Ahí está su libro para salvarse. Tiene la humildad de persistir en su debilidad momentánea, la única de su vida, la solitaria mancha de un alma que parece lavada por el mejor detergente. Se me han saltado las lágrimas cuando lo he visto, pero en su recuerdo y memoria me he superado. Todo menos llorar. Eso es cosa de los pobres y del servicio.
Su cuarto vacío. Su cama esperándola. Me he sentado en ella para tenerla más cerca, más viva, más abrazada. Abajo me esperan los policías para agilizar las pesquisas. He dejado resbalar mis manos sobre la almohada, y a punto he estado de romper mi promesa. Una riada de lágrimas se ha detenido en mis ojos. Duelen las lágrimas cuando se lloran hacia dentro. Con mi dolor, bajo la escalera y le ordeno a Tomás que informe a los policías que el marqués de Sotoancho está a su plena disposición.
Segunda mañana sin Mamá en La Jaralera. La Policía y la Guardia Civil me han dado precisas instrucciones. Estamos todos a la espera del primer contacto con los secuestradores. Ha llamado Perona para confirmarme que tiene preparados los trescientos millones de pesetas en billetes viejos, y que en otra bolsa, por si las moscas, ha asentado los restantes doscientos millones. La Guardia Civil vigila la casa, y los periodistas se han plantado en la puerta principal de La Jaralera. Muchas cámaras de televisión, según me informa el guarda. Pero no pasa nadie.
Tomás se ha dejado vencer por los sentimientos y ha abandonado, de momento, sus malos humores.
—Con su falta, he comprendido lo mucho que quiero a la señora marquesa viuda, señor.
—A mí no me hacía falta esta prueba, Tomás.
Me han servido la comida en una bandeja, en el despacho. No puedo enfrentarme a la soledad del comedor, con la cabecera de mesa de Mamá —provincia de Cádiz— vacía. También pienso en don Ignacio y en Flora, que al fin y al cabo, sufren las consecuencias de su lealtad. Tomás ha ingresado en el despacho con una carta.
—Señor, ha llegado esta carta. No hemos informado de ello a las Fuerzas de Seguridad. Carece de remite.
Con la mano derecha he agarrado el sobre misterioso. La letra, bastante brusca de rasgos, traza mi nombre y mi dirección. No creo que sea de los secuestradores, porque los delincuentes de esa calaña no acostumbran a dar ningún tipo de tratamiento protocolario, y la carta está dirigida al «Ilustrísimo señor Marqués de Sotoancho». Será de Gutiérrez, el director general jubilado, agradeciendo mi presencia en su homenaje y mi contribución a la placa de recuerdo.
No. No es de Gutiérrez. Extraño contenido. Un papel con un mensaje y una localidad para el partido de fútbol del próximo domingo, que jugarán el Sevilla contra el Logroñés. La localidad no es muy buena. «Puerta 6, Grada Alta 8, Fila 22, Asiento 97». Nunca me ha gustado el fútbol, y aunque me tira más el Sevilla que el Betis, jamás habría asistido a su encuentro contra el Logrones. Pero el papel adjunto lo indica todo.
Si quiere volver a ver a su señora madre, al sacerdote gordo y a la empleada atractiva, acuda el próximo domingo al estadio Sánchez Pizjuán. Se presentará solo. Con una gorra y una bufanda con los colores del Sevilla. Allí recibirá las oportunas instrucciones. Firmado. Comando Algarrobo. ¡Viva el Reparto equitativo! HCJ.
—Tomás, ¿nadie conoce la existencia de esta carta?
—Sólo usted y yo, señor marqués. Estaba en el buzón con el resto del correo, y yo soy el encargado de recoger la correspondencia.
—Ni una palabra, Tomás. A propósito, date una vuelta por Sevilla y cómprame una bufanda y una gorra de forofo del Sevilla.
—¿Va a ir al fútbol, señor marqués?
—Sí, Tomás. Para distraerme.
—Yo no puedo comprar nada del Sevilla, señor. Soy del Betis.
—El aumento de sueldo podría alcanzar las treinta y cinco mil pesetas por mes, Tomás.
—Le compraré lo que usted me pida, señor. Tengo un amigo que es de la Peña Biri-Biri y podrá facilitarme tan espeluznantes prendas.
—Gracias, Tomás. No lo olvidaré. Sé lo que significa para ti adquirir distintivos sevillistas. Pero necesito desahogarme, y nada mejor que un buen partido de fútbol. Creo que el Logroñés juega con ritmo brasileño.
—Salgo para Sevilla, señor.
Gus
me sugiere un paseo. El sargento de la Guardia Civil me indica que no puedo alejarme demasiado de la casa si no me acompañan dos números. Renuncio a pasear. Me siento prisionero en mi propio hogar, y el ambiente que se respira es denso y áspero.
La anochecida, triste como el mar en un día nublado. Me he zampado tres whiskies con hielo y un calor ajeno me ha equilibrado el cuerpo.
Gus
no se ha movido de mi lado. A las diez, poco antes de la cena, ha vuelto Tomás. Con un gesto de sentida repugnancia, ha sacado de una bolsa de plástico un paquete mal envuelto.
—Ahí está, señor. Permítame que no toque esas cosas.
He desnudado de papel el paquete y me he encontrado con la gorra y la bufanda. Son, efectivamente, de la Peña Biri-Biri.
—Esconda ese horror, señor marqués.
—Yo soy del Sevilla, Tomás. Respeta mis sentimientos.
—Me estoy poniendo malo, señor.
—Y yo como una pila, por tus histerismos.
—Mañana es el partido, señor.
—Ganará el Sevilla, Tomás. Por tres a cero.
—Eso no se lo cree ni la familia de Campanal.
—Ya lo veremos, Tomás. Mañana comeré en Sevilla. Estaré aquí a eso de las ocho.
—Buenas noches, señor. Y esconda eso.
—Hasta mañana, Tomás.
Al salir hacia Sevilla me ha interrumpido el sargento.
—Tenemos que acompañarle.
—No, mi sargento. Voy al fútbol. Soy un gran aficionado al fútbol y allí se reúnen más de cincuenta mil personas. Estaré acompañadísimo. A lo más que accedo es a que me sigan para que comprueben que no les miento. Necesito unas horas de expansión, sargento, y el fútbol ayuda a olvidar las preocupaciones. A propósito, sargento. ¿Tienen alguna pista o noticia o pálpito?
—Por ahora, nada. Lo siento.
—Pues a ver si se ponen las pilas, sargento.
He arrancado el coche y el sargento se ha quedado cortadísimo. En lugar de salir por la puerta, he recorrido el carril que lleva al Acebuchal, la finca del tío Juan José. Los periodistas se han quedado sin carnaza. Efectivamente, en El Acebuchal nadie vigilaba. De ahí a la autopista, diez minutos de camino. Ya al fondo, Sevilla. Por la S-30 se llega más rápido. Que nadie me reconozca. Un tentempié junto al estadio. Gritos y bullicio. Con la gorra y la bufanda de la Peña Biri-Biri nadie ha reparado en mi personalidad. La verdad es que hay ambiente. Puedo llegar a aficionarme. Es la hora de entrar en el estadio.
Mi asiento, como me figuraba, muy alto y esquinado. No podré dominar las incursiones del extremo izquierda sin incorporarme. A mi lado, un sitio sin ocupar. Salta el Sevilla al terreno de juego. Me han contagiado mis vecinos y aplaudo rabiosamente. Comparece el Logroñés. Gran pitada. Les he gritado: «¡Fuera, fuera!», que es lo correcto.
El primer tiempo, según mi vecino de la fila anterior, ha sido malo. Nuestros chicos no han lo-grado ningún gol, y los del Logrones, en un contraataque, han sorprendido a la defensa del Sevilla y han marcado un tanto injusto, que es el que campea en el marcador. El árbitro, un cabrón con pintas, no ha pitado un penalti clarísimo contra el Logroñés. En ésas estaba, cuando ha llegado un tipo muy estirado y se ha sentado a mi lado.
—¿Cómo va el partido? —me ha preguntado muy por encima de su interés real.
—Mal. El árbitro es un desastre y no hemos podido romper su cerrojo. El gol de ellos, de chiripa.
—Entiende usted mucho de fútbol, señor marqués.
—Lo justo para saber si nos están robando el partido.
—Le traigo noticias de su madre.
—No esperaba otra cosa. ¡Mire!, ya salen los dos equipos. A ver si conseguimos empatar.
—Su madre, el sacerdote y la doncella están bien. Me han encargado que le salude de su parte. Su madre me ha dicho que «un beso muy fuerte».
—Devuélvaselo igual de fuerte. Tenemos que hablar. Han cambiado al número «10» por el «21». ¿Quién es el «21»?
—Zigovic, un yugoslavo bastante ratón del área.
—Mejor. Así tendremos más posibilidades. ¿Está mi madre bien atendida?
—Inmejorablemente, señor marqués. Disfruta de toda clase de comodidades. En cambio nosotros estamos fatal. Dormimos cuatro en el mismo cuarto.
—Les está bien empleado por secuestrar a una señora tan mayor y tan buena. No me gusta Zigovic. Es muy lento.
—Pero tiene una pierna derecha fenomenal. Hemos retenido a su madre por razones políticas. No tenemos nada contra ella. No somos terroristas.
—Como si lo fueran. ¡Huyyyy! Rozando el larguero. Mala suerte. Le exijo que me devuelvan a mi madre en un pispás.
—Estamos deseando hacerlo. Sólo le pedimos, a cambio un pellizco de su fortuna. ¿Qué son para usted quinientos millones, señor marqués?
—Lo mismo que para usted. Quinientos millones. Una barbaridad. Hay que quitar millones. Ustedes se creen que mi madre vale lo que un futbolista. Mi madre tiene ochenta y siete años, amigo mío.
—El Logroñés no sale de su área. Su madre tiene ochenta y siete años, y es una mujer íntegra y de mucho carácter. Vale mucho.
—Pero no quinientos millones. Doscientos cincuenta, sí. ¡Un petardo, Zigovic! Y el cura y Flora son de relleno. Trescientos millones y está hecho.
—Tendría que consultar con el resto del comando. El árbitro está en contra nuestra. ¡Sinvergüenza!
—Nos roba el partido, este canalla. Tengo preparados los trescientos millones. O los toma o los deja.
—De acuerdo. Vaya solo. No avise a la Policía. Nos encontraremos mañana por la mañana en la cafetería del Hotel Monasterio, en la calle Larga del Puerto de Santa María. Si a las once de la mañana usted no ha aparecido, entenderemos que ha renunciado a recuperar a su madre. ¡Joéee! Otro gol del Logroñés.
—Imposible de remontar. Mañana, poco antes de las once, en el Monasterio. De acuerdo en todo. Como le pase algo a mi madre, se acuerdan de mí. ¡Arbitro, cabrón!
—Si detectamos la presencia de un solo policía, nos vamos y allá usted. Se lo advertimos, señor marqués.
—Iré solo. ¡Fuera, fuera, fuera! Esta directiva nos lleva el equipo a Tercera División.
—Hasta mañana, señor marqués. ¡Fuera, fuera!
La vuelta a casa ha sido azarosa. La impresión de compartir la emoción de un partido de fútbol con el secuestrador de tu propia madre, hiere a la más fuerte de las resistencias. Si a ello le añadimos la parcial actuación del árbitro, entenderán mi estado de ánimo durante la conducción del retorno. Algo he ganado. Los bandidos han aceptado mi oferta y solamente soltaré trescientos millones del ala. A primerísima hora acudiré al banco para recoger la bolsa y ordenarle a Perona que vuelva a ingresar los restantes doscientos millones en la cuenta corriente.
Volante, luces y carretera. En la soledad me he acordado de Mamá. Me contaba cuentos cuando era niño. La verdad es que me contaba un solo cuento, y bastante mal. Trataba de un pastorcillo mentiroso que siempre gastaba bromas con el lobo y nadie le creía, hasta que un día llegó el lobo de verdad y se comió a todas sus ovejas. Nunca fue mi madre aficionada a los cuentos. Mi padre sí. Papá era más divertido y, sobre todo, más variado.
Cuando me aburría con el cuento del lobo cerraba los ojos y me hacía el dormido. Entonces Mamá se levantaba y se iba. Me gustaba quedarme solo en la oscuridad. No he sentido jamás el miedo nocturno de los niños. Es más, cuando las maderas del cuarto o del pasillo crujían, yo me sentía más hombre. Volante, luces y carretera. Lo mismo que al salir, me he desviado hasta El Acebuchal. El portalón abierto. Tío Juan José debe andar de amores por Sevilla o Jerez. Al fin, La Jaralera.
Un guardia civil me ha pedido la documentación. Es el colmo. Para entrar en mi casa me tengo que identificar.
—Soy el marqués de Sotoancho —le he dicho con un deje de hastío.
—Lo siento, señor. No le reconocía con esa pinta tan rara.
Algo de razón tenía, por cuanto mi aspecto con la gorra y la bufanda de la Peña Biri-Biri se sale un tanto de lo normal.
—Buenas noches, guardia.
—Que descanse, marqués.
Tomás, sonriente. Más aún, eufórico.
—¿Qué tal el partido, señor marqués?
—Un robo a mano armada. El árbitro, Tomás.
—¿Puedo tirar a la basura esas cosas que lleva?
—Haz lo que quieras con ellas, Tomás. Cenaré sólo un caldito. Mañana, el café a las ocho en punto.
—Avisé a los señores Valdegumiel. Me han dicho que todo está preparado, y que el día que usted lo desee, se firma la escritura.
—Bien, Tomás. Me ha gustado el ambiente de fútbol. Una pena lo del árbitro.
—Sí, señor, una lástima. Buenas noches.
Tomás es como un reloj. A las ocho en punto, el café. A las ocho y cuarto, el baño dispuesto. A las nueve, el coche a la puerta. La Guardia Civil, insistente. Mantienen su pretensión de seguirme.
—Voy al banco y vuelvo enseguida. No necesito protección. Es una visita habitual que nada tiene que ver con el secuestro. Ustedes a lo suyo, que es encontrar a mi madre y detener a los secuestradores.
Cuando me pongo irónico, no hay quien pueda conmigo.
Perona me esperaba. Me ha dado la bolsa de deportes con los trescientos millones de pesetas. Los hemos contado de nuevo. Son preciosos. Una pena tener que darlos. Al Puerto de Santa María, a toda pastilla. Me enorgullece mi comportamiento. Solo ante el peligro y tan tranquilo. Si mi padre me viera, no lo creería.
A las diez y media pasaba por el antiguo penal de El Puerto. Cinco minutos después, hacía mi entrada en la cafetería del Monasterio. Tres mesas ocupadas. Nadie conocido, afortunadamente.
Las once y nada. Las once y media, y menos. Las doce menos cuarto y sí. Ahí estaba el del fútbol. Venía en compañía de otro individuo, menos agradable de aspecto. Me lo presentó antes de sentarse.
—El marqués de Sotoancho, Lorenzo
el Patillas.
Nada que oponer al apodo. Lorenzo no podía tener otro mote que no fuera el Patillas. Las de Curro Jiménez a su lado, culo de niño. Tomamos asiento. Noté en ellos un nerviosismo agudo, una cierta desesperanza.
—Confiamos en que haya cumplido su palabra de no avisar a la Policía.
—La palabra de un Sotoancho vale más que una firma de notario.