Cuando se avergonzaba de ello, para aliviarse el sonrojo íntimo y el desprecio que sentía por sí mismo, pensaba en su familia y en que esa actitud le había salvado la vida y les valía a ellos no ser huérfano ni viuda. Miraba a Cucurucho con inmensa lástima. Aquel hijo suyo volvía a tener padre. Pero ese padre que él era tenía arrugado el futuro y había perdido su vida entera en mirar al cielo. Al menos, estaba vivo. Pero muy pronto se preguntó si eso tenía la importancia que él le daba, considerando que el hecho de estar vivo no mejoraba la fortuna de su mujer y de su hijo, que nunca habían sacado provecho, sino miseria, de tener un padre y un marido que echaba a perder todas sus horas enseñando matemáticas casi de balde y entreteniendo el tiempo de su vida en la contemplación de las estrellas.
—Sí. Mi suerte hubiera sido otra —contestó Lezuza—. Pero vamos a volver a Salamanca, a la muy distinguida y sabia Universidad de Salamanca —dijo con ironía—, donde ni se enseñan matemáticas ni física ni geometría ni anatomía ni botánica ni nada que pueda acercarse a la ciencia. Pero que es capaz —añadió— de elaborar mil libros para explicar muy santamente qué pasa si un ratón mordisquea una hostia o qué ha ocurrido si se avinagra el vino o qué idioma usan los ángeles o si el Ente es unívoco o análogo. Vamos a volver a Salamanca, Inesa, vamos a volver al lugar donde se tratan esos temas importantes y donde yo, como siempre, estaré como pez en el agua. Y a Cucurucho, pobre Cucurucho, le enseñaremos muy devotamente la piedad y la virtud y le diremos qué verdades son públicas y famosas y qué otras verdades van secretas y escondidas. Y no le diremos que en Holanda, en Polonia, en Alemania, se esparcen luces y crece el pensamiento. No se lo diremos, para que ame a su nación y para que, de mozo, la defienda con la espada y no con la cabeza, que el pensamiento, Inesa, está proscrito.
Desde que volvió de la cárcel, tenía muchas veces Lezuza este hablar largo y solitario, empapado de aflicción, doliente, herido y amargo. Y solía decir muchas cosas de corrido, todas con más de una intención, hablando bajo, para sí mismo, como si estuviera siempre solo.
Inesa advertía que Juan Lezuza había cambiado. Y notaba, además, que ella también había cambiado en el tiempo en que su marido estuvo preso. Había conocido a Maricarnes, que era su asombro, que hablaba cuanto podía, que gastaba besos y amores con un bandido y que escotaba sus camisas para darle gusto al sobrenombre. Había conocido a fray Santón y a Isabela; había asistido a los amores de Obelar y se había enfrentado con la certeza de no sentir por Lezuza más que el cariño que le dejaban los años que habían pasado juntos. Ahora sólo le quedaba seguir así, al lado de su hijo y de su marido, le quedaba volver a Salamanca a purgar los sustos de la hoguera, a llenar con más caldo que gallina la olla, a callarse como siempre, a dejar que pasaran los días, unos detrás de otros, con el cielo allí arriba, burlándose de ella, burlándose de todos, encendiendo por las noches luces, sacando lunas, haciendo siempre guiños para estorbarles la vida a ella, a su marido, a su familia.
Inesa se preguntaba cada noche, cuando estaba tumbada al lado de Lezuza y éste dormía, si ella sería capaz de hacer algo que le rescatara la ilusión que tenía perdida, si le quedaba aún a su vida algún atajo por el que asomara alguna dicha, si la fortuna le haría el dulce favor de ser amada por otro hombre, como Isabela. Pero se veía a sí misma sin cara de amor y sin ganas de ponérsela. Se conformó Inesa a seguir así. Y lo aceptó. Aceptó un futuro pintado de amargura. Y se dijo a sí misma que, después de todo, ya estaba acostumbrada y que su vida era sólo eso, esperar que pasara el tiempo, hacerse vieja, seguir acostumbrándose.
Pasado un mes desde que el contador del Rey le escribió a Juan Lezuza diciendo que no le quería ya Su Majestad como maestro, estaba en condiciones el matemático de emprender viaje a Salamanca con un asno de tiro que fray Santón le procuró. Muy recuperado de sus dolencias, Lezuza asistía a la taberna de Ranillas por las noches, donde hallaba risas, encontraba a su amigo Obelar y bebía un vino calentón que, según decía, le animaba la conversación y le recomponía el cuerpo. Allí le contaron cuánto habían temido por su vida y cómo estuvieron seguros de que iba a ser quemado por un librico de planetas y de astros. Allí le contaron, también, lo que fray Santón había conseguido saber acerca de la pugna entre el Rey y el Papa y el propósito que unos venecianos tuvieron de matar a Obelar, dueño de un papel de mucho secreto, oculto en el forro de un talego. Y Lezuza lamentó no haber conocido a ese Maldonado de tan poca fortuna que, según él entendió de lo que le decían, sólo quería protección y pasar a Venecia, lejos de la Inquisición, para poder pensar.
—Ese Octavio Calabaza ha hecho con los venecianos lo que nadie se esperaba —dijo Ranillas una noche—. Cuatro días los tuvo en ese sotanico sin comida y con sólo medio vaso de agua. Y los vio en ese tiempo tan desengañados de no haber matado a quien querían y con tantas ganas de darle gusto al brazo y a la espada, que los ha tomado consigo a su servicio y le andan haciendo a Calabaza su trabajo por las calles de Madrid, como criados de la muerte, muy enseñados por Octavio, que sólo hace los encargos de más fuste y que acepta ahora, por tener ayuda, más encargos que antes.
Les contó Lezuza sus miedos en prisión, sus pensamientos y las preguntas que tuvo que responder, sobre los sólidos, los líquidos, los astros. Y habló luego del modo en que el propio comisario inquisidor, presidente del tribunal, le procuró la libertad a cambio de disimular el movimiento de la Tierra, cosa que él mismo sabía que era cierta.
—Entonces, ¿da vueltas y revueltas como un trompo y anda a la redonda? —preguntó Maricarnes.
—Pues yo ya no lo sé —dijo Lezuza.
A las ocho de la mañana del primer día del año nuevo de 1622, Lezuza, Inesa y Cucurucho subían a un carro para dejar Madrid atrás y llegar a Salamanca. Ni Juan Lezuza ni su mujer habían dormido apenas esa noche más que unas pocas horas, porque ella se ocupó de hacer la carga de fardos y las ataduras de los bultos y él la pasó casi toda en blanco en la taberna de Ranillas, despidiéndose de sus amigos y haciendo cuenta y repaso de los meses que había vivido en la Corte.
Maricarnes, el Santón, Ranillas y Obelar acompañaron a Lezuza aquella noche, la última que iba a pasar en la Corte, adonde vino para ser maestro del Rey, fue preso, luego hereje, después libre y al final un hombre sin acomodo en la ciudad.
—No quiero más que risas esta noche —advirtió Juan Lezuza—, que ando en víspera de viaje y dejo aquí mucho dolor. ¡Venga la risotada a ponerle buen final a estos meses de mal paso y quédese sonando la risa cuando yo me vaya!
—Y venga el vino como primera providencia —añadió Ranillas.
—No te vayas de Madrid —le rogó Maricarnes a Lezuza—, que Inesa es muy de mi agrado y me gusta ver cómo abre de puro asombro esos ojitos que lleva siempre a medio cerrar. Se asombra y se espanta por todas las cosas —dijo—, como si nunca hubiera salido de una cajita de madera.
Nadie respondió a las palabras de Maricarnes. Entonces, por el horror que le daban los silencios, añadió sin pensar:
—Pero más asombro y mayor espanto tuve yo una noche de verano, hace ya dos siglos por lo menos, que me llamaron ramera en Toledo según pasaba yo por una calle. Así, como lo oís. Que me usaron el idioma como si yo no tuviera sentimientos.
—Risa y risa y risa necesito aquí yo esta noche —decía Lezuza con un vago tono de tristeza.
—No te vayas, Lezuza, que aquí en esta taberna tendrás siempre un asiento —le dijo Obelar.
—Me voy cuando se va el año para dejarlo atrás con todas las malas cosas de él. Y no quiero llevarme de esta ciudad ni el polvo de ella —decía Lezuza—. Y del año que ya está asomando, veintidós de mil seiscientos, ya sabré hacer yo buen provecho en otro sitio —añadió—. Sólo lamento dejar aquí tan buenas amistades como tengo con vosotros. Vente a Salamanca, Obelar —le pidió Lezuza—. Vente allí a cambiar los aires.
—Tengo aquí lo que más quiero. Y no me iré a otro sitio, lejos de Isabela.
—¿Que tienes lo que más quieres? —se sorprendió Lezuza—. A Isabela la tiene su marido aunque tú la quieras y la beses de tapado. Y entre tenerla y no tenerla, pasas la vida entreteniéndola.
Rieron entonces todos, menos Obelar, que se quedó muy serio, valorando si aquello podía ser un insulto. Echó vino a su vaso, guardó un breve silencio y, mirando a los ojos de su amigo, dijo:
—La tengo de la única manera que puedo tenerla. Ella mantiene las apariencias con su marido y nosotros dos nos queremos con mucho disimulo. A ese acuerdo hemos llegado y no es asunto que tenga asiento en esta mesa. Chitón y punto en boca.
—Hoy el disimulo —intervino Ranillas— guarda muchas vidas y es una astucia de listos para lograr lo que a las claras no se puede.
—¡Viva el disimulo y la emboscadura y venga el vino a la garganta! —dijo Obelar.
Lezuza torció el gesto cuando Obelar dijo que Isabela y él habían llegado a tal acuerdo, porque se acordó del pacto que él mismo hizo para ahorrarse las llamas de la hoguera. Cuando recordaba que él, que había estudiado tanto tantas noches tanto tiempo, buscando la verdad del cielo, lo había entregado todo en un acuerdo que le libraba de la muerte, se estremecía intensamente.
—Más vale mentir y ganar, que andarse con la verdad y perder —dijo Maricarnes—. Mira tú al maestro Ranillas, que hace oficio de tener la mano oculta. No va este hombre noble por las calles anunciando su intención de quitarles a todos lo que tengan. Tampoco va el Obelarico cantándole a la gente los amores de Isabela. Ni ella le cuenta luego a su marido lo que ha hecho ni su marido le pregunta, aunque es seguro que lo sabe.
—¿Sabe el juez que su mujer le junta la boca a Obelar? —preguntó Ranillas.
—¿Pues no lo ha de saber? —continuó Maricarnes—. Pero se calla. Porque sabe muy bien, que en esto me parece que es muy listo, que la deshonra no consiste en que a su mujer se la acueste un robabesos como éste cada dos días.
Todos se miraron en silencio. Y ella siguió su explicación:
—La deshonra verdadera no es que a su mujer le cosquillee otro el mapamundi de sus posaderas, sino que eso pase a conocerse y que lo sepan los vecinos, los amigos y la gente. Más empeño pondrá el juez en esa discreción y en el disimulo que los dos amantes. No hay cuidado.
Miraron todos a Obelar y éste dijo:
—Lo sabe, sí, eso es seguro. Pero pasen las cosas a mi lado si no se enteran los de al lado.
—Apariencia y discreción y vaya la verdad por bajo tierra —sentenció Maricarnes.
Todos rieron allí esa frase y, después de algunas carcajadas favorecidas por el vino, dijo Ranillas:
—Cada vez que me fijo en tus sentencias, Maricarnes, se me quitan las ganas de besarte, que me creo que estoy con el Séneca, disfrazado de bandida, recitándome epitafios.
Y siguió con estas y otras cosas la reunión, una reunión que el viaje de Lezuza al día siguiente convertía en despedida.
—Vaya a tu salud esta jarrica, amigo Lezuza, matemático infinito —dijo fray Santón.
—Y a la del Rey bebamos todos que, del miedo que le da tener a un hereje por maestro, aprendió las matemáticas todas en un día solo —añadió Obelar.
—Y muchas han de saber el Rey y su privado —interrumpió el Santón, entre risas siempre—, que tienen que hacer mucha suma y resta de lo que gastan y cobran vendiendo y comprando cargos, títulos y oficios.
—Todo es disimulo y fingimiento hoy en la Corte, en la universidad, en los tribunales, en los matrimonios y en la calle —dijo Lezuza—. Por eso la Tierra está quieta y parada. Y si se mueve, es apariencia sólo.
—No apariencia, sino suposición —advirtió Ranillas.
—Explícales, Ranillas mío, explícales las diferencias de esas artes, que estos tres pasmarotes no saben lo que cuidas tú los nombres de las cosas y cuánto sabes de todo lo que sea disfraz y ocultación —le pidió Maricarnes.
—Apariencia —dijo el bandido— es lo que a la vista tiene un buen parecer y puede engañar en lo de dentro.
—Como hacer pasar por oro el hierro para sacarle más precio al trato —ilustraba Maricarnes.
—O querer a Isabela sólo en lo escondido —se reía Obelar, a lo que siguió la risa de todos.
—Suposición —continuó Ranillas— es acordar algo que sabemos de fijo que no es real, pero nos sirve para aclarar otras cosas.
—Como llamarle al rey Su Majestad —dijo Maricarnes.
—O el movimiento de la Tierra, que es sólo una suposición, como ya sabéis —explicó Lezuza.
—Y, por ir más lejos —añadió Ranillas—, disimulo es tolerar alguna cosa fingiendo que no se conoce.
—Como hace el alguacil Herrera cuando nos busca por orden de la justicia —aclaró la bandidona.
—O como hacen el Rey y los embajadores en sus tratos —dijo fray Santón, abriendo sus labios en sonrisa.
—Y a todo este fingimiento tan notable —añadió Ranillas—, tan discreto, extendido y general, se le llama, todo junto, educación.
A las ocho de la mañana, Lezuza subía al carro, donde Inesa tapaba con una manta a Cucurucho. Un asno gordo y sin estampa, rescatado a poco precio del abandono en que lo tenía su dueño, dio un brinco cuando el matemático le acercó la vara a las costillas y se puso en marcha. Los tres, sentados en el carro, miraban para atrás y veían la casa que dejaban, que desaparecía poco a poco entre una niebla obstinada y muy espesa. El sol ponía amortiguadas luces ocres a aquella primera mañana del año y amaneció luego Madrid a sus tareas cotidianas. Lezuza pasó un brazo por los hombros de su hijo y le dijo:
—Vamos a Salamanca otra vez, Cucurucho, donde aprenderás lo que te falta para ser un hombre prudente y educado. Sí, Cucurucho, voy a enseñarte mucha educación.
A los vaivenes del carro y al ruido de las ruedas, Inesa y Cucurucho se quedaron dormidos. Lezuza miró al cielo, guiñó los ojos para acercar su vista al sol, trazó una línea imaginaria desde el horizonte a la posición del sol y empezó a calcular la trayectoria que la Tierra empezaba a recorrer aquel primer día del año. Volvió a mirar al cielo, miró al asno y se preguntó qué extraña relación tendrían Dios y las matemáticas.