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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

El secuestro de Mamá (12 page)

BOOK: El secuestro de Mamá
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Desde mi cuarto se divisa el portalón de la capilla. Todo el personal abarrotando su recinto. Mamá de luto, recibiendo pésames. No voy a ceder. Se van a enterar de quién soy yo. Me voy a enterar hasta yo mismo, que no sé todavía lo que soy ni lo que represento.

REAL MEDIACIÓN

Siete días llevo sin abandonar mi cuarto, haciendo huelga de hambre y alimentándome tan sólo de lo que me procura Tomás jugándose el tipo. Mamá sigue sin dar su brazo a torcer. A ver quién gana y ríe el último, si es que hay motivos para reír. Una semana sin bañarme ni afeitarme. Mi aspecto tiene que resultar repulsivo. Golpes en la puerta e ingreso de Tomás, alarmadísimo.

—¡Señor, el Rey! —He saltado de la cama al suelo como un muflón del risco al prado.

—¿El Rey, Tomás?, ¿he oído bien?

—Sí señor, ha oído perfectamente. El Rey le llama por teléfono. A propósito, señor, yo me afeitaría y lavaría un poco para hablar con Su Majestad.

—Tomás, al Rey no se le hace esperar. Además, por el teléfono no me va a ver.

—Se lo decía por respeto y decoro, señor.

En el salón, Mamá. No hemos hablado, pe-ro algo he notado en sus rasgos que induce a pensar en un principio de debilidad. Su Majestad no ha podido ser más oportuno. Con su llamada demuestra quién es el señor de esta casa. Y Mamá lo ha acusado. He agarrado el teléfono con emoción muy controlada.

—A las órdenes de Vuestra Majestad —he dicho con la voz impostada por la solemnidad del momento.

—¡Hola, Sotoancho! Soy el Rey. Perdona que te hable con prisa, pero tengo al presidente del Gobierno esperándome para despachar.

»Mira, he decidido recibir en audiencia privada a una serie de personas para cambiar impresiones. Se pondrá en contacto contigo el jefe de mi casa o mi secretario general. Un abrazo, Sotoancho.

Tras escuchar el «clic» de colgar el teléfono, he quedado paralizado durante varios minutos. No he podido ni responder a su cariñosa despedida. Mamá no ha podido vencer su curiosidad.

—¿Era el Rey de verdad, Susú? —Mi respuesta ha sido seca y cortante, como un golpe de buril.

—No la conozco, señora.

—Mira, hijo, vamos a hacer las paces. Tú te confiesas y pides perdón y yo te devuelvo el rango que te corresponde. Admito que he sido un poco exagerada. Incluso llegaría a aceptar que yo también debo ser perdonada. Susú, ¿era el Rey?

—Sí, Mamá. Dejemos lo accesorio para más tarde. Era Su Majestad en persona. Me ha anunciado la llamada de alguien de su casa para concertar una audiencia privada.

—¡Estoy orgullosa de ti, hijo mío! ¿Y te ha dicho si me va a convidar también a mí?

—No, Mamá.

—Pues cuando te llame el camarlengo, se lo dices.

—No es el camarlengo, Mamá.

—Lo que sea, pero se lo dices.

En media horita, aseado y afeitado. Don Ignacio, pelotillero. Yo, distante. Flora, sumisa, yo receloso. Por fin, la llamada.

—Señor, le llama el jefe de la Casa del Rey, señor vizconde de Almansa.

Lo dicho. Muy amablemente, me ha citado a las seis de la tarde de pasado mañana en La Zarzuela.

—Entra por la carretera de El Pardo, a la altura de Somontes.

—¿Puede acompañarme mi madre?, se muere de la ilusión.

—Por supuesto. Contábamos con ella.

Cuando he colgado, el griterío ha sido ensordecedor.

—¡Que sí, Mamá, que también tú! —Nos hemos besado y abrazado. Reconciliación definitiva. Don Ignacio ha convocado a todo el personal en la capilla para orar en acción de gracias.

—Al fin, después de siglo y medio de frialdades, los Reyes de España y los marqueses de Sotoancho van a encontrarse.

He reservado una «suite» en el Ritz. Nos llevaremos a Tomás y a Flora. Don Ignacio, que se fastidie. Junto al Ritz está la iglesia de Los Jerónimos y don Ignacio no nos hace ninguna falta. El AVE a las diez de la mañana. La cena, agitadísima. Para dormir, me voy a tomar un orfidal, que sienta divinamente cuando los nervios asaltan. Manolo, el chófer, irá por su parte conduciendo el Bentley. Bueno, bueno, bueno, que no me lo creo. Pasado mañana con el Rey. Otro orfidal. Pipí. Me hago pipí. A rezar. Buenas noches. ¡No me lo puedo creer! La almohada me sobra. ¿He rezado? Sí, ahora me acuerdo. Buenas noches.

LA AUDIENCIA

Buena noche en el Ritz. Mamá llevaba quince años sin visitar Madrid. A las once, misa en Los Jerónimos, para pedir a Dios por el buen desarrollo de la audiencia con el Rey. Comida rápida y siesta. A las cinco en punto, Manolo tendrá en la puerta el coche. La verdad es que sabemos disimular, pero el hormigueo interior es intenso. A Mamá se le nota el nerviosismo por el temblor, nuevo en ella, del párpado izquierdo.

Todo llega. Me he vestido de azul oscuro. En el «hall» del Ritz doy vueltas y vueltas. Manolo ya tiene el coche en la puerta y Mamá no baja. Al fin, ahí viene. No es por presumir, pero cuando se viste de palacio y corte parece una reina centroeuropea. Tomás y Flora nos han despedido en la puerta.

Manolo el chófer, muy profesional. Esta mañana ha hecho el recorrido para no equivocarse. Salida hacia La Coruña, carretera de El Pardo, Somontes a la derecha y en el kilómetro tres y pico, giro a la izquierda y entrada en La Zarzuela. Hemos aparcado para proceder a los trámites de identificación. El guardia real, marcial y distinguido, nos ha preguntado por nuestras intenciones:

—Soy el marqués de Sotoancho y la señora es mi madre, la marquesa viuda. Tenemos una audiencia con Su Majestad el Rey a las seis.

El guardia real ha puesto cara de extrañeza, pero antes de hablar ha acudido al puesto de guardia a efectuar algún tipo de averiguación o confirmación. Al minuto ha vuelto:

—Imposible que tengan ustedes audiencia con Su Majestad. Los Reyes están en Sudáfrica de visita oficial. —Mamá, en el asiento trasero del coche, al oír tamaña barbaridad ha puesto cara de grulla recelosa.

—No puede ser —he insistido-; anteayer hablé con Su Majestad y el jefe de su casa y nos citaron para hoy a las seis en punto.

—Un momento, por favor. —El guardia ha vuelto al puesto y se ha afanado con el teléfono interior. Viene hacia nosotros, nuevamente. Mamá ha pasado de grulla recelosa a gineta escudriñadora.

»-Confirmado, señores. No hay noticia de su audiencia. No obstante, el secretario general, señor Spottorno, les recibirá para aclarar el enojoso asunto. Pueden pasar.

El camino desde la entrada hasta el palacio es bellísimo. Algún cochino, muchos venados y multitud de gamos. Monte y dehesa. Encinas reales, pintadas por Velázquez. Ni una palabra durante el trayecto. Al llegar al edificio, nos espera un señor bastante alto que se presenta como el secretario general del Rey.

—Buenas tardes, soy Rafael Spottorno, y me parece que ha habido una equivocación. —Mamá, disecada.

—No puede ser. Anteayer hablé personalmente con el Rey y con el vizconde de Almansa.

—Pues si me lo permiten, temo decirles que han sido víctimas de una broma pesada. En estos momentos, Su Majestad está en Ciudad del Cabo recibiendo al líder zulú, señor Buthelesi. —Mamá, a punto del desvanecimiento. Un último y desesperado intento.

—¿Ha mirado usted bien en el despacho de Su Majestad?

—No hace falta. Está en Sudáfrica.

Ya nos disponíamos a volver, cuando Mamá —al fin y al cabo, mujer-, ha tenido una de sus salidas, tan inesperadas.

—Señor Spottorno ¿nos dejaría ver los armarios de la Reina? Tengo curiosidad de ver si es ordenada. —El hombre ha quedado paralizado durante unos segundos, pero su reacción no se ha hecho esperar.

—De ninguna manera, señora. —Y nos hemos vuelto. Si el silencio marcó el ambiente de la ida, el de la vuelta no se ha quedado atrás. Lo que más me ha molestado es la risa sofocada de Manolo, el chófer. No puede disimularla. En los semáforos, saca un pañuelo y enjuga sus lágrimas con aspavientos molestos.

Tomás y Flora, al llegar al Ritz, han sido informados. También he descubierto en ellos reacciones de hilaridad controlada. Hemos permanecido en Madrid lo que se tarda en hacer las maletas y pagar la factura. Tomás y Flora al tren. En el viaje, Manolo insistente en las risas calladas. A la altura de Manzanares, Mamá ha pegado un respingo:

—¡No pienso morirme sin averiguar quién es el sinvergüenza que nos ha hecho esto! —Cuando hemos llegado a casa, Tomás y Flora estaban esperando. El AVE tarda menos. Ni una palabra. Don Ignacio, recogido. El beso a Mamá, gélido. Me he acostado con una sensación de disgusto y ridículo insuperable. Cuando Tomás ha cerrado la puerta no ha podido reprimirse.

—¡Ay que me meo de risa!

Lo que hay que aguantar.

EL DESENLACE

La orden de Mamá, refrendada por mí, es tajante. No se habla de la broma. No hemos ido a Madrid. Los días pasados no han existido. Pero eso no quiere decir que hayamos desistido de averiguar quién ha sido el forajido que nos ha ridiculizado.
Gus,
ajeno a nuestro desánimo, me ha pedido un paseo. Allá voy. Ya estamos en primavera. El cielo, azul cobalto, intenso y transparente. Calorcillo y sed que me gustan. Tomás, en el Jeep, acude a buscarme:

—Señor marqués, que llame urgentemente a su primo don Iñigo.

Gus
y yo hemos subido al coche y en un pispás estábamos en casa.

Mi primo Iñigo Hendings —lo es por parte de Mamá-, lleva diez años sin hablarnos. Se molestó porque mi madre no le dejó ni una sola joya de la bisabuela, y dejó de tratarnos cuando hace diez años Mamá le puso un pleito, que ganamos, por unos terrenos en Marbella que se había apropiado el muy fresco. Se los vendimos a El Corte Inglés, y conseguimos unas buenas pesetillas. Pero Iñigo no nos perdonó. Por todo ello, me extraña su llamada, pero hay que ser cortés con los vencidos y olvidar los agravios. Le dijo a Mamá «ladrona», «vieja beata», «comadreja» y «gángster». Habrá recapacitado y decidido pedirnos perdón. Lo cierto es que el pleito fue muy complicado, y que algún derecho tenía Iñigo sobre los terrenos. Pero lo hecho, hecho está, y pelillos a la mar.

—Iñigo. Soy Cristián, tu primo. Me alegro de hablar contigo.

—Yo también, Cristián. ¿Cómo está la tía Cristina?

—Muy bien, Iñigo, gracias. Le diré a Mamá que te has interesado por ella.

—Como ya han pasado diez años desde que me robó lo de Marbella, he decidido reanudar nuestras relaciones familiares.

—Me alegro mucho, Iñigo, pero te agradecería que no insistas en el término «robo». Fue un pleito legal, muy doloroso para nosotros.

—Sobre todo para mí, que me quedé a dos velas.

—También es verdad. ¿Querías algo más, Iñigo?

—Sí, Cristián. Lo más importante, que todavía no te lo he dicho. Me he encontrado con un texto, que se va a publicar en el
ABC
de Sevilla, en el
Diario de Cádiz
y en el
Diario de Jerez,
que me preocupa. La gente se va a reír mucho cuando aparezca. Si tienes dos minutos te lo voy a leer. Escucha, dice así: «Los Sotoancho hacen el ridículo en Madrid. El marqués de Sotoancho y su madre viajaron a Madrid para ser recibidos por el Rey cuando éste se encontraba en Sudáfrica. Según fuentes bien informadas, se presentaron en el palacio de la Zarzuela a la misma hora que el Rey recibía en Ciudad del Cabo al líder del movimiento zulú. Los marqueses, que fueron víctimas de una broma perfectamente hecha, se volvieron a su casa inmediatamente, con el rabo entre las piernas él —si es que lo tiene-, y la faja reventada por la hinchazón ella. Según un miembro de la Guardia Real, nunca se han divertido tanto como viendo la cara que puso la marquesa viuda cuando le dijeron que de audiencia, nanay.» ¿Lo has oído bien, Cristián?

Me he quedado como una estalactita. No puedo reaccionar. Por fin, las palabras han surgido de mi boca reseca de la impresión.

—¿Fuiste tú el autor de la fechoría, Iñigo?

—Sí, Cristián, y no te puedes figurar lo que me he reído estos días pensando en la bruja ladrona de la tía Cristina y en ti. Y mañana, cuando se publique este texto, voy a hacer un recorrido por Pineda, por el Aéreo, y por el bar de Alfonso XIII para oír qué se comenta. Será divertido. A no ser que la bruja ladrona me devuelva lo que me corresponde, que es la mitad de lo que os dieron por el terreno. Te llamaré dentro de media hora, Cristián.

Está Mamá en la terraza, bajo la sombra, de muy buen humor.

No sé lo que me pasa, pero todo el mundo me hace chantajes. La guarra de Olimpia primero, y ahora este maleante que lleva mi misma sangre.

—Mamá. El autor de la broma es tu sobrino Iñigo Hendings. Mañana se va a publicar en Sevilla, Cádiz y Jerez. Pide a cambio de su silencio la mitad de lo que nos dieron por el terreno de Marbella. En media hora llama para saber nuestra decisión.

No ha tardado ni medio minuto en responder.

—¡Dáselo! —Después de hablar ha entrado en trance. Cuando ha vuelto a llamar Iñigo, he estado con él pronunciadamente distante.

—De acuerdo. Dame los datos de tu cuenta. Mañana tienes la transferencia. Mamá está muy dolida contigo. Si le pasa algo, no te lo perdonaré. De acuerdo, ciento treinta y ocho millones. Adiós, Iñigo. Hemos roto para siempre.

—Adiós, imbécil. Recuerdos a la bruja.

Y ha colgado.

RESUMEN

De primavera a primavera —que es como nosotros establecemos los años-, la cosa no nos ha ido demasiado bien. Muchos problemas. El secuestro de Mamá, la coacción de Olimpia, la broma humillante y el chantaje de Iñigo Hendings, el enfado por lo del
Play Boy,
la uña que tenía escondida bajo el retrato de Franco y que Mamá me ordenó tirar, la hinchazón de mis piernas por el ácido úrico… Un año terrible, sólo favorecido por la presencia de Marisol, la hija de Lucas, el nuevo guarda. Esta chica y
Gus
son mis únicos amigos de verdad en estos horizontes propios. A la niña le he tenido que decir que se vista de otra forma, porque Mamá —me acuerdo
de
fraülen
María-, no perdona otra belleza que no sea la suya, y la suya, con ochenta y siete años, hay que reconocer que no es la de antes. Económicamente hemos tenido el susto del euro, aunque después se vio que no era para tanto. Vendimos la Serranilla del Quejigo a los Valdegumiel, y yo me embolsé cincuenta millones en «black is black». Por el contrario, cuarenta millones a la avestruz con granos y ciento treinta y ocho al depravado de mi primo Hendings. Lo del secuestro no salió tan mal, porque los delincuentes eran personas de conciencia. Hemos tenido que colocar al Cigala en la cocina, para mantener a Flora, pero no importa. Es trabajador y honrado. En verano se casan y Mamá quiere que los instalemos en la casilla de la dehesa, que no está muy apartada.

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