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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (47 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—No se tarda más que veinte o veinticinco segundos en llegar al otro lado —dijo Michael volviéndose hacia Butrus—. ¿Crees que podrás sujetar la cuerda, sin que se te escape, mientras yo te empujo?

Butrus asintió con la cabeza, pero Michael se percató de que no estaba del todo consciente.

—Esta vez iré yo —decidió Aisha.

—No. Yo ya lo conozco y, de todas maneras, tengo que volver.

—Necesitas un poco más de tiempo para rehacerte —replicó ella—. No me pasará nada.

—Tú no…

—¡Por el amor de Dios! ¡Te digo que es más seguro así! Quédate.

Sin aguardar más, Aisha se sumergió. Michael se quedó esperando. Pasados los primeros instantes de euforia, se percató de que el aire del túnel principal era cada vez más irrespirable. Sabía que los detritus de las alcantarillas producían gases nocivos y que, en determinadas condiciones, podían producirse emanaciones. Sería todo un sarcasmo que después de tantas penalidades el aire se volviese contra ellos.

Le dio conversación a Butrus para despreocuparle y mantenerlo despierto. El copto había llegado a un ten con ten con su dolor, que le concedía breves treguas, pequeños respiros. Pero Michael tendría que arrastrarle por más sufrimiento que ello le causara.

Miró el reloj. Habían transcurrido más de tres minutos. Tenía los ojos clavados en la cuerda, como si quisiera hipnotizarla para que se moviese. Cada vez que la corriente la movía, pensaba que era la señal de Aisha. Pero siempre se inmovilizaba de nuevo. Eran ya cuatro los minutos transcurridos. Algo pasaba. Si no le daba la señal dentro de un minuto, se pondría en marcha.

Finalmente, la cuerda se tensó. Una, dos, tres veces. Michael se situó frente a la boca del túnel y ayudó a Butrus a prepararse. La corriente les obstaculizaba. La cuerda se volvió a mover.

Butrus respiró hondo y Michael le empujó túnel adentro. Se sentía como un verdugo. La cuerda se tensó y Butrus desapareció.

Cinco minutos después, Michael se adentró en el túnel por tercera vez. Se sintió más comprimido que en las otras dos ocasiones. Era como si se hubiese pasado la vida tomando impulso, dando patadas, luchando por liberarse.

Llegó respirando entrecortadamente junto a Aisha, que estaba al pie de la escalera tendiéndole la mano para ayudarle a subir.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza y pasó delante hasta la plataforma enrejada. Fadwa y Butrus estaban echados uno junto a otro. Aisha los miró con preocupación. Michael llegó en seguida junto a ellos.

—Creí que iban a morir —musitó.

—Espera, que aún no hemos salido —repuso Aisha.

—Un último esfuerzo —dijo Michael, pensando que, una vez llegado el momento de la verdad, era preferible ignorar cualquier temor.

—Yo pasaré primero —dijo Aisha.

—Esta vez no. Ha sido idea mía intentarlo por aquí.

—Estás demasiado empapado —replicó ella riendo—. En mi vida había visto a nadie tan empapado.

—¡Porque no te has visto tú! —exclamó Michael sonriendo desmayadamente.

Ella sintió un irrefrenable impulso y le abrazó, aferrándose a él como si no tuviese intención de soltarlo jamás. Permanecieron así unos momentos, mojados y temblando, oyendo cómo subía el nivel del agua.

—Ahora lo sabremos —dijo él, desasiéndose al fin.

No les faltaba mucho para llegar arriba. La escalera terminaba bajo una tapa de hierro. Michael cargó con el hombro y empujó con todas sus fuerzas.

La tapa se levantó. La hizo a un lado. El corazón le dio un vuelco. «Dios mío —musitó—, que no sea la entrada a otra alcantarilla.»Subió otros dos peldaños. Aún era de noche. No había estrellas. Tampoco había luna ni farolas encendidas. Pero llovía a cántaros. Caía una lluvia que era una bendición.

Capítulo
LXII

Londres

Vauxhall House

E
l mensaje llegó a Londres a las 22.43 y fue entregado inmediatamente, en mano, en el despacho de Percy Haviland. La llegada del mensaje no fue registrada ni el operador conservó copia. El código de identificación le alertó en seguida de la necesidad de seguir el «procedimiento especial», lo que en la jerga de Vauxhall House significaba tratarlo como «comunicación privada para el director general». Tales comunicaciones privadas eran técnicamente ilegales, pero infringir el divino derecho de Percy Haviland a recibirlas garantizaba, incluso al mejor de sus «jenízaros», un inmediato y permanente destino en algún lugar del Tercer Mundo donde ni siquiera las agencias publicitarias hubiesen puesto los pies. El mensaje llegó a la mesa del despacho de Haviland a las 22.47.

Sobre la mesa había un pequeño teléfono blanco que era para él un precioso juguetito. Le proporcionaba una línea segura tan exenta de «parásitos» como un bisturí recién esterilizado, una línea que le daba acceso directo a una docena de números tan privados que no figuraban en la guía. Ni la propia compañía telefónica conocía su existencia.

Estuvo unos instantes comprobando, ufano, todos los detalles del mensaje, como si quisiera asegurarse de que no se trataba de una broma. Con sus estilizados dedos se llevó a la boca una chocolatina elaborada con una mezcla de los mejores cacaos y la mordió. El chocolate siempre le tranquilizaba, su color oscuro y su sabor entre dulce y amargo le relajaban. Alargó la mano y pulsó un solo dígito del teléfono. No daba señal de marcar ni emitía sonido alguno al hacerlo; tampoco se oía que sonase el teléfono al que iba dirigida la llamada. De no saberlo, hubiese creído que no había línea. Pero no era así. Al cabo de unos cinco segundos contestaron. Haviland interrumpió a su interlocutor.

—Soy Haviland —dijo—. Quiero hablar con sir Lionel inmediatamente. No, no puedo esperar. Sí, ya sé que es tarde, pero usted sabe perfectamente que se trata de una llamada de emergencia.

Al cabo de unos segundos se oyó otra voz: una voz suave, la clase de voz que cabía esperar oír a través de una línea como aquélla.

—Sí, Percy. ¿Qué quieres?

—Holly ha pasado. Le han visto hoy mismo poco más de trescientos kilómetros al oeste de El Cairo —dijo Haviland algo vacilante—. Por desgracia, nuestro hombre le perdió después. Dice que Holly sabía que le vigilaban y logró darle esquinazo. Pero no importa demasiado siempre y cuando acuda a la cita con Hunt, que es lo que espero que haga.

—¿Y también estaba allí Hunt?

—Eso es difícil de saber. Anoche estuvieron a punto de detenerle en casa de su operador de radio. Es muy probable que no llegase a recibir el mensaje en el que les concertábamos la cita, pero el holandés cree que la mujer, Manfaluti, logró ponerse en contacto con él. Ella ha podido pasárselo.

—¿Dónde crees que estará ahora?

—Resulta difícil saberlo. Parece que se ha metido en una zona en cuarentena. Los egipcios no sueltan prenda.

—¿Y cambia eso las cosas?

—No. No les necesitamos juntos. Eso es sólo por las apariencias.

—Entonces, todo parece marchar de acuerdo a lo planeado. No entiendo por qué demonios me has llamado a esta hora para decírmelo. ¿No podías haber esperado a mañana?

—He creído… He creído que te gustaría saber que esta noche han nombrado a al-Qurtubi presidente de Egipto.

—¿Que le han nombrado qué?

—Ha hecho una declaración televisada a las nueve, que también han retransmitido por radio. La han captado en Caversham. En realidad, en todas partes. En todas las estaciones de escucha, supongo.

—No era ése el plan.

—No, Lionel, tienes razón. Pero no creo que nos perjudique en nada.

—Es arriesgadísimo. Demasiado expuesto.

—Él puede darnos lo que necesitamos.

—Sí, pero ¿cuál será ahora su precio?

—Eso habrá que negociarlo, supongo. ¿O preferirías que nos quedásemos fuera?

—¿Fuera? ¿A estas alturas? No podemos permitírnoslo. Si es necesario, eliminaremos a al-Qurtubi. Irá a hacerles compañía a Hunt y a Holly. No estaría mal.

—Con todos mis respetos, Lionel, yo no lo veo así. Tendríamos que hablar con al-Qurtubi y con su amigo holandés. Puede que tenga otros planes.

—Estoy empezando a creer que sí. Siempre he pensado que no deberíamos haber confiado en un sucio árabe como ése.

—Bueno, no es exactamente árabe, Lionel.

—Llámalo como quieras, Percy, pero es un cerdo.

—Estamos muy implicados. No nos pondrá en evidencia, por lo menos de momento. Seguimos teniendo cosas que ofrecerle.

—Podría pecar de exceso de confianza.

—Es posible, sí —admitió Haviland en tono dubitativo—. Quizá deberíamos enviarle discretamente a alguien que le susurre unas palabras al oído.

Se hizo un largo silencio. Por un instante, Haviland creyó que la línea se había cortado, aunque en seguida volvió a oír la voz de Lionel.

—¿Sabes, Percy? Me parece que es una excelente idea. Y creo que tú eres la persona indicada para hacerlo. Confía en ti o, por lo menos, eso dice. Sabe que tienes influencia en muchos puntos clave. Sí, creo que deberías hacer la maleta esta misma noche. Estoy seguro de que tienes medios para llegar allí.

—Pero… Pero… —balbució Haviland—, no se puede prescindir de mí tan fácilmente. Una persona más joven lo haría mucho mejor. Yo…

—No, Percy, un hombre más joven no serviría. Lo digo en serio. Puede costar algún que otro sudor, pero para un hombre que está a punto de recibir un título nobiliario, para un hombre que tanta dedicación ha mostrado a nuestra causa… En fin, sería todo un gesto, Percy. Y dadas las circunstancias, un gesto necesario. ¿Me entiendes?

—Por supuesto. Es sólo que…

—Excelente. Pero asegúrate de que no haya meteduras de pata, Percy. Sobre todo a estas alturas.

La línea no se cortó. No se oyó más que un tenue «clic» y la voz se extinguió.

Haviland siguió unos instantes con el teléfono en la mano y después colgó. Al hacerlo le tembló la mano. Recorrió con la mirada su confortable despacho: los cuadros de las paredes, el grupo de esculturas que tenía en una mesita junto a la puerta… Había escalado hasta muy cerca de la cumbre y podía alcanzarla en cuestión de días o despeñarse. Poco importaría entonces haber llegado tan alto; la caída sería igualmente vertiginosa y fatal. Y sabía que, si caía, caería solo.

IX

¿Quién como la Bestia? ¿Y quién puede luchar

contra ella
?

Apocalipsis, 13,4

Capítulo
LXIII

U
na de las primeras cosas que enseñan en el adiestramiento básico es cómo robar un coche. Aquél era más fácil que la mayoría. Era un Renault 4 verde oscuro, lleno de cintas que colgaban por todas partes. Su propietario debía de ser una persona alegre, aunque no era probable que aquella noche lo estuviera. Aquella noche su vehículo sería utilizado como móvil refugio contra la lluvia y conducido por manos ajenas a un lugar seguro. Si es que existía un lugar semejante.

Michael no logró arrancar a la primera. Mientras lo intentaba, su mirada recorría arriba y abajo el callejón donde el coche estaba aparcado, temiendo que apareciese el dueño corriendo o que un vecino desvelado diese la alarma. Pero la persistente lluvia y lo avanzado de la hora no invitaban precisamente ni a la curiosidad ni a la acción.

Al fin arrancó y fue marcha atrás hasta el portal donde los demás aguardaban arrimados a la puerta, a semicubierto del aguacero.

Fadwa estaba grave y Aisha tenía el convencimiento de que no pasaría de aquella noche a menos que la atendiesen urgentemente en un hospital. Pero habían cerrado todos los hospitales. En cuanto a Butrus, estaba semiinconsciente. Si no le intervenían rápidamente perdería el brazo.

Sentaron a Fadwa en el asiento de atrás junto a Aisha, que le hizo apoyar la cabeza en su regazo.

Butrus se dejó caer en el asiento contiguo al del conductor, farfullando ininteligiblemente.

Aisha reconoció la calle. La tapa de la alcantarilla daba a Najib al-Rihani, al oeste del hotel Victoria.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—Deben de seguir vigilando nuestros apartamentos —repuso Michael—, si saben lo que se hacen. Y te aseguro que Abu Musa lo sabe.

—No puedes estar seguro de que sea él.

—Ya lo creo que sí —contestó Michael soltando el embrague y enfilando hacia el este en dirección al único refugio que le quedaba—. Estoy convencido. No sabes las ganas que me tiene.

—¿Por qué? Se trata de una vieja enemistad, según dijiste. Y no parece momento para viejas enemistades.

Michael meneó la cabeza. Cruzaban Clot Bey y habían dejado atrás Bad al-Shariyya rumbo a las afueras de la ciudad. Las calles estaban vacías, empapadas de lluvia y anormalmente tranquilas. Rezó por que la policía no estuviera patrullando.

—No se trata de eso —dijo—. Al menos, no sólo de eso. Sabe que estuve en Alejandría y que descubrí allí algunas cosas pero ignora qué exactamente y no tiene medio de averiguarlo sin mí.

—No lo entiendo. Abu Musa trabaja para el Servicio de Inteligencia egipcio. Lo lógico sería que quisiera ayudarte.

—No es tan sencillo —repuso Michael—. Hace su propio juego. Salió a relucir su nombre varias veces en Alejandría. Creo que tu tío también quiso desenmascararle, pero no tenía nada consistente para hacerlo y, ahora que ha liquidado a Ahmad, necesita encontrarme y matarme antes de que hable.

—¿Y con quién podrías hablar tú?

Michael frunció los labios al doblar una esquina. Todo parecía absurdo. Butrus gemía a su lado.

—Ya no lo sé. Todo ha cambiado. Mis principales contactos en la
mujabarat
han sido destituidos y ejecutados o trasladados a otros destinos donde no puedan influir en nada.

El coche seguía avanzando bajo la lluvia. No había razón alguna para seguir juntos; ningún lazo unía sus vidas. Su intimidad era parte de la locura de la época. Eso era todo.

Giró a la izquierda, hacia al-Husaniyya. La calle estaba oscura y tan inquietantemente silenciosa como la recordaba a su llegada allí hacía tres días. Cerró el contacto y dejó que el coche se deslizase en punto muerto hasta unos metros antes de la calle transversal donde se encontraba el piso franco del Vaticano. El silencio les llegaba a oleadas, como en una playa desierta. Michael se estremeció y abrió la puerta.

—Esperad aquí —dijo—. Voy a asegurarme.

—Date prisa, Michael, por favor, la niña se muere. Tenemos que secarla en seguida y hacer que entre en calor.

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