Pero no. Tengo que probar. Es mi deber hacerlo. Todo por el árbol genealógico.
En la calle, acompañado de las tres, se ha producido un incidente desagradable. Una señora bastante normal de aspecto, al cruzarse con nosotros ha comentado: «¡Viejo degenerado! ¡Marrano!»
Ellas se han mostrado dispuestas a defenderme, pero yo lo he impedido.
Al subir al apartamento he sentido lo que los ingleses llaman «miedo atroz».
Imposible superarlo. Se me ha aparecido la imagen de Mamá y me ha entrado la urgencia del arrepentimiento.
—Estoy indispuesto —le he informado al ramillete.
Gran decepción en sus miradas. Pero como soy quien soy, he cumplido con el pacto.
—Tomad vuestro dinero, con tarifa de latigazos. Pero tenéis que prometerme que le vais a contar a Felipe que he cumplido como un potro desbocado.
Allí se han quedado. Me ha salido la prueba por un ojo de la cara, pero estoy feliz con mi decencia. De vuelta a casa he abrazado a
Gus.
Todos están dormidos, menos Tomás.
—Buenas noches, señor marqués.
—Puedes acostarte, Tomás, buenas noches.
No sé por qué se ha marchado con la risa en sofoco.
Mañana le diré a don Ignacio que sigo como siempre. Eso es lo malo. Que sigo como siempre.
Tomás ha cruzado el salón como un cohete.
—
Quo vadis,
Tomás?
Mi pregunta le ha sumido en el desconcierto.
—¿Perdón, señor marqués?
—
Natura non
facit
saltus,
Tomás, que traducido al español quiere decir: «La naturaleza no da saltos.» ¿Adónde vas, Tomás, dando saltos?
Al fin me ha comprendido. Llevo días dedicado al latín, y progreso adecuadamente.
—A entregar esta carta urgente a Julio, el chófer, para que la lleve a Correos. Es una orden de la señora marquesa viuda. Va para Inglaterra.
Extrañeza y desasosiego. Mi madre no tiene amigos en Inglaterra, y menos aún, merecedores de una comunicación tan urgente.
—Dame el
corpus delicti,
Tomás, que significa «el cuerpo del delito».
—Señor marqués, desde que estudia latín, nuestra compenetración ha perdido toda su eficacia.
—Dame la carta, Tomás. No olvides que
máxima debetur marquesum reverentia,
que más o menos se traduce por «al marqués se le debe el máximo respeto».
Rendido ante mi sabiduría, Tomás me ha entregado el sobre. Inconfundible la letra de Mamá, muy picuda, de alumna de La Asunción. Siento un calambrazo de angustia cuando leo el nombre del destinatario: «Excmo. Sr. D. Augusto Pinochet. Torre de Londres. Inglaterra.» Ante las protestas de Tomás he abierto el sobre, temiéndome lo peor. Poco me temía.
Querido general Pinochet. Soy la marquesa viuda de Sotoancho, y le escribo para ofrecerle mi casa como asilo político o prisión domiciliaria. Tanto mi hijo, el actual marqués, como yo nos sentimos muy preocupados por su salud y ánimo. Sabemos que un juez español va por usted y que los lores ingleses se han lavado las manos, como Pilatos. En esta casa le trataremos muy bien, y podrá estar con nosotros hasta que le dejen volver a Chile, si es que le dejan. Por mi parte, estaría encantada de recibir también a su mujer. Con todo mi cariño. La marquesa viuda de Sotoancho. La Jaralera. Sevilla-Cádiz. España.
Temblor por todo el cuerpo.
—Tomás, esta carta no puede ser enviada. Me hago responsable de su custodia. Te libero del compromiso.
Ínter nos,
o sea, «entre nosotros», soy yo el que manda.
—¡¡¡Susú!!! —Era Mamá.
—¿Sí, Mamá? —He intentado hacerme el distraído.
—Entrega inmediatamente ese sobre a Tomás para que a su vez se lo dé a Julio y éste, sin pérdida de tiempo, lo lleve a Correos. No quiero repetirlo por segunda vez.
He optado por la diplomacia.
—Mamá, si el general Pinochet acepta tu ofrecimiento, podemos meternos en muchísimos líos. Tendremos aquí en la puerta a miles de periodistas, policías y manifestantes. Unos a favor y otros en contra. La Jaralera perderá su armonía. No vendrán más los ánsares y las cercetas. Dejarán de poner huevos las perdices, huirán los venados y saldrán en estampida los cochinos. Morirá de susto el lince. La cosecha será un desastre y el servicio se dividirá. Mamá, creo que no debes mandar esa carta.
Mano de santo. He impresionado a mi madre, quizá por primera vez en la vida. Tomás lo ha notado, y mi autoridad ha subido hasta las cumbres del abuelo de Heidi. Buena chica, Heidi, y sencilla a más no poder.
—De acuerdo, hijo —ha dicho Mamá, un tanto desmoronada-. Comprendo tus razones y acepto tus argumentos. Pero me vas a prometer una cosa a cambio de mi renuncia. En señal de protesta por la actitud de los lores, no te harás camisas en Londres durante tres años, como mínimo.
—Prometido, Mamá. —Tomás, impresionado. Mi madre ha abandonado el salón y yo he aprovechado para ratificar mi poder, llamando a Londres y encargándome diez camisas. Tomás ni se lo cree.
»-
Sol lucet omnibus,
Tomás, que literalmente se traduce: «El sol brilla para todos.» Que entre
Gus
en el salón, Tomás. Hoy comienza una nueva era.
Tomás me ha informado al entrarme el desayuno:
—La señora marquesa ha amanecido resfriada y ha decidido guardar cama.
—¿Han avisado al médico, Tomás?
—Ya viene de camino, señor marqués.
He acudido al lado de mi madre. Me ha impedido acercarme hasta ella para besar su frente.
—No me beses, Susú, que estoy de contagio.
Los ojos brillantes y los pómulos encendidos.
—Tengo seis décimas de fiebre, pero no te preocupes. Esto es una gripe tonta.
Mamá, en el lecho del dolor, es toda entereza.
Domina al malestar y vence los dolores con una abnegación emocionante.
—Siento no poder levantarme para ver de nuevo
Molokai
con don Ignacio.
La visita del médico sólo ha servido para confirmar su diagnóstico.
—Señora marquesa, tiene usted una gripe que hay que atajar. La gripe no es una tontería, y menos a su edad. Con el antibiótico que le voy a recetar, en tres días estará como nueva.
Mamá ha estado callada y después de despedir al doctor, he subido a su cuarto para acompañarla.
—Te prohíbo terminantemente que mandes a comprar esa porquería de antibiótico que me ha recetado el ignorante ese. No soporto los antibióticos.
»Sé perfectamente cómo derrotar al virus sin necesidad de estropearme el estómago con medicamentos extraños. Acércame el solideo de Pío XII, Susú.
Frente á su cama, en una vitrina, Mamá tiene los solideos de los últimos papas. La costumbre es muy antigua. Cuando se visita a Su Santidad, se le compra un solideo nuevo y el papa lo canjea por el que lleva puesto. Siempre que algún amigo de mi madre va a Roma, le encarga el solideo del papa de turno. Tiene uno de Pío XI, otro de Pío XII, dos de Juan XXIII, uno de Pablo VI y el de Juan Pablo II. Le falta el solideo de Juan Pablo I, que se murió el pobre al mes de ser elegido, sin tiempo para que la tía Maruja Monte Balaguer —su principal proveedora de solideo\1— fuera recibida por el efímero Santo Padre. Por más que ha intentado Mamá cambiar un solideo de Juan XXIII, que lo tiene «repe», por uno de Juan Pablo I, no lo ha conseguido. Hay pocos ejemplares disponibles, y no ha dado con él, aunque todo se andará.
El solideo preferido de Mamá es del de Pío XII, que es su papa predilecto. He llegado hasta la vitrina, y con mucho cuidado he cogido con ambas manos el blanco y circular cubremoños papal.
Mamá lo ha tomado con reverente respeto, y después de cuchichear una serie de susurros rogativos, se lo ha colocado en la cabeza.
—Éste es el mejor antibiótico del mundo, Susú.
Dicho esto, ha entornado los ojos, se ha acomodado sobre el cuadrante y ha entrado en uno de sus místicos trances.
Cuando Mamá se pone así, hay que dejarla sola. Me disponía a hacerlo, cuando su voz ha detenido mi silencioso mutis.
—Dile a don Ignacio que venga a acompañarme, por si acaso.
He pasado un día de desasosiego. La noche no ha aliviado mi preocupación. Una noche de invierno adelantado, cimarrona y ventosa. Ne-gro sobre negro desde mi ventana. Sueños y pesadillas.
Para colmo, el tapón de la bolsa de agua caliente se ha desenroscado y mis pies se han visto sorprendidos por una inundación imprevista. Tomás está perdiendo fuerza, y no aprieta los tapones como antaño.
No he tenido más remedio que reclamar su presencia para subsanar los daños producidos por la catástrofe.
—Tomás, los tapones de las bolsas de agua caliente se aprietan mejor.
Tampoco he querido herirle demasiado. Madrugada muy entrada me ha vencido el sueño.
Con la primera luz, a eso de las diez de la mañana, me he levantado para visitar a Mamá. Ahí estaba, en su cuarto, desayunando junto a don Ignacio. Animada y chispeante.
—Ya me he curado, hijo.
Ni una décima de fiebre, ni un malestar, ni un dolor en las articulaciones. Presentaba mucho mejor aspecto que don Ignacio, que ha permanecido junto a ella toda la noche.
—Para que veas que tenía razón. Me ha curado el solideo de Su Santidad.
No opino ni valoro. Me remito a ser notario de lo que ha sucedido. La gripe ha sido derrotada y Mamá está como un rododendro en abril.
—¿Ha sido un milagro, Mamá?
Y Mamá me ha sonreído, con la expresión traviesa de la beatitud sorprendida, mientras don Ignacio asentía emocionado.
He tenido tanto trabajo este último mes, vigilando los quehaceres y labores de La Jaralera, que no he podido ni llegarme a Sevilla para cortarme el pelo y las uñas de los pies. Las uñas de las manos no me dan problemas, porque me las como. No por nervios ni por manía. Me las como porque me encantan. Incluso las guardo, ya separadas magistralmente de los dedos para comérmelas en los días siguientes. Con las uñas de las manos pasa lo mismo que con la tortilla de patatas, el escalope empanado y la merluza frita. Que están mejor un día después. Me he ganado muchas broncas de Mamá por mis peculiares gustos culinarios. Una uña bien arrancada del dedo, adopta, en su nueva situación de exilio, la forma de un caracolillo. Reconozco que tengo la mala costumbre de ir dejando encima de las mesas mis uñas arrancadas y eso solivianta a mi madre.
—Susú, me dan muchísimo asco tus uñas. —Ayer me encontré una detrás del marco con la fotografía del Caudillo.
—¿Y qué hiciste con ella, Mamá? —pregunté ansioso porque era una uña especial, robusta y fuerte, muy bien guardada para el café del sábado.
—Le ordené a Tomás que se la llevara. Creo que la tiró a la basura.
La desaparición de aquella uña, tan celosamente camuflada, me tuvo varios días sin dormir. Me ocurre con mis uñas perdidas lo que al beduino con los oasis; que calcula los desplazamientos y apura la resistencia de sus dromedarios para llegar hasta ellos, y cuando los alcanza se apercibe de que son un espejismo.
Las uñas de los pies no me gustan. Para arrancarlas hay que proceder a un tipo de escorzos prohibitivos para mi edad. Por eso me las cortan en Sevilla, mientras me aligeran las sombras del cogote. Si transcurre un mes y no me las he cortado, Mamá lo nota en mis andares.
—Susú, te duelen las uñas de los pies.
—No, Mamá, cojeo porque me he dado un golpe en el banco del corredor nordeste.
—Enséñame los pies. ¿Te has bañado hoy?
Esa pregunta, a mi edad, ya superados los sesenta y un años, supone un quebranto de la autoridad.
—Me he bañado hoy y no son las uñas de los pies.
—Quítate los calcetines, Susú.
No tuve más remedio que hacerlo. Eran las uñas de los pies.
En efecto, parecían percebes. Dolor agudísimo. Mis zapateros de Londres nunca han trabajado con mis uñas en marea alta. Pies de bajamar, dedos redondos, contornos pulidos. Me gusta llevar los zapatos ajustados, y las uñas crecidas impiden mi gracilidad andariega. Al ver mis pies, Mamá ha tomado una decisión.
—Voy a llamar a León, el nuevo jardinero, para que te corte las uñas. Y no me vuelvas a mentir. Hoy no te has bañado. Tienes pelusilla entre los dedos.
—El
cashmere
genera pelusilla en un santiamén, Mamá.
—Lo que genera pelusilla es la falta de higiene, Susú.
También estaba en lo cierto. Me levanté destemplado y consideré arriesgado el meterme en el baño. Se lo había ordenado a Tomás.
—Tomás, no le digas a la señora marquesa viuda que no me he bañado hoy.
Pero Tomás me ha acusado. No me consta, pero lo sospecho.
Me he negado a la poda de mis uñas por par-te del jardinero. Sin decir nada, algo molesto y dolido, me he llegado hasta Sevilla. Una hora después, pies en su sitio, pasos de empaque y dolor desaparecido. Al llegar a casa, Mamá me ha besado con emoción y ternura.
—Eres un trasto, Susú.
Tiene razón. Si no es por ella, ahora no podría dormir. Ni mañana andar. De hoy en adelante no dejaré que pase un mes sin visitar a Juanón, mi pedicuro, que se ha comprado una casa en Chipiona gracias a las uñas de mis pies. Y me bañaré todos los días. Se lo he prometido» No a Juanón. A Mamá.
Ayer cazamos en el Cerrillo de Doña Eulalia, el cuartel más perdicero de La Jaralera. Al final de la jornada, un recuento esplendoroso. Setecientas treinta y seis perdices, catorce liebres, cuatro zorros y un comandante de la Guardia Real del Principado de Mónaco, que venía acompañando al príncipe Rainiero. Por fortuna, el tiro no fue mortal y se lo llevaron a un hospital de Sevilla. Sucedió en el segundo ojeo. Su Alteza, que vino invitado por Pepe Sierrajabugo, le ordenó al comandante De Mopassant-Fleury que saliera del puesto para rematar a una perdiz tocada que se marchaba a peón. Coincidió la salida precipitada del comandante con el sentido de la colaboración de mi primo Alex Fernández Hendings, siempre tan atento y servicial. Alex disparó sobre la perdiz huidiza en el mismo instante que el comandante la agarraba por la cola, y el resultado no puede calificarse de óptimo. La perdiz se escapó y el comandante De Mopassant-Fleury, tras recibir la plomada, avanzó unos cuantos metros y cayó desvanecido. Si en lugar de tener enfrente a mi primo Alex se hubiera visto obligado a luchar contra el ejército ruso, este hombre se muere del susto. Al fin y al cabo, una plomada en el culo no puede determinar la rendición de un comandante, y menos aún, justificar sus plañideros lamentos.