No le he hecho ni caso. Ha sido por lo de la Bolsa. Mañana se le habrá pasado el disgusto. Demasiado otoño.
Hoy cumplo sesenta y un años. Parece mentira. La vida pasa en un suspiro. Ha sido Tomás, al entrarme el desayuno, el primero en felicitarme.
—Muchas felicidades, señor marqués. Si fuera usted mi sobrino, le tiraría de las orejitas, pero no me atrevo.
—Si tú me tiras de las orejitas, yo te pongo de patitas en la calle. De todas formas, gracias por acordarte de mi cumpleaños, Tomás.
—Parece mentira, señor marqués. La vida pasa en un suspiro.
—Había pensado exactamente lo mismo segundos antes de que irrumpieras en mi cuarto, Tomás. Para más coincidencias, lo había pensado con iguales palabras.
—Son muchos los años que llevamos juntos, señor marqués. Y no me arrepiento.
Hay que tirar y aflojar. Tomás es muy buena gente, pero de cuando en cuando se toma confianzas excesivas. Mamá me lo tiene dicho.
—Tratas a Tomás como si fuera uno de tus primos pobres. Menos cháchara, Susú.
No entiendo por qué me ha puesto Mamá semejante ejemplo. El único primo pobre que tengo es Moby Belvis, al que no veo desde hace treinta años. El pobre Moby me cae muy bien. Le llamamos así por su tamaño, que pasa de descomunal. Fue Mamá la que le puso el mote, como casi siempre. A Mamá se le dan fenomenal los motes. Los pone al momento, y te tronchas con ellos. A la tía Ignacia Pradolindo, que es depresiva cambiante, y unas veces está arriba y otras abajo, le dijo un día: «Iñaka, te pareces al funicular de Igueldo». Mamá es de lo que no hay.
Moby es por la ballena blanca. Moby en realidad se llama Gonzalo, y a pesar de ser pobre, es mi preferido. Pero Mamá no consiente el trato frecuente porque sospecha que Moby me ha dado más de un sablazo. Y es verdad. Una tarde, con dos copitas de más, me vendió por cien mil pesetas una bodega de la familia Domecq. Los Domecq, con bastante razón —es justo reconocerl\1— se negaron a entregarme la bodega. Lo pasé fatal intentando explicar a Mamá los pormenores de mi fallido negocio. Menos mal que no le conté que diez días antes de comprar por cien mil pesetas la bodega Domecq, Moby me había vendido por setenta y cinco mil una finca de los Osborne, que tampoco entraron por el aro.
—Hasta que cumplas sesenta y un años tienes terminantemente prohibido tratar al sinvergüenza de tu primo Gonzalo.
Hoy vence el plazo.
Me esperaba Mamá en el pasillo de la capilla.
—Muchas felicidades, Susú.
—Gracias, Mami.
—No te tiro de las orejas porque me puede dar un ataque de agujetas, Susú-Y hemos sonreído al unísono. Siempre con sus ocurrencias.
»-Toma —me ha dicho. Y juntando la acción con la palabra, me ha entregado un paquete.
»-Como ya eres mayor, puedes llevarlo.
Me ha emocionado su regalo. El reloj de Papá, con la misma correa que llevaba el día que le dio el tantarantán definitivo.
—No lo pierdas nunca, Susú.
Y yo sin poder hablar para no llorar como un pobre.
Me lo he apretado a la muñeca izquierda como si fuera mi primer reloj. En su esfera blanca, Papá resumió sus miradas en amaneceres y anochecidas. Reloj galopado en sombras y resplandores, trotado de jacas y de potros, contemplado en lunas.
—Te lo regalo con la condición de que prolongues por veinte años más tu ruptura de relaciones con el estafador de tu primo Gonzalo.
Se lo he jurado a Mamá. El reloj ya es mío. Pero he cometido un pecado mortal. Esta tarde he quedado con Moby. Me ha ofrecido por un millón de pesetas un retrato de Goya, con certificado y todo. Y se lo voy a comprar como me llamo Cristian Ildefonso. Menudo chollo. Porque esta vez, Moby no me la va a pegar.
Don Ignacio, el capellán, tan tradicional y en su sitio en casi todo, ha revolucionado las costumbres de nuestra casa. Ha sorprendido a Mamá en un momento de debilidad y las consecuencias ya se han producido.
—Señora marquesa. Pasa usted muchas horas muertas. Se aburre. No todo en la vida es rezar y regodearse en los recuerdos. Estamos a las puertas del siglo XXI, y si Dios ha querido que vivamos en esta época, es nuestro deber acatar su voluntad. Pero a Dios no le gusta el hastío, ni la falta de ilusión, ni la renuncia a los adelantos que el ser humano, inspirado en Él, inventa para el bien de todos. Creo, señora marquesa, que en La Jaralera hace falta un aparato de vídeo. Nos ayudará a pasar las tardes y noches de invierno.
Mamá me ha mirado antes de responder a don Ignacio. Poca ayuda le ha prestado mi ex-presión, porque inmediatamente se ha dirigido al capellán.
—Si usted cree, don Ignacio, que la instalación de ese aparato moderno no va a turbar la armonía de nuestra casa, no tengo ningún reparo en reconocer que un vídeo de ésos nos puede resultar útil y entretenido, siempre que no se utilice en beneficio del pecado. Si el señor marqués opina lo mismo, y estoy segura de que así es, mañana mismo tendremos vídeo en La Jaralera.
El siglo XXI ha hecho su entrada en casa a las diez de la mañana. Media hora más tarde, los representantes del siglo XXI, después de cobrar una factura de las que quitan el hipo, se han subido a una camioneta y han abandonado nuestro hogar. Don Ignacio se ha mostrado más feliz que nunca y Mamá, que ni llora ni sonríe, ha permitido al brillo de la ilusión que se pose por unos instantes en sus ojos. Lo malo es que el siglo XXI no ha entrado en casa con todo su esplendor. Lo ha hecho a medias. Y me explico. Un vídeo no sirve para nada si no es alimentado por una cinta, ya sea virgen o grabada para que se reproduzca en el aparato de televisión. Decepción de Mamá y don Ignacio. Y una sugerencia inevitable:
—Susú, en El Corte Inglés de Sevilla venden muchas películas. Me encantaría que te dieras un garbeo rápido por allí.
Ya he vuelto. He comprado cinco películas, todas pensando en Mamá y en don Ignacio.
Molokai, Balarrasa, Marcelino, Pan y Vino, Quo vadis?
y
Ben-Hur.
Un dineral. Mamá ha elegido
Molokai
para el estreno, y se disponen a verla por tercera vez. Don Ignacio ha llorado como un niño, a Mamá le ha temblado bastante la barbilla y a mí, la verdad sea dicha, ni fu ni fa. Tiene mérito lo del sacerdote belga que se va con los leprosos a la isla de Molokai y les dedica su vida. Don Ignacio jamás haría nada parecido. No está cómodo ni nada en La Jaralera. Pero por mucho mérito que tenga el buen padre Damián, que además se contagia y muere con una lepra que da grima, tres veces son muchas veces. Me la sé de memoria. Y me temo que don Ignacio está del padre Damián, y de los leprosos, y de la isla de Molokai hasta la tonsura, pero no se atreve a decírselo a Mamá.
Después de cenar, ya la noche entradita, Mamá y don Ignacio se han retirado a sus respectivos aposentos. Merecen un buen descanso. Para mañana tienen previsto ver por cuarta vez
Molokai
y después
Ben-Hur.
Con la casa apagada, me he encerrado en mi despacho.
Gus
a mi vera. Les había mentido al principio. No compré cinco películas, que fueron seis. Silencio en la noche, como en el tango, a pies juntillas, sin hacer ruido he llegado hasta la televisión. Siempre
Gus
a mi lado, para avisarme. Y aquí estoy, que no me creo lo que veo, que me pellizco y no me duele, que me pincho y no sangro. Aquí estoy pecando como no he pecado en mis sesenta años de vida. La película se llama
Una blanca por delante, y una mulata por detrás,
y tiene unas escenas, la una detrás de la otra, que -¡Ay perdón, Dios Mío, ay perdón, Dios Mío!-, me están dejando mochuelo.
Ya no me parece tan caro esto del vídeo.
No puedo esperar más. A pesar del asquito que aún me queda cuando recuerdo a Olimpia de Bolka-Romanov, mi deber es decidirme. Pero me da miedo. Sobre todo, miedo al ridículo. Nunca he sido hembrero y mi única experiencia con una mujer es tan lejana que pertenece a los sueños. Además, nunca sabré si lo que hice con Sonsolitas, la hija del administrador que nos sopló media cosecha de remolacha, es lo que hay que hacer con una mujer. Porque yo, la verdad, sentí muy poco. Noté algo raro, un pispás efímero, un gustirrinín campanillero, un pistón de dulzura. De haberme alterado con más fuerza, habría repetido la faena. Nunca me he planteado mi situación en el lejanísimo mundo del sexo. Sólo la palabra me da grima. Y además es pecado mortal. A mis sesenta y un años cumplidos no puedo resbalar. Necesito probar antes de elegir a la madre de mis hijos y transmisora de nuestra herencia. Y para probar me veo obligado a pecar. Sólo don Ignacio puede concederme el permiso que demanda mi conciencia.
—Don Ignacio, siéntese y siéntase cómodo. Necesito su consejo, ¿han visto
Molokai
por quinta vez?
—Por sexta, hijo mío, por sexta. A su madre no se le quita de la cabeza el sufrimiento de los leprosos y la santidad del padre Damián.
—Don Ignacio, usted conoce mejor que nadie nuestra situación. A mis años aún no me he casado. Mi deber es hacerlo pronto para garantizar la continuidad de los Sotoancho. Pero tengo miedo, padre. No sé si me gustan las mujeres.
—Le gustan con toda seguridad, señor marqués. Usted no es de los que andan por ahí saltando tras las mariposas.
—No estoy tan seguro, don Ignacio. Sólo una vez he estado con una mujer, y si tengo que serle sincero, ni fu ni fa; en el mejor de los casos, más fa que fu.
—Conozco su moral, y su conciencia, y su virtud. No confunda usted la victoria sobre el pecado con la ambigüedad sexual. Estoy seguro, marqués, que puesto en faena, usted es un tigre.
—Para saberlo tengo que probar, don Ignacio. No puedo casarme sin conocer mis posibilidades. Por eso preciso de su venia y perdón para realizar la prueba.
—¿Qué es lo que pretende?
—Pretendo acudir con su permiso a un local de perdición, y previo pago, mantener una relación pecaminosa con una profesional del ramo.
—Lo que usted me pide, señor marqués, es que le acompañe a las puertas del Infierno y solicite en su nombre una entrevista con Lucifer.
—No, don Ignacio. Si yo supiera que verdaderamente estoy en condiciones de cumplir con mi futura esposa y sembrar en ella el futuro de la dinastía, jamás le pediría permiso para tamaña barbaridad. Usted me quiere bien y sabe que la concupiscencia y yo no hemos coincidido jamás en la vida. Es por orgullo, don Ignacio. No puedo defraudar a mis antepasados.
—Comprenderá, Cristian Ildefonso, que sienta escándalo y turbación. Entiendo su propósito, y como parte de esta casa, aplaudo su coraje. Pero no tengo autoridad bastante como para perdonarle el pecado antes de que lo haya cometido. Lo que sí le aseguro es que en la confesión seré benevolente y comprensivo.
—Con eso me basta, don Ignacio. Acompañe a Mamá esta noche. Yo llegaré tarde. Deséeme suerte. Le recomiendo
Marcelino, Pan y Vino,
que es una preciosidad.
—Gracias, señor marqués. Que Dios le perdone, hijo.
Ya estoy preparado para el sacrificio. Manolo, el antiguo cochero de la casa me ha preparado la faena. Su hijo, Felipe, trabaja en un sitio de perdición que se llama La Ballena Salida. Voy a bañarme. Tomás está algo mosqueado, porque presiente una rareza en el ambiente y yo no le he dicho nada. Si supiera que me voy con unas guarritas fabulosas se llevaría un soponcio.
—El baño, Tomás.
—Todavía no es la hora, señor marqués.
—El baño, Tomás. Inmediatamente.
Mi entrada en el puticlub La Ballena Salida no ha resultado airosa. Prefiero hacerlo en Pineda, en el Aero o en Chapín. Es la primera vez que me enfrento a un local de este tipo, con todas sus tentaciones de soterra moral. Poca luz, mucho humo y boleros como música ambiental. Pretendía ingresar de incógnito, pero ha sido imposible. Felipe, el camarero, hijo de nuestro viejo cochero Manolo, avisado por éste de mi llegada, me ha dado la bienvenida a voces.
—¡Buenas tardes, señor marqués! ¡Aquí le tenemos preparado un buen ramillete de flores! ¡Venga, acérquese, no sea tímido!
A través de la niebla he alcanzado el punto donde el supuesto ramillete me esperaba. Tres flores en el ramillete. Muy mala pinta. Mamá las habría llamado «trío de guarras». Para marcar las distancias necesarias he procedido a saludar-las como si fueran señoras bien de toda la vida. Me he presentado:
—Sotoancho, mucho gusto.
—Juanita
la Huracana,
lo mismo digo.
—Vanessa,
la Polvorona,
encantada de conocerte.
—Yolanda,
la Sixty Nine,
el gusto es mío.
Las tres se han sentado en la mesa que me tenía Felipe preparada.
—Para mí un whisky con hielo y agua, Felipe. Para las señoritas, lo que ellas quieran.
—¡Tres botellas de Dom Perignon! —han gritado al unísono la Huracana, la Polvorona y la Sixty Nine.
—¡Marchando tres de champán francés sin adulterar y un whisky con hielo y agua!-ha proclamado Felipe a los cuatro vientos, que por fortuna están nubladísimos.
Con las copas ya servidas —en su caso, botellas carísimas-, ha llegado el momento de romper moldes, acercar cordialidades y dar los primeros pasos hacia el pecado mortal.
—Sois encantadoras —he dicho para derretir el hielo de la distancia.
—Y tú un cachondo mental —ha replicado la Huracana, que es la más dotada para el desparpajo.
No me ha gustado su capacidad para tratarme con tanta confianza, pero me adelantó Manolo que las profesionales del ramo son así.
—Ahora nos vamos al apartamento de la Sixty Nine, que está doblando la primera esquina, y te vamos a dejar como nuevo, tigre, más que tigre.
Parece que les he gustado, porque ellas han sido las que han tomado la iniciativa.
—Piano, piano, como la bellota de la coscoja —he dicho para calmar un poco su aceleració\1— antes tenemos que negociar el precio de la contraprestación.
—Cien mil para las tres con número incluido. Si quieres latigazos, ciento diez mil.
—De acuerdo. —Los hombres decididos somos así.
He pedido la cuenta y Felipe me ha traído un papel en blanco con una cantidad garabateada que me ha parecido una barbaridad.
—Son ciento cincuenta mil pesetas, señor marqués, y porque es usted. A otro le habría costado el doble.
Le he agradecido a Felipe su atención. Buena gente como su padre, leales de verdad.
—Vamos, tucán —me ha apremiado la Polvorona. Reconozco que he estado a punto de salir corriendo.