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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (12 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—Les estoy muy agradecida a ambos —dijo en voz baja.

Roger se puso de pronto en pie.

—¡Vaya! —exclamó poniendo fin a un incómodo silencio—. ¿No es el inspector quien se dirige a la puerta principal? Vayamos a ver cómo abren la caja.

11. Lady Stanworth intercambia miradas

Roger dejó que Alec acompañara a la señora Plant a la casa y se adelantó musitando una excusa. Le inquietaba perderse la crucial escena que estaba a punto de representarse. Cuando llegó al vestíbulo, Jefferson acababa de salir a recibir al sudoroso inspector.

—Siento que tenga que tomarse todas estas molestias, inspector —estaba diciendo—. Y más con el día que hace.

—Hace un poco de calor —admitió el inspector mientras se secaba vigorosamente la frente.

—Pensaba que le proporcionarían un coche o algún otro medio de transporte. Hola, Sheringham. ¿Ha venido a ver cómo abren la caja?

—Si el inspector no tiene objeción —respondió Roger.

—¿Yo, señor? Ni muchísimo menos. De hecho, creo que deberían estar presentes todos los interesados. No es que cuente con encontrar nada de particular importancia, pero nunca se sabe, ¿no creen?

—Cierto —asintió con gravedad Roger.

—En fin, sin duda lady Stanworth bajará enseguida —observó Jefferson—; luego podemos ocuparnos de eso. ¿Le ha sido difícil conseguir la combinación, inspector?

—Ni lo más mínimo, caballero. Sólo tuve que telefonear a los fabricantes. ¡Uf, qué calor!

Roger había estado observando cuidadosamente a Jefferson. Era evidente que, independientemente de lo que hubiese pensado respecto a la apertura de la caja por la mañana, ahora estaba impasible. Roger se convenció más que nunca de que debía de haber sucedido algo decisivo para que se hubiese producido un cambio tan radical.

Unos pasos en el piso de arriba le hicieron alzar la mirada. Era lady Stanworth que bajaba por las escaleras.

—¡Ah!, aquí llega lady Stanworth —observó el inspector con una leve reverencia.

Lady Stanworth inclinó fríamente la cabeza.

—¿Desea usted que esté presente en esta formalidad, inspector? —preguntó con aire distante.

El inspector pareció sorprenderse un poco.

—Bueno, creo que sería mejor, señora —replicó con cierta desaprobación—. Sobre todo teniendo en cuenta que es usted la única pariente viva del difunto. Aunque, por supuesto, si tiene alguna...

—El señor Stanworth no era pariente mío —le interrumpió lady Stanworth en el mismo tono—. Creí habérselo dejado claro esta mañana. Era sólo mi cuñado.

—Desde luego, desde luego —se excusó el inspector—. Tal vez debería haber dicho «allegado». Lo más habitual es que los allegados estén presentes cuando...

—Tal vez debería haberla avisado, lady Stanworth —le interrumpió suavemente Jefferson—. Pero, por desgracia, no la he visto antes del almuerzo; y no quise asumir la responsabilidad de molestarla. Después de todo, la apertura de la caja fuerte no es más que una mera formalidad; y tanto el inspector como yo estamos convencidos de que en su interior no habrá nada de importancia. Nada en absoluto.

Lady Stanworth miró fijamente un momento a su último interlocutor y, cuando volvió a hablar, la frialdad de su tono había desaparecido por completo.

—Por supuesto, asistiré si lo cree usted conveniente, inspector —dijo con elegancia—. En realidad, no hay razón para no hacerlo.

Y, sin más inconvenientes, encabezó la marcha hacia la biblioteca.

Roger ocupó la retaguardia del pequeño grupo. Estaba pensando a toda prisa. Había observado aquel pequeño intercambio con una sorpresa que rozaba la perplejidad. No era propio de lady Stanworth mostrarse tan hostil con el pobre inspector. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Y por qué le habría indignado tanto lo de la apertura de la caja? Era como si de verdad temiera algo, y hubiese adoptado aquella actitud para ocultar sus verdaderos sentimientos. Pero, de ser así, ¿qué motivos podía tener?, se preguntó inútilmente Roger.

Sin embargo, su repentino cambio de actitud aún había sido más notable. Nada más hablarle Jefferson, había vuelto a ser tan elegante como siempre y había dejado de lado todas sus objeciones. ¿Qué era lo que había dicho Jefferson? Algo acerca de que no encontrarían nada en la caja. ¡Ah, sí! «Tanto el inspector como yo estamos convencidos de que en su interior no habrá nada de importancia.» ¡Como yo! Ahora que lo pensaba, Jefferson había subrayado levemente esas dos palabras. ¿Le habría transmitido una especie de advertencia? ¿Algún tipo de información? Y, en ese caso, ¿cuál? Sin duda, la misma que habían recibido ella y la señora Plant por la mañana. ¿Sería posible que la propia lady Stanworth estuviese confabulada con Jefferson y la señora Plant? Desde luego, eso era complicar demasiado las cosas. Pero estaría dispuesto a jurar que había ocurrido algo entre los dos antes de que lady Stanworth descendiera amistosamente los últimos escalones.

Aquellos pensamientos, que giraban confusamente en el cerebro de Roger, ocuparon los breves segundos que duró el trayecto a la biblioteca. Al cruzar el umbral arqueó las cejas con desdén y aplazó de momento el problema, a fin de poder concentrar toda su atención en el desarrollo de los acontecimientos.

Alec y la señora Plant estaban ya en la biblioteca; ella muy fría y tranquila, y él un tanto incómodo, o eso le pareció a Roger. Era evidente, reflexionó intranquilo Roger, que a Alec no le gustaba nada la ambigua situación en que lo había puesto aquella señora. ¿Qué diría cuando se planteara la posibilidad de que su anfitriona pudiera estar implicada en aquel siniestro y misterioso asunto? Sería típico de Alec destapar el asunto e insistir en que todo el mundo pusiera las cartas sobre la mesa y eso echaría por tierra todos los planes de Roger.

Por desgracia, el inspector Mansfield carecía por completo de sentido dramático. No miró a su alrededor con las cejas fruncidas. No murmuró para sus adentros para que todos trataran de entender sus amenazadoras palabras. Ni siquiera pronunció un pequeño discurso.

Lo único que hizo fue decir alegremente: «En fin, acabemos con este asunto», y abrir sin más la caja. No habría organizado más revuelo si hubiese sido una lata de sardinas.

Pero, a pesar del lamentable comportamiento del inspector, no faltó tensión dramática. Cuando la pesada puerta se abrió, todo el mundo contuvo involuntariamente el aliento e inclinó con ansiedad la cabeza hacia delante. Roger observó los rostros de los demás en lugar del centro de atracción, y reparó enseguida en que una sombra de preocupación pasaba brevemente por el semblante de Jefferson y la señora Plant. «Ninguno de ellos ha visto lo que hay dentro —pensó—. Está claro que les informó una tercera persona.»

No obstante quien llamó más su atención fue lady Stanworth. Creyendo que nadie la observaba, no se molestó en ocultar sus sentimientos. Estaba un poco detrás de los otros, escudriñando entre sus cabezas. Respiraba con dificultad, y su pecho se alzaba casi tumultuosamente, tenía el semblante muy pálido. Por unos segundos, Roger pensó que iba a desmayarse. Luego, como si algo la tranquilizase, el color volvió a sus mejillas y suspiró levísimamente.

—Y bien, inspector —preguntó en tono normal—. ¿Qué ha encontrado usted?

El inspector estaba inspeccionando a toda prisa su contenido.

—Tal como esperaba —replicó levemente decepcionado—, nada de importancia en lo que a mí respecta, señora. —Hojeó por encima un mazo de papeles que tenía en la mano—. Certificados de acciones, documentos comerciales, contratos, más certificados de acciones... —Volvió a guardar los papeles y sacó una caja para el dinero—. ¡Caramba! —exclamó suavemente al abrirla—. Por lo visto al señor Stanworth le gustaba tener bastante efectivo en casa. —Roger aguzó el oído y siguió la dirección de la mirada del inspector. En el fondo de la caja había un grueso fajo de billetes. El inspector lo sacó y pasó el dedo por encima—. Diría que hay más de cuatro mil libras —observó con el adecuado respeto—. No parece que atravesara dificultades financieras.

—Ya le dije que me parecía muy improbable —repuso secamente Jefferson.

La señora Plant se agachó y miró en el interior de la caja.

—¡Oh, ahí está mi joyero —dijo con tono de alivio—. En el estante del fondo.

El inspector se inclinó y sacó un estuche de cuero verde.

—¿Éste, señora? —preguntó—. ¿Dice usted que es suyo?

—Sí, se lo entregué al señor Stanworth ayer por la mañana para que lo guardara. No me gusta dejarlo conmigo en la habitación, si puedo evitarlo.

El inspector apretó el cierre y la tapa del estuche se abrió. Dentro había un collar, una o dos pulseras y unos cuantos anillos; chucherías bonitas, pero sin un valor verdaderamente apreciable.

Roger intercambió una mirada con Alec. En los ojos del último había un brillo burlón apenas disimulado que Roger tuvo dificultades para resistir en silencio. Si alguna vez hubo una mirada que significara «¡Te lo dije!», ésa fue la de Alec.

—Supongo que lady Stanworth podrá identificarlas —estaba diciendo el inspector—. Es un puro formulismo —añadió en tono de disculpa.

—¡Oh, sí! —replicó con despreocupación la señora Plant mientras sacaba el collar y unas cuantas cosas más del estuche—. Me ha visto usted llevarlas, ¿verdad, lady Stanworth?

Se hizo una pausa perceptible antes de que lady Stanworth respondiera; y Roger tuvo la impresión de que miraba a la señora Plant de un modo muy extraño. Luego, dijo con desenfado:

—Por supuesto. Y también recuerdo el estuche. Sí, son de la señora Plant, inspector.

—Entonces no tendrá usted inconveniente en que se las devuelva ahora mismo —repuso el inspector, y lady Stanworth asintió con la cabeza.

—¿Eso es todo, inspector? —preguntó Jefferson.

—Sí, señor. Me temo que he venido hasta aquí para nada. Aun así, como sabe, tenemos que considerar todas las posibilidades.

—¡Oh, nada más natural! —murmuró Jefferson mientras se alejaba de la caja fuerte.

—Ahora volveré y terminaré mi informe —prosiguió el inspector—. El juez de instrucción se pondrá en contacto con ustedes en cuanto vaya a verle.

—¡Oh, a propósito, inspector! —le interrumpió la señora Plant—. El señor Sheringham me estaba diciendo que tal vez tuviese que estar presente durante la investigación. ¿Lo cree usted necesario?

—Temo que sí, señora. Usted fue la última persona que vio al señor Stanworth con vida.

—Sí, pero mi..., mi testimonio no tendrá la menor importancia. Las pocas palabras que intercambié con él a propósito de esas rosas no pueden arrojar ninguna luz sobre el asunto.

—Lo lamento mucho, señora —murmuró el inspector—, pero en estos casos siempre se llama a declarar a la última persona que vio al fallecido con vida, tanto si su testimonio carece de importancia como si no.

—¡Oh! ¿Debo entender entonces que tendré que asistir por fuerza? —preguntó decepcionada la señora Plant.

—Sí, señora —respondió con firmeza el inspector mientras se alejaba hacia la puerta.

Roger pasó el brazo por debajo del de Alec y lo arrastró hacia los ventanales.

—¿Y bien? —preguntó el último con una sonrisa nada disimulada—. ¿Sigues convencido de que las joyas no estaban en la caja, Sherlock Sheringham?

—Sí. Ya contaba con tus burlas sutiles, Alec —respondió Roger con fingida humildad—. Sin duda, me las merezco.

—Me alegra que empieces a darte cuenta —replicó satisfecho Alec.

—Sí, por sacar la única conclusión posible de una serie de datos. En fin, supongo que tendré que volver otra vez al principio y deducir algunas conclusiones imposibles.

—¡Oh, Dios mío! —gruñó Alec.

—En serio, Alec —dijo Roger cambiando de tono—, las cosas están siguiendo un curso muy extraño. Esas joyas no deberían haber estado en la caja. Ni tampoco el dinero. Todo está mal.

—Es irritante cuando los hechos desmienten las teorías, ¿verdad? En fin, supongo que ahora admitirás que la señora Plant decía la verdad esta mañana.

—Supongo que no me queda otro remedio —respondió Roger a regañadientes—. Al menos de momento. Pero resulta de lo más extraordinario.

—¿Que la señora Plant estuviese diciendo la verdad? A mí me parecía mucho más extraordinario que estuviese mintiendo como decías.

—De acuerdo, Alec. No te enfades. No me refería a eso exactamente, sino a que se pusiera tan nerviosa a propósito de esas joyas, ¡como si pensara que alguien pudiera robárselas! Y luego esa historia de que pensaba que la policía las confiscaría y no podría recuperarlas. No, di lo que quieras, Alec, pero es extraordinario.

—Las mujeres son extraordinarias —observó sabiamente Alec.

—¡Bah! Desde luego, la señora Plant lo es.

—Bueno, en cualquier caso, está libre de toda sospecha.

—De eso nada —respondió Roger con decisión—. Esa señora no está ni mucho menos libre de sospecha. Después de todo, lo de las joyas no es más que una de otras muchas circunstancias curiosas. Mira, Alec, ha ocurrido otra cosa notable desde la última vez que te vi. Te lo cuento porque desde el principio prometí compartir contigo cualquier novedad que surgiera. Pero no lo haré a menos que prometas tomártelo con calma, y no me golpees con esos puños tuyos que parecen jamones, ni te arrojes desesperado entre los rosales. Eres una persona complicada para dedicarte a este tipo de trabajo, Alec.

—¡Dispara! —gruñó Alec—. ¿Qué más ha pasado?

—No te gustará, pero no puedo evitarlo. Después de todo, lo que voy a contarte son hechos y no teorías, y no hay forma de escapar de los hechos, por desagradables que sean. En esta ocasión se trata de lady Stanworth. Escucha.

Y Roger se embarcó en un elocuente discurso sobre el extraño comportamiento de lady Stanworth.

12. Cámaras secretas y qué sé yo

—¡Oh! —dijo cautamente Alec, en cuanto concluyó Roger.

—¿Lo ves? Me he contenido para no hacer deducción alguna. Al menos en voz alta. Lo único que digo es que resulta extraño.

—Por lo visto, a ti todo te parece raro, Roger —observó con tolerancia Alec.

—¿Acerca de este caso? —replicó Roger—. Tienes razón. Hay muchos detalles que lo son. Pero dejemos esas cuestiones de lado de momento. Ahora sólo hay una cosa que estoy deseando aclarar.

—¿Sólo una? —dijo en tono desagradable Alec—. ¿De qué se trata?

—De descubrir cómo escapó anoche el asesino de la biblioteca. Si logramos resolver esa pequeña dificultad, habremos solventado la última dificultad respecto al modo en que se cometió el asesinato.

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