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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (62 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—Ninguno —aseguró el bibliotecario.

—Muy bien. —Hori se sentó detrás de la mesa—. Tráeme los rollos y, mientras leo, envía un mensaje a cualquier aldea de trabajadores que exista en Coptos. Quiero que esa tumba esté descubierta esta misma noche. ¿Me acompañarás para sellaría cuando haya terminado? Verás… —Hizo una pausa, de súbito atento al pendiente que llevaba en su bolsillo y notaba contra el muslo—. Cierta dama reclama ser descendiente de este Nenefer y, por lo tanto, de sangre noble.

El bibliotecario ya estaba sacudiendo vigorosamente la cabeza.

—Imposible, Alteza, totalmente imposible. Es una charlatana. Aquí se llevan todos los registros, sin interrupción. El linaje de Nenefer-ka-Ptah murió con su hijo Merhu.

Hori le despidió. Un rato después el bibliotecario volvió con los brazos cargados de rollos, que depositó ante el príncipe.

—Según mis anotaciones, Penbuy consultó todo esto —dijo—. Cubren un período que abarca la existencia de las personas a quienes investigas, más diez años antes y cincuenta después. ¿Deseas algún refrigerio, Alteza?

Hori asintió, distraído, y empezó a desenrollar el primer papiro. No oyó el regreso del hombre, acompañado por un esclavo que traía vino, agua y pasteles, pero un rato después comió y bebió sin darse cuenta de lo que hacia.

Leía deprisa, pero atentamente, y al hacerlo su aprensión aumentaba. El abuelo del príncipe Nenefer-ka-Ptah había llegado a Coptos durante el reinado del Osiris Thotmés 1, padre de la reina Hatshepsut, como inspector de monumentos. Su padre había continuado en el cargo. Después, Nenefer-ka-Ptah fue confirmado también en él, a la temprana muerte de su padre. Las fechas y las anotaciones, breves y objetivas, daban vueltas y vueltas bajo la aturdida mirada de Hori. Nenefer-ka-Ptah había participado, de algún modo, en la audaz expedición que la reina efectuó a Punt, tierra cuya localización se había perdido por entonces. Sus servicios fueron recompensados con un título hereditario y el monopolio de las caravanas a Punt, cuando se inició el tráfico regular de mirra y otros productos necesarios y exóticos. Cinco años después, murieron los tres. Las fechas de los fallecimientos estaban meticulosamente registradas, como también el día en que sus propiedades habían vuelto al Trono de Horus. El símbolo de «fin», puesto tras la anotación donde se registraba la muerte en el río, indicaba que el linaje había perecido con ellos.

Ya con más celeridad, Hori revisó los otros rollos. No había descendencia ni herederos, ni siquiera algún pariente cercano que hubiera reclamado la propiedad. Surgidos de la nada, habían vuelto a desaparecer en ella. Penbuy había consultado también algunos pergaminos relacionados con las tradiciones locales. Hori suspiró, sorbió otro poco de vino y se los acercó. La tarde avanzaba y el calor se iba intensificando, pero se había levantado una brisa caliente que le agitaba el pelo y le sacudía la faldilla, por lo que no se sentía del todo incómodo. Empezó a leer.

A poco de iniciar la lectura del segundo rollo, encontró el motivo por el que en Coptos se creía que una maldición pesaba sobre el antiguo príncipe y que su propiedad estaba embrujada. «Se comentaba", leyó, "que este príncipe tenía en su posesión el mágico Pergamino de Thot. Cómo llegó a sus manos es algo que no se cuenta, pero era ya un hábil hechicero cuando lo encontró y, mediante su poder, se tomó invencible. Thot, enojado por su arrogancia, decretó que fuera maldito y muriera ahogado, y que su ka no pudiera descansar».

—Veo que has llegado a los mitos y leyendas —dijo una voz junto a su codo.

Hori dio un respingo y halló a su lado al bibliotecario.

—Siempre surgen historias como ésa alrededor de las tragedias familiares misteriosas. Y en nuestras calurosas noches de verano hay poco que hacer, aparte de relatar leyendas. Al menos, eso sucede entre el vulgo.

Hori levantó la vista hacia él, desorientado. «No puede ser", repetía su mente, una y otra vez. "No puede ser, no puede ser… » Pero en su imaginación veía a su padre levantar el cuchillo y separar el pergamino de la mano de un muerto impasible. Veía las gotas de sangre caer del dedo de Khaemuast a la mano disecada, manchando también el rollo, al aplicar él apresuradamente la aguja con dedos temblorosos de pánico.

«No debe ser", pensaba Hori. "Porque si es así, hemos entrado en un reino de pesadilla donde somos menos que impotentes, donde la muerte no puede ser contenida y acecha entre nosotros, disfrazada de vida, y donde nos vemos tan contaminados y corrompidos que no podrá salvarnos el poder de ningún dios.»

—Los obreros están ya trabajando en la tumba —informó el bibliotecario—. He designado a dos guardias del templo para que los dirijan. Les he prometido generosas cantidades de comida y cerveza a cambio de sus esfuerzos. Confío, príncipe, en que te encargues de eso.

Hori se levantó con un movimiento que pareció exigirle mucho tiempo.

—Desde luego —dijo, sorprendido de que su voz sonara tan normal—. Ya he leído todo lo necesario. Quiero llevarme estos rollos a Menfis.

Pero el sacerdote se negó con una reverencia.

—Lo lamento muchísimo, Alteza, pero eso está completamente prohibido. Haz que tu escriba venga a copiarlos durante tu estancia.

«Eso no servirá", pensó Hori. "No quiero mostrar a mi padre algo escrito por la mano de Antef. No lo creería. A mí mismo me cuesta creer esto." Pero una mirada al rostro del bibliotecario, inflexible en su cordialidad, le convenció de que no podría sobornarlo ni persuadirle. "Tiene razón", se dijo Hori. "Mi padre tampoco permitiría jamás semejante cosa.»

—En ese caso, mi escriba se presentará mañana para acometer la tarea —dijo—. Te agradezco la ayuda que me has prestado y el que te ofrezcas a sellar otra vez la tumba cuando yo acabe. Nos encontraremos aquí al atardecer y me conducirás a ella.

Conversó con él unos minutos más, pero después no pudo recordar lo que habían dicho. Luego salió a la tarde cegadora. «¿Cuánto tardaste en llegar a la conclusión que amenaza ahora mi propia cordura?", preguntó en silencio a Penbuy, al llegar a la litera que le aguardaba. "Casi habías terminado ya la tarea y yo cosecho ahora los beneficios de tu meticuloso escarbar. ¿Qué pensaste, pequeño escriba? ¿Experimentaste tanta incredulidad y tanto terror como yo?»

Trató de sonreír y en ese momento le atacó el primer dolor, sin aviso previo, desgarrándole el abdomen de tal modo que se dobló en los cojines, jadeando, con la frente cubierta de sudor. «¡No!", susurró, apretando el mentón contra las rodillas y clavando los puños en el estómago. "Ten misericordia, Thot no puedo soportar este tormento. ¡Ayúdame, ayúdame!" Luego el espasmo pasó, dejándole exhausto tras las cortinas, con los ojos cerrados y jadeando. "Tbubui", gritó en silencio. "Compadécete de mí. Si tienes que asesinarme, espera. Hazlo con un puñal, con una taza de veneno, hazme estrangular en mi lecho, pero no me sometas a este tormento maligno y sucio.»

Llegó otra oleada de dolor. No pudo evitar ponerse tenso, hasta que los mismos músculos se convirtieron en motivo de angustia, estremecidos y trabados. «No necesita matarme", pensó, apretando los dientes y contrayendo los labios en un rictus de indomable dolor. "No importa lo que yo lleve desde aquí. Ella lo negará todo, inventará una mentira y papá la creerá. No. Ella quiere matarme. Quiere que muera.»

El dolor cedió lentamente, pero sin desaparecer. «El alfiler se queda en la estatuilla", pensó, histéricamente. "Se clava con mano segura y luego se retuerce dentro de la cera y allí queda, para debilitar a la víctima." Se irguió con cuidado, haciendo muecas de dolor a cada movimiento, y se rodeó con las manos el palpitante abdomen. "Esto no pasará", se dijo, ceñudo. "Seguirá palpitando pero no pasará». Buscó a tientas su amuleto, el que usaba a veces como contrapeso del pectoral y, otras veces, colgado de un brazalete, pero sus dedos encontraron en cambio el pendiente y no tuvo la fuerza necesaria para soltarlo.

Ya en la casa del alcalde, se dirigió directamente a su cuarto y se derrumbó sobre el diván. Logró caer en un sueño inquieto, del que despertó un rato después. Antef estaba inclinado hacia él y le miraba con expresión preocupada. Hori extendió la mano y asió la de su amigo.

—Trae al médico del alcalde, Antef —rogó.

El joven lanzó una exclamación horrorizada que el príncipe no pudo captar y salió corriendo. Mientras esperaba, Hori dormitaba a ratos, con la conciencia conectada al ir y venir del dolor. Al ver al médico aproximarse al diván, seguido por el alcalde y Antef, se incorporó con mucho esfuerzo.

—Soy el príncipe Hori, hijo del médico príncipe Khaemuast —susurró—. No necesito que me examines. Sufro de una incurable enfermedad del abdomen pero te ruego que me prepares una fuerte infusión de amapola, en cantidad suficiente para varias semanas.

—Alteza —objetó el médico—, si hago esto sin examinarte y pongo la pócima en tus manos, puedes beberla en exceso y morir. No quiero asumir esa responsabilidad.

«Tampoco el alcalde», pensó Hori, al ver la expresión de éste, que esperaba junto a Antef.

—Ponía en manos de mi sirviente, pues —sugirió, reuniendo todas sus fuerzas para articular las palabras—. Tengo un trabajo que hacer aquí y no podré hacerlo si estoy postrado por el dolor. Si así lo deseas, dictaré un escrito para absolveros, a ti y al alcalde, de cualquier responsabilidad sobre mi estado.

Los dos hombres parecieron aliviados y luego se mostraron avergonzados.

—Si me hubieras hablado de esto, Alteza —expresó el alcalde—, habría pedido a mi médico que estuviera contigo noche y día. No he sido riguroso en el cumplimiento de mis deberes. Te pido disculpas.

—¡No es culpa tuya! —protestó Hori, con su último resto de energía—. Haced sólo lo que os pido. Antef, encárgate de eso.

Cerró los ojos y se volvió en la cama para darles la espalda. Oyó que Antef los hacía salir. Después, debió de perder la conciencia. Cuando volvió a recuperarla, su amigo le estaba levantando la cabeza y le acercaba una taza a la boca. La amapola olía a rancio. La sorbió tan despacio como pudo hasta terminarla. Luego buscó el brazo de Antef.

—Ayúdame a incorporarme —dijo.

El joven lo hizo y se sentó en el diván a su lado. Hori sintió que lo observaba pensativamente.

—¿Qué pasa, Hori? —preguntó serenamente.

Nunca hasta entonces le había llamado por su nombre. El príncipe experimentó un profundo sentimiento de afecto por él, por su incuestionable lealtad.

—Ella está intentando matarme —dijo—, y lo va a conseguir, pero no antes de que yo vuelva a casa, Antef. ¡Es preciso que vuelva a casa!

—Volverás —prometió Antef, ceñudamente—. Dime lo que debo hacer.

—Ve inmediatamente a la Casa de la Vida, esta misma noche. Déjame la amapola, prometo no beberla toda. —El brebaje comenzaba a calmarle el dolor, pero también nublaba sus pensamientos. Tuvo que luchar contra aquel efecto soporífero—. El bibliotecario tendrá preparados algunos rollos para ti. Cópialos tan rápido como puedas y no vuelvas hasta haber terminado. Yo debo ir a la tumba esta misma noche. ¿Has averiguado algo hoy?

—No. Sólo puedo decir que nadie de cuantos he visitado había oído hablar de Tbubui, Sisenet o Harmin.

—No esperaba otra cosa. —Hori sacó las piernas de la cama—. Ve a hacer lo que te he pedido, Antef, y envíame a un guardia para que me ayude. Yo quería ser más cuidadoso en mi investigación, pero se me acaba el tiempo. Debemos volver a casa cuanto antes.

Envió recado al alcalde para rechazar su invitación a un banquete de homenaje que había organizado para él, sabiendo que estaban desconcertando a aquel hombre y a su familia. Probablemente se sentirían desilusionados. Después, apoyándose en el fornido hombro de uno de sus guardias, caminó bajo los largos y ardorosos rayos rojos que lanzaba el sol poniente, y subió a su litera.

En el breve trayecto hasta la biblioteca no ocurrió nada. Los efectos de la amapola estaban en el punto más alto, pero cada sacudida de la litera al bambolearse disparaba una puñalada de tormento por sus órganos vitales. Logró intercambiar unas pocas palabras con el bibliotecario y luego se adormeció, permitiendo que sus portadores siguieran la litera del sacerdote. El tiempo parecía más fluido, menos mensurable. Tenía la sensación de que le transportaban desde hacia muchas horas, de que sus sueños se fundían en la realidad del calor y el movimiento de un presente eterno. Pero al fin depositaron la litera en el suelo y Hori descorrió la cortina y vio que el soldado aguardaba para ayudarle. La necrópolis de Coptos era como un Saqqara en miniatura, una árida meseta arenosa salpicada de pequeñas pirámides, montículos, columnas rotas y carreteras semisepultadas que conducían a la nada. El bibliotecario, con buen tino, no hizo ningún comentario sobre el estado de su huésped. Le condujo hasta un montón de tierra oscura y húmeda, donde tres simples peldaños conducían a una puerta de piedra medio sumergida. Las sombras del atardecer se habían ya acumulado a su alrededor, como pidiendo que las dejaran entrar. Hori se estremeció, pese a la forzada abstracción que le imponía su estado.

Aguardó, apoyándose en el soldado y observando a la luz de la antorcha que un esclavo sostenía cerca, mientras el bibliotecario se inclinaba hacia el circulo de barro y cera que pegaba el cordón anudado de ritual a sus ganchos metálicos. De repente lanzó una exclamación y se volvió hacia Hori.

—Desde luego, éste es el sello que yo mismo puse cuando inspeccioné la tumba por última vez —dijo—, pero lo han roto. Mira.

Hori miró el sello que el hombre le mostraba en la palma de su mano. La mitad se había desprendido y el cordón pendía precariamente de uno de los ganchos. Con un leve tirón, la cuerda se desprendió del todo y cayó a sus pies.

—Alguien ha violado la entrada —añadió, ásperamente—. El capataz de los obreros me dijo que la arena era muy liviana y que no había sido apisonada, pero no le di importancia. Ahora…

Apoyó el hombro contra la puerta y la hizo girar hacia adentro, con un leve gruñido. «La tierra que cubría los escalones no me llegaría a las rodillas", pensó Hori, distraído. "¿Sería posible que un hombre, una cosa, cavara hacia arriba y luego la empujara a su sitio? Mi querido bibliotecario teme que alguien violó la salida y no la entrada." Dominó el deseo de estallar en una loca carcajada. "Las leyes de Maát han sido abolidas", pensó. "Ahora habitamos un mundo en donde todo puede suceder. Absolutamente todo.» Siguió al bibliotecario y al esclavo a la estrecha oscuridad interior.

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