellos también. Se han dado ciento diez mil ducados de dote a la hija del condestable de Castilla, ocho mil ducados en indios del Perú al conde de Altamira y, del presente, Su Majestad no tiene para pagar los gajes de sus criados, ni aun para el servicio de su mesa hay la abundancia que siempre hubo, teniendo que proveer la comida tomándola fiada, que es cosa que nunca antes de ahora se había visto en la Casa Real.
—¿El Rey paga lo que se come a los dos meses de hacer las digestiones? —preguntaba Maricarnes.
—No se sabe cómo se podrá acudir —continuó fray Santón—, no sólo a lo que será menester el año que viene, sino al cumplimiento de lo que falta de éste. El dinero con que se han proveído los gastos que se han hecho este año no ha sido de las rentas de él, sino de años adelante hasta el de mil seiscientos veinticinco. Y estando así las cosas, la Corona necesita dinero y vende lo que tiene y lo único que tiene son títulos y dignidades, cargos y nombramientos.
—¿Qué interés van a tener, entonces, en leer la lista de nombres y cuentas que les ha llevado ese chiquillo? —dijo Ranillas, poniendo vino a un vaso—. Esta taberna es sitio claro, pero de aquí para arriba, todo es mentira —sentenció.
Pasada la medianoche, los cuatro bebían, esperando la mañana, obligados a llenar de vino el cuerpo por el jefe de bandidos y por Maricarnes, que celebraban así la pérdida del papel de Maldonado, el conocimiento de las trampas que con el dinero se hacían en la Casa Real y el arresto de los dos asesinos venecianos, sin que Obelar ni fray Santón pudieran explicarse cómo vivían Maricarnes y Ranillas sin permitirse el sueño por las noches.
Inesa, Pascual y Nicolás vieron al día siguiente que la casa se llenaba de gente de amistad. Habían ido allí, como otras veces, cuando llevaban a Inesa noticias y rumores, Obelar y fray Santón. Llegaron los dos con Maricarnes, que, desde el prendimiento de Lezuza, visitaba aquella casa con frecuencia para aliviarle a Inesa la soledad y la tristeza de tener un marido en la cárcel. Maricarnes atendía a Inesa y le daba compañía y conversación por ser la mujer de un amigo de Obelar, a la que éste quería proteger y mantener en Madrid, mientras durara el juicio de Lezuza. Y llegó luego Isabela que, saliendo de una iglesia, fue avisada de la cita con mucho disimulo por fray Santón, a quien sólo tuvo que seguirle el paso para dar con la reunión.
A Inesa, que estaba acostumbrada al silencio, a no hacer ruido, a pasar los días al lado de un hombre que exigía quietud para el estudio de la geometría, la casa le pareció aquella mañana mucho más alegre que nunca. Pero Inesa tenía atada al corazón una sensación muy parecida a la culpa, porque algunas veces sentía que, en el fondo, le daba igual la suerte de Lezuza y pensaba, por las noches casi siempre, tumbada sobre la cama, que acaso fuera mejor que su marido desapareciera de su vida, que tal vez fuera de más provecho verse obligada a volver a Salamanca, como mujer de hereje o como viuda, pero volver sin la carga de un esposo matemático al que ya no le quedaba sitio entre los sesos para otra cosa que no fueran los números. Y esos pensamientos le hacían preguntarse a veces si no sería ella una mujer del diablo, tocada por la desgracia de no poder amar a su marido. Muchas veces envidiaba a Maricarnes, que le había contado cómo conoció a Ranillas, cómo vivían, cómo se amaban. Envidiaba a Maricarnes porque quería a un hombre que la quería a ella y porque aquella mujer de escotes imposibles era una mujer de carne, de risa, de juego, la mujer de un hombre de oficio que era autoridad en lo suyo y no así ella, mujer de lutos y sombras, atada a un hombre de estudio que andaba contradiciendo al Papa y perdiendo a cada paso su sustento.
A Inesa le dijo fray Santón que había oído en dos lugares distintos, lo que era una señal de verdad, que en torno al juicio de Lezuza se había dividido la opinión del tribunal y que, en casos así, no hallaba mejor modo la Inquisición que aplicar tormento al procesado. Pero que, siendo el preso maestro del Rey, quería el Santo Oficio renunciar a la tortura.
—Pierda vuestra merced cuidado en eso, que a su marido no le expondrán al suplicio.
Esto era lo que Inesa más temía. Al cabo de los años, pensar que a Lezuza pudieran darle tormento le producía una sensación de angustia que no podía evitar. Porque, en el fondo, aquel hombre con quien había compartido necesidades y miseria era, según pensaba, un hombre bueno a quien ella no deseaba ningún daño.
—¿Qué van a hacerle? ¿Qué tormento van a darle? —preguntó Inesa con lágrimas.
—Ninguno. Si no tuviera la condición de maestro real —dijo fray Santón—, ya le habrían pasado a los suplicios del palo, las cuerdas, el caballete, el desplome y las brasas. Pero no hay cuidado en ello. Y es eso lo que vengo a contarle a vuestra merced, que hay división de juicio en el tribunal y que ello es siempre mejor que si a todos les pareciera culpable.
—Si yo tuviera a mi Ranillas en la cárcel de la Inquisición, como tiene vuestra merced a su marido —intervino Maricarnes—, hace tiempo que me hubieran llevado con él o me habrían puesto presa también. Porque esperar por de fuera a que salga, no sabiendo de fijo si va a salir, es peor que la misma muerte. A mi Ranillas le vi yo un mal día atado de manos y pies, sujeto a un poste en la plaza de San Miguel, recibiendo azotes de látigo por haberse llevado no sé qué de alguien. Aún me acuerdo de su figura grande, aguantando en público los golpes, apretando un diente con otro hasta que cumplió el castigo. Allí me lo dejaron luego, entre temblores, con la espalda sin piel, recomido por las ansias. Me dijo luego que lo peor de aquel trago fue la vergüenza que pasó viendo que yo estaba allí, que no era de hombres tener a una mujer pendiente de sus dolores.