La tumba no era grande. Se componía de un único cuarto, en cuyo centro se alzaba una plataforma, sobre la que descansaba el ataúd. La antorcha se encendió en una momentánea llamarada y volvió a asentarse. Hori miró a su alrededor, mareado por el dolor y los efectos de la amapola. «Agua", pensó de inmediato. "Agua y más agua. ¿Dónde estás, Amón? ¿Dónde está tu clemencia, Thot? Oh, mi pobre familia, mi padre, la pequeña Sherita, mi madre, honorable y buena… ¿Qué hemos hecho para merecer esto?» Las paredes parecían ondular con el lento rizarse del sereno Nilo en las tardes calurosas y soñolientas. Agua bajo los pies del joven, agua bajo su diván, agua en la que jugaban los muchos mandriles pintados, agua en su taza, cayendo sobre su blanco regazo, brotando de su boca, chorreando de su negro cabello.
El bibliotecario había corrido a acercarse a la plataforma para echar un vistazo al sarcófago. «No te molestes", pensó Hori, fatigado. »El cuerpo no está aquí. Está en Menfis. Sonríe y frunce el ceño, simula dormir y busca el sol para calentar su cuerpo helado. Abraza a Sheritra… hace el amor con Sheritra…
—¡Esto es horrible! —se lamentó el sacerdote—. ¡El cadáver ha desaparecido! ¿Qué mal nacido puede robar un cadáver principesco? ¿Y para qué? ¡Te aseguro, Alteza, que se abrirá una investigación!
Hori avanzó hacia el estrado, tambaleándose. Incluso contra su voluntad, era preciso verlo con sus propios ojos. Hizo un esfuerzo para rodear la tapa de piedra y se inclinó por el borde del sarcófago. Estaba vacío, desde luego, y en ese momento una lanza de fuego le perforó la cabeza. Cayó hacia atrás, dando un grito. El soldado le sujetó.
—¡No quiero morir! —gritó, acurrucándose entre los brazos del soldado. El sonido de su terror levantó ecos en las oscuras paredes y regresó a él, centuplicado.
El guardia no vaciló. Hori sintió que le llevaba en vilo a la litera. El bibliotecario corrió a mirarle. Hori se apretó las sienes, gimiendo levemente, recobrando en parte el dominio de si. Miró al sacerdote con los ojos nublados por lágrimas de dolor.
—Mi escriba te pagará el trabajo de los obreros —prometió, con lengua torpe—. Te agradezco tu tacto y tu ayuda. Adiós. Vuelve a sellar este maldito lugar y no inicies la investigación. Sería infructuosa.
El hombre se inclinó, evidentemente perplejo. Hori, jadeando, dio una orden a los portadores y luego se dejó caer hacia atrás, sucumbiendo a la angustia. «Volveré a casa",juró, febrilmente. "Papá tiene que ver mis pruebas. ¡Pero no quiero morir! ¡Todavía no! Aún no he terminado mi tumba, aún no he sido amado. ¡Thot! ¡Aún no he sido amado!»
No recordaba haber regresado a la casa del alcalde ni a su cama. Recobró la conciencia mucho después, sólo por un momento, cuando la habitación ya estaba oscura. Una lámpara nocturna ardía junto a su diván, pero su pequeña llama no lograba atravesar la oscuridad de la medianoche. Despertó pensando: «Esto lo hiciste tú, padre. Tú pronunciaste el encantamiento sin saberlo y desataste contra nosotros estas abominaciones. El Pergamino de Thot es real. Descansa en Menfis, cosido a la mano de alguien que no tiene la menor importancia, pero ya ha cumplido con su función».
Buscó a tientas la taza de amapola, junto a la cabecera de su cama, y la bebió toda. De pronto apareció ante él una cara extraña, blanca y joven.
—¿Necesitas algo, Alteza? —preguntó.
Hori reconoció a uno de los esclavos del alcalde, que había designado para cuidar de él.
—No —respondió. Ya se le estaban cerrando los ojos—. Despiértame cuando vuelva Antef.
Le mecía la rítmica marea de su tormento, arrojándole de un lado a otro, sin que tuviera otra alternativa que entregarse. Bajo aquel oleaje acechaba la cara de Tbubui, con una sabia sonrisa, perversa, de modo que los paroxismos de dolor eran también paroxismos de lujuria. Y Hori se entregaba a la locura.
Cuando volvió a abrir los ojos le saludaron la luz plena del día y un calor aplastante. Antef estaba allí, con una mano contra la frente. Hori parpadeó hasta centrar la vista. Su amigo parecía exhausto.
—¿Has terminado? —murmuró.
Antef asintió con la cabeza.
—Sí, Alteza. Con todo. He estado ausente dos días, pero ya podemos volver a casa.
Sintió unas lágrimas de alivio. Indicó a su amigo que se acercara.
—La tumba estaba vacía, Antef —graznó—. Se me acaba el tiempo. Sheritra… Pequeño Sol…
—La barcaza te espera, príncipe —le tranquilizó Antef—. He ordenado que te preparen una cama en la cabina. No temas, llegarás a tu casa.
—Te quiero, Antef —dijo Hori con una voz que era apenas una exhalación entre sus labios resquebrajados—. Eres mi hermano.
—Calla, príncipe —le amonestó el joven—. Ahorra tus fuerzas. He hablado con el alcalde, todo está bien.
La amapola empezaba a perder potencia. Hori sabía que sus efectos irían en creciente disminución y a medida que se acercaran a Menfis necesitaría cada vez más. «No soy bastante fuerte para soportar esto", pensó, forcejeando para levantarse. Antef y un guardia le ayudaron. "En el fondo soy un cobarde.» Sus pensamientos se perdieron en la incoherencia. Se dejó transportar a la barcaza y acomodar en la cama instalada en la cabina. Antef le dio más amapola. Acostado, sintiéndose deslumbrado, oyó la bendita voz familiar de su capitán, que daba la orden de soltar amarras.
—No he podido dar las gracias al alcalde —murmuró.
—Yo lo hice por ti, Hori —le tranquilizó su compañero—. Duerme, si puedes.
—Coptos es un lugar terrible —susurró el príncipe—. Demasiado calor, demasiada luz sin diluir. Qué soledad, Antef. Qué insoportable soledad.
Vulnerable…, insoportable… Tbubui le sorbió la palabra de la boca. Podía verla mascar el vocablo con aire reflexivo; luego se la tragó y le dedicó una sonrisa de solidaridad. «Insoportable", repitió. "Mi pobre y bello Hori. Sangre joven y caliente…, tan caliente… Ven a hacerme el amor. Caliéntame, Hori, caliéntame.»
Cuando volvió a despertar, Coptos estaba ya muy atrás. Antef cambió de posición a su lado y le acercó una taza a la boca.
—Tengo fuego en la cabeza —dijo Hori— y siento las entrañas como si ya me las hubieran reducido a cenizas. ¿Qué me das?
—Sopa —le dijo Antef—. Trata de retenerla, príncipe. Necesitas alimento.
—¿Dónde están los rollos? —exclamó el príncipe, tratando de incorporarse.
Su amigo le retuvo con suavidad.
—Están a salvo. Bebe, Alteza. Ya ha comenzado la Inundación y la corriente es algo más rápida que antes, eso facilita la tarea a los remeros. Estaremos en casa en menos tiempo del que tardamos en llegar a Coptos.
Hori bebió, obedientemente. Su estómago se rebeló de inmediato, pero logró retener el caldo. Lo sentía dentro de él, cálido y consolador.
—Quiero sentarme en la silla —dijo a Antef—. Ayúdame.
Se sentó y la cabeza dejó poco a poco de darle vueltas. Dedicó una débil sonrisa a su amigo.
—No puedo luchar contra la magia de cientos de años —dijo, con un rastro de humor—, pero la sangre real debe servir de algo, Antef. ¿Queda suficiente amapola?
—Sí, Alteza —respondió gravemente—. Queda más que suficiente.
El Señor de la Verdad abomina de la mentira:
cuídate, pues, de jurar en falso,
que quien pronuncie una mentira será derribado.
Al desembarcar del esquife, Sheritra aspiró hondo y echó a andar por el serpenteante camino bordeado de palmeras. El día era sofocante, pero ella no prestaba atención a las incomodidades. No había dado descanso a su padre en aquellos días, abordándole a la menor oportunidad, y, finalmente, su persistencia había triunfado; aquella mañana había accedido él, por fin, a autorizar su compromiso. Extrañamente, Khaemuast había capitulado al decirle ella adónde había ido Hori. Sheritra tenía la sensación de que no le preocupaba mucho la desaparición de su hijo; como le había prohibido participar en las reuniones familiares, no le hechó de menos en varios días. Pero al cuarto día empezó a hacer preguntas y Sheritra esperó, con el corazón en la boca, respetando su promesa de aguardar toda una semana antes de revelar el paradero de su hermano. Los sirvientes de Hori no podían arrojar ninguna luz sobre su desaparición. Khaemuast llegó a interrogar a Tbubui, durante un almuerzo, pero ella respondió afirmando que lo desconocía.
No obtuvo noticias hasta el séptimo día, en que Sheritra se presentó a él, trepidante, para confesarle que Hori se había embarcado hacia Coptos en busca de la verdad.
—Está decidido a ennegrecer el nombre de Tbubui —rugió Khaemuast—. Ha corrompido a Ptah-Seankh y, como eso no dio resultado, ahora incuba otra intriga. Sé ya que un amor no correspondido puede arruinar un carácter generoso, pero este rencor… —Se dominó con esfuerzo y cuando volvió a hablar lo hizo en voz más baja—. Este rencor no tiene cabida en el Hori que yo creía conocer.
—Tal vez no se trata de rencor —se atrevió Sheritra a argumentar—. Tal vez Hori no ha cambiado en absoluto y sólo trata desesperadamente de hacerte ver algo que tú preferirías mil veces pasar por alto, padre.
—¿Tú también te vuelves contra mi, Pequeño Sol? —contraatacó él, entristecido.
—¡No, padre! Y tampoco Hori. Escúchale, por favor, cuando vuelva. Él te quiere, no desea hacerte daño y sufre horriblemente porque nos rechazas a los dos.
—¡Oh!, con que sabes eso, ¿eh? —Khaemuast frunció el entrecejo—. Era una precaución por si moría antes de tiempo, Sheritra, nada más. Si te casas antes de que yo muera, tendrás tu dote, desde luego.
«Pero Hori no puede reclamar su herencia", pensó Sheritra. "Nunca más.» No era buen momento para enojar a su padre más de lo que estaba, pero aprovechó la oportunidad que él le había dado.
—Quiero casarme mucho antes —se apresuró a decir—. Accede a lo que te suplico, padre, y prométeme a Harmin. Por ser princesa, me corresponde a mí hacer la propuesta, en vez de ser a la inversa. Y si tú no das tu permiso, tendremos que esperar eternamente.
En esa ocasión, él no la desoyó. La escrutó unos segundos y asintió bruscamente, para sorpresa y deleite de la muchacha.
—Muy bien. Puedes ir en busca de Harmin y proponerle casamiento. He perdido a un hijo y comienzo a pensar que Harmin puede reemplazar a Hori. Ese joven me gusta, al menos, es leal a su familia. —Sonrió ligeramente—. Leo la incredulidad en tu cara, Sheritra, pero puedes creerme. Lo digo en serio. Ve con Harmin.
No era incredulidad lo que su padre había visto, se dijo ella, cuando la casa surgió ante su vista. Era una punzada de frío espanto el oírle hablar así de Hori. «Nadie puede reparar ese daño. Me siento culpable por regodearme en mi placer, mientras Hori es tan infeliz, y también mamá a su modo.»
No tuvo que ir muy lejos para hallar a Harmin. Estaba tumbado bajo un árbol, en su jardín, con una jarra de cerveza vacía al lado. Uno de los sirvientes negros permanecía de pie bajo una palmera, a poca distancia. Sheritra hizo señas a Bakmut para que esperara y apretó el paso por la hierba reseca, con una sonrisa de expectación. «Qué tentador está", pensó. "Qué delicioso, tendido de espaldas en la esterilla, con el pelo negro desparramado sobre el almohadón, un brazo cruzado sobre el pecho tan amplio, las fuertes piernas abiertas… »
Él se incorporó a medias y Sheritra se inclinó para besarle en la boca. Estaba enrojecido por el calor y tenía los labios secos. Se apartó de ella y acabó de sentarse.
—¡Oh, Harmin, te añoro mucho! —protestó ella—. Ya sé que conversamos ayer, cuando fuiste a visitar a tu madre, pero fue muy poco tiempo y parecías preocupado. Vivo desesperada por pasar unos minutos a solas contigo.
—Pues aquí estoy —dijo él, sin devolverle la sonrisa—. Hubiera preferido que esperaras al atardecer para visitarme, Sheritra. Anoche no he dormido bien y estoy intentando recuperar el sueño.
Se veía cansado y el desencanto que le produjeron sus palabras dio paso a la preocupación. Estaba legañoso y tenía sus finos párpados hinchados. Ella le tocó la cara y vaciló.
—No quería ser tan atrevida —se disculpó—. Es que tengo buenas noticias, Harmim. Papá ha accedido por fin a nuestro compromiso.
Entonces él sonrió, pero su expresión no era libre y alegre.
—Si me hubieras traído esa información una semana antes, mi regocijo habría sido enorme —dijo, sombríamente, buscando a tientas la taza que estaba junto a su codo—. Pero ahora no estoy seguro de querer comprometerme con una mujer que no me ama ni confía en mi.
No la miraba a los ojos. Apuró el contenido de la taza mientras Sheritra le observaba entre una nube de desconcierto.
—¡Harmin! —exclamó, al cabo de un momento—. ¿Qué estás diciendo? ¡Tú me enseñaste a confiar! ¡Me enseñaste a amar! ¡Te adoro con todo mi corazón! ¿De qué hablas?
Él lanzó la taza a los arbustos y contestó con una voz fría y rencorosa.
—¿Niegas que has estado conspirando con Hori de la manera más despreciable, para desacreditamos a mi madre y a mí?
—¡No es una conspiración, Harmin! Yo…
Él soltó un resoplido.
—Se te ve en la cara la culpabilidad, Alteza. Mi madre me dijo que Hori había ido a Coptos para tratar de destruirla. Fue humillante enterarme de eso por ella y no por ti. No se te ocurrió venir a contármelo, ¿verdad? ¡No, por supuesto! Yo no te importo tanto como él.
Fue como si la hubiera golpeado.
—¿Cómo sabe ella dónde estaba Hori?
—Se lo encontró junto al embarcadero, la mañana en que se iba y él mismo se lo dijo. Y ella le suplicó, bañada en lágrimas, ¡en lágrimas!, que cesara en esa vengativa persecución, tan injusta e inútil. Pero él no quiso escucharla. ¡Y tú! —añadió desdeñosamente—. Sabías adónde iba tu hermano y sabias por qué, pero no me dijiste nada.
—¿De dónde sacas que yo lo sabía? —Sheritra trató de desafiarle, pero no podía rechazar su acusación y sus palabras sonaron débiles. Era inútil tratar de explicarle sin ofenderle que, para decirselo, habría sido preciso revelarle lo que ella pensaba de Tbubui. Y ése no era el único motivo. Hori le había recomendado que no insistiera en su compromiso hasta que regresara. No sabia si Harmin ayudaba o no a su madre a engañar a Khaemuast y, por lo tanto, a Sheritra.
—Él te lo dice todo —manifestó Harmin, con petulancia—. Compartes más cosas con él que conmigo. Estoy profundamente dolido, Sheritra. Primero, porque has preferido ocultarme ese secreto y segundo, porque has podido imaginar que mi madre o yo éramos capaces de simular tan enorme mentira contra tu familia.