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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (37 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—Por supuesto —dijo.

Sheritra se obligó a volverse hacia Tbubui.

—Llegaré a tu casa mañana por la tarde —anunció.

—Hasta entonces, princesa —respondió ella cortésmente.

Se alejó, apretando el paso para rodear el estanque, la fuente gorgoteante y los floridos parterres, atormentada por su timidez, como si todos la siguieran con la vista. Al llegar a la entrada se precipitó en el interior, aliviada. «Quizá no debiera ir", pensó, asustada, sin reparar en el saludo de los guardias apostados en el pasillo. "Tal vez Tbubui me está usando como una excusa para que papá la visite sin levantar sospechas. Y tal vez eres una idiota demasiado sensible", se burló otra voz, "con mucha más imaginación de la que te conviene. Sé egoísta, Sheritra. Instálate junto a Harmin y olvida lo demás».

Al llegar a la puerta de sus habitaciones levantó la vista y se encontró con su reflejo: una muchacha fea, pálida y encorvada, a quien ni siquiera el cobre pulido que cubría la pared desde el suelo hasta el techo podía dar una ilusión de belleza. «No puedo cambiar lo que soy", pensó, con un horror que lindaba con el pánico. "Sólo él tiene el poder de cambiarme, y estoy decidida a aprovechar esa oportunidad. Por una vez, no voy a preocuparme por ninguno de ellos.» Volvió la espalda a la desalentadora imagen y entró en sus habitaciones.

Aquel día, la cena resultó interminable. Su madre, a quien obviamente le dolía la cabeza, hizo lo posible por entretener a dos de los heraldos del faraón, que habían llegado inesperadamente en viaje hacia Nubia, con rumbo sur. Más tarde, Sheritra buscó a Hori. Estaba sentado en silencio junto a la entrada principal de la casa, con los pies apoyados en un banquillo, contemplando la aplastante oscuridad, que parecía tomar su sofocante calor de las antorchas anaranjadas encendidas en el patio y en el sendero que llevaba a los peldaños del embarcadero. Levantó la vista al acercarse ella. Su hermana se acomodó los lienzos para sentarse a sus pies, en el peldaño superior de la escalinata de la entrada. La sonrisa que él le dedicó era tan agradable como de costumbre, pero no logró engañarla.

—Te sientes desdichado, ¿verdad, Hori? —dijo sin preámbulos—. Y no creo que sea por el dolor de la rodilla.

Él cambió de posición y murmuró un juramento. Luego rió entre dientes.

—Tu perspicacia me desconcierta siempre —replicó—. No, no es por la rodilla. Papá me quitará mañana la sutura.

Sheritra esperó, pero su hermano no dijo nada más. Por un momento la muchacha se preguntó si sería mejor callar, pero la asustaban las distancias que se estaban abriendo en la familia: los imperceptibles abismos entre sus padres, entre su padre y ella, entre su padre y Hori. Sentía la desesperada necesidad de mantenerse cerca de aquel apuesto hermano suyo, al que tanto amaba, sabiendo que no contaba con nadie aparte de él. Pese a su pasión por Harmin, aún no confiaba por completo en él.

—Estás enamorado de Tbubui, ¿verdad? —murmuro.

Temió que él no le respondiera o, peor aún, que le mintiera. Pero él encorvó la espalda hacia adelante, hasta que le rozó el pelo con la mejilla.

—Si —admitió, y su voz se quebró en aquella única palabra.

—¿Lo sabe ella?

—Si —suspiró Hori—. Se lo dije todo ayer, cuando fui a verla. Me sugirió que la visitara cuando quisiera, pero que sólo podíamos ser amigos.

Sheritra se compadeció de él. Sentía que estaba confuso y desesperanzado.

—¿Aceptaste?

Él irguió la espalda.

—¡No, por supuesto! Hallaré el modo de conquistarla. Después de todo, soy uno de los solteros más codiciados de Egipto y el más gallardo, sin duda. Si insisto en exhibir mi cuerpo delante de ella, no podrá resistirse.

Sheritra se horrorizó del matiz cínico de su voz.

—Pero Hori, tú nunca… tu fuerza ha sido…

—Bueno, tal vez hasta ahora no he tenido motivos para convertir mi hermosura en el arma que es —graznó él—. Ella no tiene hombre. Si su afecto fuera de otro, me lo habría dicho. No, Sheritra. Esa mujer devora mis órganos, pero algún día… algún día yo devoraré los suyos.

A Sheritra le impresionó tanto la vulgaridad de su lenguaje, como la aspereza de su voz. Buscó desesperadamente al hermano cuya generosidad alegre y constante se había ganado el amor de tanta gente.

—¿Has hablado de esto con papá? —preguntó.

—No. Pienso hacerlo cuando ella se rinda. Hasta entonces, esto no es asunto suyo.

De modo que Hori, envuelto en su propio tormento, ignoraba el de Khaemuast. Mejor así. Las consecuencias de la situación se aparecieron a la muchacha en todo su horror. Aparte de la disputa que se produciría entre sus dos hombres más queridos, había que pensar en el futuro. Si Hori conquistaba a Tbubui, construiría otra ala para ellos en la casa, donde ella estaría a todas horas ante la mirada de Khaemuast. De cualquier modo, eso era mejor que tenerla allí como segunda esposa de Khaemuast, con toda la autoridad que el título otorgaba. Tbubui participando de la cena, Tbubui utilizando la barcaza, Tbubui y Khaemuast compartiendo el diván mientras Nubnofret dormía sola… «Y Tbubui y yo", pensó Sheritra, encogiéndose. "Tbubui y Hori. ¡Oh, dioses! Ojalá me equivoque respecto a papá. Ojalá el capricho de Hori acabe tan pronto como ha empezado.»

Hori se inclinó una vez más y ella pudo percibir el agrio olor del vino en su aliento.

—Mañana vas a ir a su casa —susurró—. Ella te quiere, Sheritra. Háblale de mi, hazle pensar. ¿Harás eso por mí?

La muchacha se apartó bruscamente de él.

—Lo intentaré, Hori —exclamó—, pero las cosas no son como parecen. ¡Oh! ¿Porqué ha tenido que aparecer en nuestra vida? ¡Tengo miedo!

Él no contestó ni trató de consolarla. Sheritra se alejó y caminó por la casa llena de sonidos en dirección a sus habitaciones, donde los sirvientes empaquetaban ya sus pertenencias. Su mente le aconsejaba que ordenara devolverlo todo a los arcones, pero su corazón anhelaba la compañía de Harmin. Había vuelto a besarla aquel día, tendidos los dos en la larga hierba del ribazo, ocultos a los ojos de los sirvientes y los soldados que esperaban en la barcaza. El sol era una presencia soñadora y apasionante, que la volvía dócil, líquida de deseo. El negro cabello de Harmin caía contra su cuello y sentía en la curva de la oreja el frescor de su lengua. «No puedo hacer nada", pensó, entrando en la antecámara y recibiendo una apresurada reverencia de Bakmut. "No puedo frenar los inquietantes cambios que se abaten sobre esta familia. Ya no estoy fuera de ella, pues también a mime envuelve y me sacude. Cada uno de nosotros debe cuidar de si mismo.»

Ya avanzada la mañana siguiente, se alejó del embarcadero con Bakmut, todos sus sirvientes personales y cuatro guardias, seleccionados por Amek y aprobados por su padre. Nubnofret se despidió de ella con un breve abrazo, asegurándole que debía volver en cuanto lo deseara. Pero Khaemuast la llevó aparte y puso en sus manos un trozo de papiro.

—Es tu horóscopo para Phamenoth —dijo, bruscamente—. Anoche los tracé para todos. No me gusta, Pequeño Sol. Léelo en cuanto puedas y recuerda que yo estoy tan cerca de ti como lo esté la boca de cualquiera de tus guardias. La semana próxima iré a verte.

De pronto, ella se agarró al príncipe como si la estuvieran desterrando al Delta por algún horrible delito. Le echaba de menos ya. Sin embargo, bajo aquel arrebato de nostalgia estaba su fría decisión. Además, en la voz de su padre no le había pasado desapercibido un matiz de ansiedad. Le dio un beso en la mejilla y caminó hacia la barcaza. Hori no había aparecido. Saludó a sus padres con la mano y desapareció en el interior de la cabina.

Los remeros tardaron menos de una hora en llevar la barcaza hasta los peldaños del embarcadero de Tbubui, aunque había comenzado a soplar el viento norte del verano y, por estar el río tan bajo, la corriente apenas los impulsaba. Sheritra permanecía en la cabina, con Bakmut en silencio a sus pies y el horóscopo en las manos, sin leerlo. Se sentía tensa y confusa, como si en vez de ir a pasar algunas semanas con una nueva amiga se encaminara hacia el Gran Verdor, con una meta desconocida. Exacerbaba su impresión saber que sus padres se alegraban de verla partir, cada uno por un motivo distinto. También Hori la quería lejos de casa, para que le ayudara a lograr sus propios fines. Era irracional, sin duda, pero se sentía traicionada por él.

Pese a las leves y familiares voces de sus sirvientes, reunidos bajo el toldo de cubierta; pese a los flemáticos y seguros soldados de Amek, en cuyas manos habría confiado su vida sin pensarlo dos veces, se sentía indefensa y muy sola. «Debería trasladarme a Pi-Ramsés", pensó, con dolor. "El abuelo me daría habitaciones en el palacio y tía Bent-Anath cuidaría de mí. Ahora odio Menfis." Entonces fue repentinamente consciente de lo atrás que había quedado la muchacha débil y tímida que era poco tiempo antes. "Aún soy frágil", pensó, sombríamente, "muy frágil, si, pero no del mismo modo. En mi existía una inocencia que sólo ahora sé reconocer, pero ¿debo llorar o regocijarme por el cambio? No lo sé». Harmin la esperaba en el último peldaño. Le vio de pie, mirando aguas arriba, al salir de la cabina, alertada por el grito del capitán. La cara del muchacho se iluminó con una sonrisa al divisarla y mientras el escriba le ofrecía respetuosamente una mano para ayudarla a desembarcar, él le hizo varias reverencias. A una palabra de la joven, el resto del cortejo se puso en marcha por el sendero arenoso en dirección a la casa, menos los guardias y Bakmut que permanecieron a su lado.

—Harmin —dijo ella, dándole libertad para hablar.

—Bienvenida a casa, Alteza —repuso él, gravemente—. No sé cómo expresarte el placer que me has dado al aceptar la invitación de mi madre. Soy tu humilde esclavo y prometo satisfacer cualquier deseo que expreses durante tu estancia aquí.

Ella le miró a los ojos, consciente como nunca de los latidos regulares y fuertes de su corazón, de la manera en que se le encogía el vientre al mirarle.

—He dispuesto una litera para ti —prosiguió él—. El camino no es largo, pero hace mucho calor.

—Gracias, he traído la mía —explicó ella—. Pero en realidad no la necesito, Harmim. Prefiero caminar. ¡Qué sombra tan agradable arrojan las palmeras! ¿Vamos? Estoy deseosa de ver esa casa con mis propios ojos. Papá y Hori dicen que es inigualable. Dame la palmeta, Bakmut.

Empezó a andar y Harmin ajustó el paso al suyo. Las moscas eran cada vez más numerosas, una plaga de negras bestezuelas hambrientas de sal que se posaban con enloquecedora persistencia alrededor de los ojos y la boca o en cualquier parte de la piel que estuviera húmeda de sudor. Sheritra tuvo la impresión de que eran más agresivas y numerosas allí, bajo las palmeras, que en su casa. Aplicando la palmeta de crin negra a su carne desnuda con distraída exactitud, escuchó a Harmin, que le hablaba de la fecundidad de los árboles, la inminente cosecha de dátiles y el informe de su administrador sobre lo bien que marchaban sus sembrados en Coptos.

—Mi padre se interesaba muy poco por sus propiedades —explicó—; dejaba que el administrador se ocupara de los fellahin. A mi, en cambio, me gusta caminar junto a los canales de mi casa, observando cómo brotan los cereales y las hortalizas, frescas y verdes.

—Hablas como si la echaras de menos —observó Sheritra.

—A veces si —asintió él—. Pero no es Coptos lo que añoro. Los primeros recuerdos que tengo de la ciudad no son muy felices. ¡Mira, Alteza! —señaló—. ¡Nuestra casa!

La primera impresión de Sheritra sobre la vivienda no fue como las de Khaemuast y Hori. Pese al yeso y el encalado reciente, pese al solitario jardinero que trabajaba en el pequeño jardín, la finca tenía un aire desamparado y triste. Los muros parecían descoloridos, más que impolutos; el prado, una lucha por mantener a raya a las palmeras, más que un agradable claro; la tranquila intimidad, una atmósfera de decadencia.

Pero aquella impresión se desvaneció pronto. Después de responder a las reverencias de Tbubui y Sisenet, entró en el sencillo vestíbulo, llena de curiosidad.

—Comprendo que a mi padre le encantara esta casa —dijo, después de mirar a su alrededor—. ¡Podría haber sido construida y amueblada hace cien hentis! —Luego, por temor a haberlos ofendido, se apresuró a añadir—: Tanto gusto y simplicidad son maravillosos, Tbubui. No se puede meditar ni rezar cuando se está rodeada por montones de complicados adornos.

Por el pasillo trasversal que corría por la parte de atrás del vestíbulo le llegaba el ruido de sus sirvientes manejando las cajas de sus pertenencias en algún sitio. Sus soldados, sin prestar atención a la familia, desaparecieron en el interior de la casa, respaldados por la autoridad del príncipe y seguidos por el escriba, paleta en mano. No había señales del personal doméstico de la casa.

—Ven, Alteza —indicó Tbubui, mientras Sisenet se disculpaba con una reverencia más—. Por aquí se va al cuarto que he preparado para ti. Por favor, ordena a tus sirvientes que organicen la rutina de la casa como si fuera la tuya. Nosotros no molestaremos.

Sheritra marchó sumisamente tras la espalda de Tbubui, envuelta en amarillo, sintiendo que Harmin caminaba tras ella.

—El pasillo lleva por este extremo directamente al jardín —explicaba Tbubui—. Hay una puerta, pero sólo se cierra cuando sopla el khamsin, para impedir que la arena del desierto entre en la casa. Mi hermano, Harmin y yo dormiremos en el otro extremo. Lamento que no haya sitio para tus sirvientes en la casa misma, pero sobra espacio para alojarlos en el recinto de la parte trasera.

—Bakmut duerme siempre en el suelo de mi cuarto —aclaró Sheritra, cruzando la puerta ante la que se había detenido su anfitriona. El cuarto no era grande, pero lo parecía, al igual que el resto de la casa. Sheritra apreció rápidamente el diván, la mesa, la silla, el banquillo y el tocador. Luego hizo una señal a Bakmut:

—Haz que traigan mis cosas.

—He hecho retirar mis arcones —le dijo Tbubui— pero están a tu disposición si los necesitas, Alteza, por supuesto.

Sheritra la tocó un instante, sonriendo.

—Gracias, Tbubui. Te has tomado muchas molestias para que yo me sienta a gusto.

La mujer y su hijo comprendieron que los despedía. La puerta se cerró tras ellos y Sheritra se dejó caer en el diván con un suspiro. Le hubiera gustado tener un poco más de luz, pues el cuarto estaba muy oscuro, pero ello habría significado más calor, cuando aquel dulce frescor resultaba muy grato.

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