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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (43 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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A él le conocían bien, desde luego: su afición a las mujeres, a la bebida y a la cocaína. Por eso accedió a trabajar para ellos. Les proporcionó un ancla en la tormenta y le dejaron tranquilo. Pero cada día le resultaba más difícil digerir aquello. Cada día le costaba más trabajo tragarse tantos sapos; tantas mentiras y tantos subterfugios. No conocía a nadie que creyese una sola palabra de lo que emitían, de manera que, siempre que podía, deslizaba insinuaciones para que pudieran leer entre líneas. Introducía pequeños cambios en los informativos, cambios que confiaba que pasaran inadvertidos o que, simplemente, optasen por ignorar.

En lugar de: «Los rumores sobre un brote de una enfermedad infecciosa en Egipto carecen de todo fundamento», había dicho: «Las informaciones sobre una epidemia en todo el país se consideran exageradas». No sabía si alguien había reparado en ello ni si le habían dado importancia. Lo que sí sabía era que, en cualquier momento, tendría que vérselas con los censores y los agentes que patrullaban por los pasillos de la emisora, olisqueando por todas partes a ver qué herejía cazaban en las emisiones.

Estaba nervioso por lo de esta noche. Las cosas evolucionaban muy rápidamente en la nueva república. Ya se habían producido muchos cambios en los puestos directivos; muchas destituciones y se rumoreaba que más de una ejecución en plena noche. Hacía unos días, la dirección había quedado concentrada en un oscuro grupo de la junta rectora. Y esta noche se daría a conocer la identidad del nuevo presidente.

Oyó llamar a la puerta. Entró un hombre alto, vestido de negro. Era uno de los guardaespaldas que le habían asignado poco después del golpe. Le saludó educadamente con una ligera inclinación de cabeza. Se llamaba Wafa, y Nuri siempre le había inspirado cierto temor.

—Ya están preparados en el plato, señor. El presidente está esperando en recepción y quiere que el comunicado se dé inmediatamente.

—Entendido. En seguida iré.

¿Tenía un significado especial tanta prisa?, se preguntó Nuri. ¿Temerían otro golpe si aguardaban cinco minutos? ¿Cuántos nuevos presidentes tendría el honor de presentar a la famélica nación? Si es que él seguía en el puesto después de esta noche…

El plato estaba en silencio; todo a punto, las cámaras en su lugar. En aquellos momentos aparecía ya en pantalla el anuncio de que se iba a leer un importante comunicado. Waffaq fue directo a su mesa y saludó con un gesto a su productor, que acababa de incorporarse, procedente de Arabia Saudí.

Un técnico le colocó el micrófono en la camisa. Comprobaron rápidamente el volumen de voz, y un ayudante de producción que sostenía una tablilla en una mano empezó una silenciosa cuenta atrás con los dedos de la otra.

Sonó una música marcial. El símbolo de la nueva república, el nombre de Dios en caracteres cúficos inscritos en una media luna verde, aparecía en pantalla. El símbolo fue sustituido por los créditos sobre la imagen de Waffaq.

«Bismi 'llah al-Rahman al Rah im
—entonó, de acuerdo con las instrucciones de sus nuevos amos—. Pasamos a emitir un comunicado especial en nombre del Gobierno islámico. Buenas noches —añadió mirando al tablero donde podía leer el texto—. Hace una hora ha concluido una larga reunión del Consejo Revolucionario en el Palacio Presidencial. Hace varios días, al presidente Ali Nadim se le diagnosticó una afección cuya gravedad le obligará a guardar cama durante varias semanas o más. A primeras horas de esta tarde ha expresado su deseo de no seguir al frente de las tareas de gobierno, de ser relevado por alguien que se encuentre en condiciones de afrontarlas. En la reunión del Consejo Revolucionario se ha elegido un nuevo Presidente entre los más aptos para tan alta misión».

Waffaq hizo una pausa. Tenía la boca seca. A su izquierda, fuera de cámara, se abrió una puerta. Waffaq alzó la vista y luego volvió a mirar a la cámara.

«Noble pueblo de Egipto —siguió leyendo—, fieles creyentes, musulmanes de todo el mundo islámico, vuestro nuevo presidente acaba de llegar al estudio. Dentro de unos momentos se dirigirá a vosotros por primera vez. Alabado sea Dios. Ante ustedes, su excelencia Abu Abd Allah Muhammad al-Qurtubi, presidente de la República islámica de Egipto».

La cámara siguió enfocando el rostro de Waffaq unos instantes. Él continuó sonriendo, consciente de que le iba la vida en ello. La luz de la cámara 2 se apagó.

Al-Qurtubi miró directamente al objetivo. No iba a utilizar el tablero para leer el No llevaba escrito el discurso.

«Bismi 'llah
», empezó a decir.

VIII

Se le dio la llave del pozo del Abismo
.

Apocalipsis, 9,1

Capítulo
LVII

C
uando Michael regresó había oscurecido. Había encontrado más comida: latas de macarrones precocinados y de espinacas, varias tabletas de chocolate y bolsas de frutos secos. Se llenó un bolsillo de cajetillas de Camel para Aisha y el otro de cajas de cerillas. En la trastienda de una pequeña librería especializada en obras de tema religioso y cercana a la mezquita de Mustafa Mirza, entre un montón de cajas de
mushafs
y de blancos
arraqiyyas
, descubrió unas cajas con las pequeñas brújulas que se utilizan para precisar la dirección en la que se encuentra La Meca. También encontró en Bulaq al-Jadid una ferretería donde había linternas y pilas. Y en un garaje, unos monos de vivo color azul. Para Fadwa, cogió unos tejanos más o menos de su talla y un anorak amarillo.

Con gran satisfacción, también encontró una tienda de accesorios para pequeñas embarcaciones en la calle al-Jadra, en el lado oeste de Bulaq, a menos de cien metros del río. De allí se llevó un rollo de cuerda, un palo con un gancho en la punta y ¡oh maravilla! un pequeño bote neumático en el que, aunque apretados, cabían tres adultos y una niña. En caso de apuro podía salvarles la vida. Rezaba para que no necesitasen utilizarlo.

En el bote había un chaleco salvavidas. Registró la tienda en busca de más chalecos pero sólo vio aquél. Era viejo y no estaba precisamente en muy buen estado, pero lo infló y vio que aguantaba. De manera que lo guardó en la bolsa con el resto las cosas.

Tal como Aisha había previsto, Fadwa volvió poco antes de oscurecer. Había rondado por las calles, llorando. Aún tenía los ojos enrojecidos, pero ya se había tranquilizado. Al preguntarle Aisha si había pasado por su casa, la niña negó con la cabeza. Le dijo que ahora le daba miedo ir allí. Con la llegada de Michael y Aisha había renunciado a fingir. Sabía lo que encontraría si entraba en su apartamento.

Michael también había encontrado juguetes en un pequeño bazar de la plaza Abd al-Jawad, juguetes baratos, de plástico de vivos colores, importados de China: un perro que movía la cabeza y meneaba la cola y un payaso de roja nariz que daba vueltas. Se los dio a Fadwa con la intención de levantarle el ánimo. La niña se entretuvo un rato con ellos, pero no se le alegró la expresión y en seguida volvió a coger su andrajosa muñeca.

Mientras Fadwa jugaba, Aisha se llevó a Michael a un lado.

—¿Has encontrado alguna entrada a las alcantarillas?

—Hay varias —repuso él—, pero algunas están cegadas y sólo la primera que vimos parece haber sido abierta. Es la que tiene mejor pinta. Puede que la utilizase alguien que trabajaba en el alcantarillado. El candado del enrejado fue abierto con llave. Me he adentrado un poco y no hay signos de inundación. No necesitaríamos ir muy adentro; sólo hasta llegar al otro lado del recinto.

—¿Y si más allá sí está inundado? Ha llovido mucho.

—Deberemos tener cuidado. Aunque el nivel del agua sea demasiado alto, no podemos permitirnos esperar a que descienda. Tendremos que intentarlo esta noche. La ventaja de las alcantarillas es que nos brindan una posibilidad de huida sin que suenen alarmas.

—Pero Butrus no puede nadar con un solo brazo, Michael.

—Le pondremos el chaleco salvavidas. Si mantiene la cabeza por encima del agua no le ocurrirá nada. ¿Y qué hacemos con Fadwa?

—No sé. No se lo he preguntado. Puede que la hayan enseñado a nadar en el río.

—En caso necesario, podríamos utilizar el bote. Pero, si vuelca, corremos el peligro de ahogarnos.

—¿Cuándo vamos a intentarlo?

—Lo antes posible. No tiene sentido perder tiempo. Ahora comeremos algo y aguardaremos hasta que a Butrus se le pase el efecto de la última dosis de morfina. Tendrá que resistir el dolor hasta que estemos a salvo.

Una hora después se dispusieron a intentarlo. Les costó Dios y ayuda convencer a Fadwa para que fuese con ellos. Caminaban en silencio por las desiertas calles, en sigilosa y preocupada compañía, con una sola idea en la cabeza: la esperanza de escapar. De vez en cuando se arriesgaban a encender una linterna para orientarse. Por donde pasaban veían los grisáceos cuerpos de las ratas en la oscuridad, acechando pacientemente. Les brillaban los ojos y el pelo. Sus dientes eran afilados como cuchillas.

Apenas llevaban equipo. Michael se colgó del hombro la cuerda enrollada y Aisha llevaba el bote desinflado en una pequeña bolsa de lona. Habían abandonado el subfusil ametrallador. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Un racheado y gélido viento les azotaba la cara. La desolación era total a su alrededor.

Llegaron por fin ante el enrejado. Estaba abierto, tal como Michael lo dejó, y se veía la boca de la alcantarilla que conducía al tenebroso interior. Fadwa retrocedió, asaltada de nuevo por el pánico al verse ante lo que para ella era un mundo habitado por monstruos.

Michael sacó su pistola y se la dio.

—Es una pistola de verdad, Fadwa —le dijo—. Dispara balas de verdad. Te prometo que con ella puedes matar a cualquier monstruo que pueda haber. No tienes que temer nada.

A Michael le pareció más expeditivo un tímido recurso a la psicología que perder el tiempo tratando de quitarle de la cabeza que allí había monstruos.

—¿Y qué encontraremos al salir? —preguntó la niña examinando la pistola muy seriamente—. ¿También están todos muertos ahí afuera?

Michael vaciló.

¿Hasta qué punto era aconsejable decirle la verdad? No tenía ni idea de lo que harían con ella una vez fuera.

—Algunos sí, Fadwa. Pero no todos. De todas formas, no nos quedaremos en la ciudad. Estarás a salvo.

—¿Habrá alguien esperándome?

—No, cariño.

—¿Podré tener gato?

—Podrás tener muchos gatos. Y un perro también, si quieres.

Una desconsolada mirada ensombreció el rostro de Fadwa.

—No —musitó—, no quiero un perro.

Michael recordó demasiado tarde el descarnado cuerpo del pobre animal que había visto ante el apartamento de la niña. Esta hizo ademán de devolverle la pistola, pero se arrepintió y la asió con fuerza.

—Eso es —dijo él—. Guárdamela —añadió, pensando que saberse en posesión de un arma podía hacer que la pequeña se mostrase más decidida.

Michael fue por delante asiendo firmemente a Fadwa de la mano. Aisha siguió tras él, ayudando a Butrus, que estaba consciente pero soportando un intenso dolor.

Un corto túnel de paredes recubiertas de baldosas, desportilladas o agrietadas, conducía a un agujero circular que se abría en el suelo y del que había retirado una pesada tapa de hierro. Era la entrada a un sumidero vertical, revestido de ladrillo, que llegaba más allá de donde alcanzaba el haz de la linterna. Empotrada en la pared había una oxidada escalera de hierro.

—A ver. Vayamos por partes —dijo Michael—. Primero bajaré yo y a continuación tú, Aisha. Quiero que Fadwa vaya detrás de ti para que cuide de Butrus.

Darle a Fadwa la responsabilidad de cuidar de Butrus contribuiría a distraerla de sus temores. Michael sentía pánico ante la posibilidad de que el miedo paralizase a la niña en mitad de los túneles. No podían abandonarla, pero sería difícil, o acaso imposible, arrastrarla a la fuerza.

—Butrus —prosiguió Michael—, sólo podrás agarrarte con una mano, pero Fadwa te ayudará a bajar cada peldaño. Tómatelo con calma y ve despacio. Tenemos tiempo de sobra.

—Es que yo… tengo vértigo —dijo Butrus.

Michael le enfocó con la linterna. Butrus tenía los labios blancos y temblaba. Le sangraba el hombro y había empapado la tela del mono. Estaba al límite de su resistencia. Sólo gracias a una enorme fuerza de voluntad había logrado aguantar hasta allí y sólo esa fuerza de voluntad podría llevarle al otro lado, si es que lo conseguían.

—Me parece que no es muy hondo —mintió Michael, que ya había bajado por allí y sabía que les quedaban más de treinta metros de descenso—. Tú limítate a concentrarte en cada peldaño. De todas maneras, no se ve nada más.

Butrus asintió con la cabeza y trató de sonreír. Apenas recordaba dónde estaba. Más que una bala, parecía tener una bola de fuego en el hombro. ¿Y por qué? Por ser lo bastante imbécil como para amar a una mujer que amaba a otro. Aunque quizás eso tuviese arreglo. Quizá lograra que se volviesen las tornas, sacarle partido a la situación. Sólo con que su brazo le diese unos momentos de respiro …

Michael dejó caer el bote, el palo de amarre y el rollo de cuerda al fondo del pozo. Liberado de la carga, comenzó a descender por el estrecho conducto. Aquella parte del alcantarillado era vieja y estaba en mal estado. El revestimiento de ladrillo de la pared del pozo era una chapuza y había muchas grietas, ladrillos desprendidos y trozos de argamasa desmenuzados. A la escalera le faltaban peldaños y algunos colgaban por un extremo. Si era ésa la vía de escape que habían utilizado los vecinos de Bulaq, lo más probable es que la escalera hubiese tenido que soportar un peso para el que no estaba pensada. Michael lo advirtió y dijo que convenía ir bajando bastante separados, salvo Fadwa y Butrus, para repartir el peso lo máximo posible en la estructura de la escalera.

El más leve ruido que producían en su descenso retumbaba en todo el pozo: el roce de sus zapatos en los peldaños, la tensión de los pernos que fijaban éstos a la pared, incluso su respiración. Butrus dejó escapar un grito de dolor que resonó horriblemente en el reducido espacio. Siguieron bajando lentamente. Los penetrantes chillidos de las ratas les recordaban lo que había encima.

De pronto, un tramo de escalera se desprendió justo encima de la cabeza de Michael. Varios pernos se habían salido del ladrillo. La escalera se combó en otro punto débil, unos dos metros por debajo de Michael, proyectándolo de espaldas contra la pared con tal fuerza que estuvo a punto de caer. Se quejó de dolor, perdió pie y quedó colgando de un peldaño.

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