Se ha agachado. Ay, los versos de Alberti, que tan bien recitaba Papá.
Una mulata
dos pitones en punta
bajo la bata.
En punta y hacia el cielo, blusa mojada, pechos palpitantes. La falda abierta a un camino indescriptible de sueños, amenazante y risueño, joven y retador.
—No tiene usted nada de importancia, señor marqués.
—¿Sabes quién soy?
—Lo tengo que saber, porque usted es el patrón de mi padre. Soy hija de Lucas, el guarda del Sotillo. Mi nombre es Marisol.
—Me duele mucho la rodilla, Marisol.
—Una rodilla siempre se cura, señor marqués. Peor sería que le doliera el alma, o la vida, o los sueños.
—¿Sabes que eres maravillosa?
—Lo único que sé es que tengo dieciocho años. Póngase cómodo, señor marqués, que voy a dar aviso a mi padre.
Estoy en la cama. Se ha suspendido la tirada de gansos. Me duele la rodilla y no puedo dormir.
Tengo a Marisol en la frente, que es la piel del pensamiento. Algo me ha nacido a los sesenta y un años que jamás sospeché que tuviera, dormido, tan adentro. No se lo voy a contar a Mamá. Me parece imposible, pero estoy feliz con mi dolor. No el de la rodilla, que es soportable. Me refiero al dolor del alma, o de la vida, o de los sueños.
Mamá me ha sorprendido de golpe, sin conceder permiso a mi reacción.
—Susú, tienes que hacerte el retrato para la galería de los Sotoancho. Mañana al mediodía viene el pintor. Es muy bueno y pinta con el estilo de Murillo. Se llama Corrales. Ponte el uniforme de maestrante, y no te muevas mucho, que los artistas son bastante maniáticos.
En efecto, en la galería que da a la recoleta de los magnolios está el museo de pintura de la familia. Los que entienden dicen que hay retratos bastante buenos, firmados por Madrazo, Sorolla, Sotomayor, y así hasta siete. El octavo soy yo. Mis antepasados fueron muy aficionados a la pintura. A mi padre le gustaba más la poesía. La poesía y el campo. Se ponía muy pesado con Villalón y Luna. Papá se moría de andaluz, que es una muerte la mar de buena. En voz alta, aguardentosa de alcohol y de rocíos, le recuerdo en el corredor recitando los versos de Pemán.
En el pueblo, unos reflejos
de sol que se va. Unos dejos
de amarguras en las almas.
Y muy lejos, entre palmas
un fandanguillo… muy lejos.
Mi padre se hizo el retrato vestido de lo que era. Jinete y campo. A mí, la verdad, lo mismo me da posar de maestrante que de montero, con knikers y escopeta que con traje de calle. Pero a Mamá le gusta lo del uniforme, y yo no voy a disgustarla por tan poquita cosa.
—Tomás, prepárame para mañana el uniforme de maestrante.
—Le advierto, señor marqués, que la boda de la duquesa de Montoro se celebró hace tres meses.
—No voy a ninguna boda, Tomás. Mañana tengo que retratarme para la posteridad.
—Pues el uniforme le va a quedar estrecho, porque ha echado tripilla, señor marqués.
—Y tú estás completamente calvo, Tomás.
—Pero en mi peso de siempre, señor marqués.
Lleva Tomás una temporadita de insolencias.
Peor para él. Lo importante es el retrato, que lo pinte bien Corrales, que me deje para siempre en mi sitio, que no desentone en la galería.
—Su uniforme de portero del Circo Price, señor marqués.
Lo ha depositado Tomás sobre la cama. No he respondido a su impertinencia, consecuencia directa de la superada lucha de clases.
Me está un poco estrechito, ésa es la verdad. Pero no puedo humillarme ante Tomás.
—Si lo desea el señor marqués, puedo pedir para mañana una bombona de oxígeno, para que pueda respirar mientras posa.
Toda esa acidez por un pequeño desacuerdo salarial. La patronal —yo-, no puede acceder a todas las reivindicaciones de la insaciable masa laboral —Tomás-. Mañana estará mejor.
He dormido poco y desayunado mal. Apenas un café con leche. Me he puesto el uniforme de maestrante y he acudido, de esa guisa, a saludar a Mamá.
—Estás de dulce, Susú.
A las doce en punto, ha llegado Corrales, el artista. Muy obsequioso en el saludo y bastante sucio. Melena gris y olor a cuarto cerrado.
—Huele usted a cuarto cerrado, Corrales —le he dicho de sopetón. Ni un comentario a mi indirecta.
Corrales ha elegido la biblioteca para pintarme. Siento un achuchón de ahogo, un aviso de falta de aire. Tomás sigue de cerca los preparativos. Lienzo en el caballete. Paleta dispuesta.
Un golpe de melena y nevada de caspilla. Tomás ha pasado la aspiradora. Un guarro, este Corrales. La sesión ha durado hasta las dos y media.
—Señor marqués, la señora marquesa le informa que le espera en el comedor.
El artista se ha despedido hasta mañana. Me he quitado el uniforme con alivio y, vestido de conde inglés sencillo, me he presentado ante Mamá.
—El retrato va bien, Mamá, y me está sacando muy parecido.
—Eres mi Thyssen, Susú.
Y lo ha dicho con tanto orgullo que me ha entrado un escalofrío de sensibilidad. Y aquí estoy, comiendo unos huevos e inmerso en el arte.
Vengo de ver a Perona, el director del banco, y no puedo decir que acompañado de un ánimo optimista. Entre los dos hemos calculado la nueva valoración del patrimonio de casa, y el resultado ha sido estremecedor. Sólo noventa y siete millones de euros, pico arriba pico abajo. Perona ha intentado convencerme de que tenemos lo mismo que antes, pero a mí, como a Mamá, nos gustan las hileras con muchos ceros. A mi bisabuelo, los noventa y siete millones de euros le parecerían muy bien, pero aquella gente estaba acostumbrada a las cifras modestas.
De todas formas, mi deber de hijo se impone a cualquier consideración deprimente y me he visto obligado a informarle a Mamá. Está radiante. No pasan los años por ella y mantiene lo que el poeta lituano Valdemaras Arturas destacó de una señora de por allí: «Firme y radiante como la roca que brilla con el rocío de las olas.»Lo recuerdo textualmente porque me impresionó cuando lo leí por primera vez. Lo que no sospechaba Valdemaras Arturas es que una mujer firme y radiante como la roca que brilla con el rocío de las olas iba a tener que sobreponerse a una noticia tan escalofriante como la que yo me disponía a transmitirle.
—Mamá. Tranquila ante todo. Saldremos de ésta con la ayuda de Dios. Pero Sólo tenemos noventa y siete millones. Me lo acaba de comunicar Perona.
Mamá encaja los golpes bajos de la vida con una serenidad sólo al alcance de los santos con poco carácter. Advertí en ella la emoción por un leve temblor de su mentón. Que a los ochenta y siete años le digan a una mujer de su condición que su fortuna personal no llega a los cien millones, es muy duro.
—Lo primero que tenemos que hacer, Susú, es reducir los gastos y adaptar nuestro nivel de vida a la nueva situación de penuria. Informa al personal que los sueldos quedan congelados. Quizá sea conveniente vender algo.
—Perona me ha dicho que no tenemos de qué preocuparnos. Que más o menos, estamos como antes. Pero que nos olvidemos de vender un caballo por dieciséis millones de pesetas. Que a partir de ahora, sólo nos darán cien mil por él.
—Pues dile de mi parte a ese Perona que, o se explica mejor, o nos llevamos lo poco que nos queda a otro banco.
—Es muy extraño este Perona, Mamá. Porque mientras me decía estas cosas tan horribles, sonreía con una tranquilidad pasmosa.
—Resentimiento social, Susú. Nada le gusta más a un director de banco que informar a un cliente de su situación de ruina.
—Tendría que ser al revés, porque al banco le viene mejor que tengamos miles de millones que apenas unas decenitas.
—A partir de ahora, Susú, tenemos que procurar que todo lo que compremos sea español. Se acabó el derroche. No fumes delante de mí, que te estás matando. Fumas demasiado, Susú. Te lo he prohibido terminantemente, pero ya veo el caso que me haces.
—Es por los nervios, Mamá.
—Los hombres no se dejan llevar por los nervios. Los hombres reaccionan ante las adversidades. Apaga el cigarrillo inmediatamente, limpia el cenicero y dile a tu mayordomo que de su subida de sueldo, tararí que te vi. Y ánimo, hijo. Saldremos de ésta. Peor estuvimos durante la guerra, y mira si salimos.
Estaba Tomás limpiando mis botos.
Gus
a su lado. ¡Qué suerte ser perro y no sufrir con las malas noticias económicas! Los saltos y lametones de siempre. Tomás, intuitivo, como de costumbre.
—Tiene mala cara, señor marqués.
—Estamos casi arruinados, Tomás. Tengo que pedirte un pequeño sacrificio. Hasta que no se vea cómo va lo de Europa, no es posible subirte el sueldo.
La mirada de Tomás, durante un segundo, ha sido terrorífica. Tiene que entenderlo. Ha dejado un boto sin limpiar y ha estado a punto de decirme algo. Se ha callado, me ha dado la espalda y se ha encaminado al jardín.
Cómo habrá sido la mirada de Tomás, que hasta
Gus,
que le adora, le ha gruñido.
Me saqué el carné de conducir recién cumplidos los veintisiete años, que es la edad idónea para tal menester. Mi profesor fue Manolo, uno de los chóferes de casa, que también herraba a los caballos y ayudaba a misa. Un hombre completo, no del Renacimiento, pero muy avisado para aprender artes y oficios. Estructura de acero y un gran dominio sobre el dolor. Mi padre se lo trajo un verano que fue a San Sebastián a pasar unos días con los Urquijo. Era el chófer de la vizcondesa de Iturrioz y acababa de protagonizar un hecho heroico. Viajaba con su antigua señora de Madrid a San Sebastián, cuando a la altura de Lerma —quizá Pancorbo-, una avispa le picó en sus partes. Figúrense lo que duele el picotazo de una avispa en las partes de uno. Manolo, claro está, no podía informar a la vizcondesa del motivo de sus alaridos, y procedió a cantar para desahogarse. Se mantuvo en el volante como un titán, y cuando llegaron a Villa Iturrioz, en la falda de Igueldo, Manolo seguía cantando desaforadamente. Fue despedido por la vizcondesa que, ajena a la verdad, consideró que su chófer bebía demasiado. Entonces Papá, que supo de los pormenores del asunto por un camarero del Bar Pepe, le contrató.
Me enseñó a conducir, pero llevaba tantos años sin hacerlo, que casi se me había olvidado. Aprovechando que tenía que darme una vuelta por la cercana localidad de San Juan de los Azahares, ni corto ni perezoso, me subí a uno de los Land Rover de la casa, puse el coche en marcha y enfilé la salida de La Jaralera entre el asombro del peonío y el espanto de Mamá.
—¡Que te vas a matar, Susú!
Pero ya estaba en la carretera comarcal.
Bien hasta San Juan de los Azahares. Mal en la plaza del Ayuntamiento de San Juan de los Azahares. Explico el cambio experimentado. Al llegar a la plaza tenía que aparcar. Manolo me había enseñado todo, menos aparcar entre dos coches y en un espacio angosto. En La Jaralera aparcaba donde quería y él se llevaba el coche al garaje.
Me puso nervioso el conductor de una camioneta que empezó a tocar la bocina insistentemente. Un socialista, probablemente. Con los nervios metí la primera marcha y puse rumbo al lugar del aparcamiento, pero lo hice a excesiva velocidad. Cuando frené ya me había cargado un morillo de la acera. Corro de curiosos y comentarios de todos los gustos:
—A un viejo con esa cara hay que retirarle el carné —comentó el más amable de los reunidos. Al fin llegó el guardia municipal, que reconocí como Perico
el Piernas,
que trabajó en casa en varias vendimias.
—Señor marqués, no tengo más remedio que imponerle una sanción.
—Lo que tú digas, Perico —le dije amistosamente.
—No me llame Perico en público, señor marqués. Lo correcto es señor guardia o señor agente.
—Lo que usted ordene, señor agente.
—Pues son cinco mil pesetas, señor marqués.
—Ahora mismito se las pago, señor guardia.
Siempre me ha gustado colaborar con la autoridad competente.
En mi cartera, sólo billetes de diez mil pesetas.
—Tenga, señor agente, no tengo suelto.
—Ni yo cambio, señor marqués.
—Pudiera ser que alguno de esos taxistas…
—Los taxistas nunca tienen cambio, señor marqués. Se nota que no los utiliza mucho.
La situación era más que comprometida. Un guardia me había impuesto una multa; yo estaba dispuesto a pagarla en «efe» y por «adela», o sea, en efectivo y por adelantado.
El guardia se resistía a cambiar el billete que yo le entregaba y el corro de curiosos aumentaba peligrosamente. Estaba claro que no iba a ser yo el que se sometiera a bajar del coche y acudir a un bar en busca de cambio. Sólo quedaba una solución.
—Un momento, señor agente —le anuncié a Perico
el Piernas.
Arranqué el coche, puse la marcha atrás, y pisé con mimo el acelerador. Cuando estaba a tres metros del sitio previamente abandonado, metí la primera, embragué hasta el fondo, pegué un acelerón monumental y me cargué otro morillo.
Si un morillo eran cinco mil, dos morillos serían diez mil.
—Tome, señor agente. Ya no hace falta cambiarlo —le dije a Perico mientras le depositaba en la mano el billete azulón.
De vuelta a casa, el guarda de la puerta me hizo ver lo que ya sabía:
—Señor marqués, no tiene ni faros, ni parachoques. Tendría que haber cogido otro coche.
No hice comentarios. Saludé a Mamá, que estaba viendo
Ben Hur
con don Ignacio.
—¿Has tenido algún contratiempo, Susú?
—Ninguno, Mamá. Conduzco divinamente.
La verdad es que a veces, tengo unas salidas tronchantes.
Ha ingresado Tomás en mis aposentos con una palidez facial alarmante. La piel, blanca y transparente, como una quisquilla. El tono de su voz más apagado que de costumbre y una predisposición al telele nada desdeñable.
—Está abajo, señor marqués.
He intentado calmar su angustia con una pregunta despreocupada, aunque llena de intención.
—¿Quién está abajo, Tomás? —Temblor en el mentón del menestral.
—Su fallida prometida, doña Olimpia de Bolka-Romanov. —Me he quedado de una pieza, sin sangre.
Confiaba en el paso del tiempo, en la amnistía que otorga el ayer vencido. Comprendo el estado de nervios de Tomás, siempre fiel y leal a su señor. He intentado incorporarme del sillón, pero las piernas no me han respondido. Parálisis momentánea. De niño leí un libro de Alexander Lake sobre la caza en África, muy interesante. En un capítulo narraba un episodio que me impactó. Un viejo mandril andaba de querencias y conquistas con una joven hembra, no del todo convencida. El mandril, en un momento dado, recapacitó y pensó en el ridículo que estaba protagonizando. Recordó que la dignidad de los mandriles establece un límite de zalemas y añagazas admisibles. Dejó de perseguir a la hembra y se sentó en la sombra, bajo un baobab. La hembra, al sentirse libre del acoso, se lo tomó muy mal y se fue a otro árbol llena de resentimiento. Al cabo de dos días, el mandril se hallaba en su territorio comiendo una papaya de Tanganyka cuando la hembra, inesperadamente, se presentó ante él. Se ofrecía descaradamente. El mandril no pudo reaccionar y quedó paralizado, quizá del susto. Un temblor en los muslos le impedía el movimiento, y así estuvo hasta que la hembra, harta de esperar, escupió en su rostro, se orinó en sus pies y se marchó definitivamente. Evoco ese lance porque al oír a Tomás el nombre de Olimpia, mis muslos han reaccionado como los del referido, y posiblemente difunto, mandril.