—Nos alegramos, señor marqués —dijo el de siempre, porque el Patillas o era mudo, o no sabía hablar.
—Les he traído los trescientos millones de pesetas. Están en la bolsa. Los he contado personalmente. Cuando me devuelvan a mi madre y compañía, se los entregaré.
—Lamentamos decirle que no podemos aceptarlos, señor marqués.
—¿Cóooomo? —pregunté alarmado-. ¿Han hecho algún daño a mi madre?
—No, señor. Está muy bien. Permita que nos expliquemos.
En ese punto de la conversación, el del fútbol, persona educadísima y a la que empezaba a apreciar muy sinceramente, encendió un cigarrillo, bajó la mirada, puso voz de mimbre y empezó a hablar.
—Señor marqués. Ya le advertí ayer que nosotros no somos terroristas, ni mala gente, ni nada parecido. Formamos un grupo reivindicativo-social de muy escasa penetración. Nuestro ideal no es otro que el de alcanzar una justa distribución de la riqueza, pero no pertenecemos a ningún partido político. Pensamos que usted tenía demasiado, y por eso elegimos a su madre como cebo. Lo del cura y la sirvienta no estaba previsto. Le pedimos quinientos millones por los tres, a sabiendas de que era demasiado… Habíamos calculado que después de negociar con usted, obtendríamos cien millones como máximo. Cuando me ofreció ayer trescientos, no me lo creía. Pero tenemos palabra, señor marqués. Usted ha cumplido y nosotros lo vamos a hacer inmediatamente. Para recibir ese dinero que usted nos trae, nosotros tendríamos que devolverle a los tres secuestrados. Es imposible porque ya han sido devueltos. No hemos podido aguantar ni una noche más a su madre, y esta madrugada la soltamos. El cura se fue con ella. Flora, se ha quedado con nosotros, porque se ha enamorado de Pepe
el Cigala,
otro de nuestros compañeros. Estarán ya en su casa. De verdad, señor marqués, y disculpe por lo que le voy a decir, que no hemos conocido jamás a una mujer tan pesada y tan mandona como su señora madre. Una hora más y la estrangulamos. Estábamos todos a punto del telele de nervios. Por todo ello, al no existir la posibilidad de canje, no podemos aceptar su dinero. Sólo esperamos de usted la caballerosidad de convencer a la poli que todo ha sido un malentendido. Sentimos todo lo que ha pasado, y le manifestamos nuestra simpatía. Un hijo que es capaz de dar tanto dinero por una madre como ésa, merece nuestro mayor respeto.
Yo, anonadado. El Patillas, mudo. El portavoz, a punto de soltar el moco.
En un arranque muy de Navalón, muy de garrochista macho, me levanté para llamar a casa. Tomás al aparato.
—Tomás, soy el señor…
No me ha dejado seguir.
—¡Han liberado a la señora marquesa! No hace más que preguntar por usted. Está hecha una hiena. Don Ignacio también ha vuelto, pero de mejor humor que la señora.
—Tomás; dile a la señora de mi parte que vuelo hacia allá. Que no se preocupe.
—No sé si me atreveré, señor. Se ha sentado en el salón y ha jurado que no se moverá hasta que usted llegue.
—Cálmala, Tomás. Calmar a mi madre entra en tu sueldo, y sobre todo, en tu aumento de sueldo. En una horita estoy en casa. ¿Se han ido los periodistas?
—Me parece que no. Le recomiendo que entre por El Acebuchal.
—Tomás, tu recomendación es tardía.
—La Policía también ha preguntado por usted.
—Tranquiliza a todos, Tomás. Vuelo como una cerceta.
Los secuestradores del HCJ aguardaban derrumbados. Los Sotoancho sabemos estar a la altura de las circunstancias. He abierto la bolsa, sacado cien mil pesetas y se las he entregado con una sonrisa en los labios.
—No las merecemos, señor marqués.
—Vamos, vamos, que son de las buenas —les he dicho para animarles un poco.
—Que Dios se lo pague, señor.
—Y que a ustedes no se lo cobre. Me tengo que ir. Mi madre me espera.
—¡Pobre hombre! —se le ha escapado, por fin, al Patillas.
Allí los he dejado. Cuando he intentado pagar los cafés, se han puesto muy violentos.
—Faltaría más. Está usted convidado.
Tampoco me iba a poner a discutir con ellos por esa bobada. Como una flecha hacia casa.
Tiemblo de la emoción. Me espera mi madre, ya libre, viva, sana y resuelta. Tiemblo de la emoción y quizá también, un poquito, no mucho, tiemblo de miedo.
Mamá sentada con su antigua expresión de pantera de Java. Don Ignacio a su lado, pálido y chuchurrío, bastante desmejorado. Mi saludo alborozado «¡Mammmmmá!», no ha sido correspondido con el mismo entusiasmo.
—¿Se puede saber qué hacías mientras tu madre, un sacerdote de la Iglesia y una persona a nuestro servicio estaban secuestrados por una banda de pobre gente?
—No he parado de investigar y actuar por mi cuenta para conseguir vuestra liberación.
—No sabía que nuestra liberación pasaba porque tú fueras al fútbol. —Sequedad máxima.
He mirado a Tomás, el gran soplón. No ha podido resistir el ígneo rayo de mis pupilas y ha bajado la cabeza, avergonzado. ¿Cómo explicar a Mamá, después de la palabra dada a los honrados delincuentes que mi asistencia al Sevilla-Logroñés estaba directamente relacionada con su secuestro?
Tomás no ha medido bien la trascendencia de sus palabras.
—Necesitaba un desahogo anímico, Mamá.
—Lo que necesitas es que te mande un año a un internado, pero no hay internado para niños de sesenta años.
—Te estás extralimitando, Mamá. Mi alegría se nubla con tu actitud.
Don Ignacio, al fin, interviene. Siempre se espera la sensatez en un hombre entregado a la salvación de las almas.
—Su manera de actuar nos ha decepcionado a todos, Cristián. No se va al fútbol cuando una madre pende del hilo de la muerte.
—Lo tenía todo preparado para proceder al canje.
—No insista, hijo. Sabremos perdonar su fallo.
Mamá de nuevo. Más dura aún que en el gélido encuentro.
—Espero, por tu bien, que no habrás caído en la trampa de esa gentuza.
—Ni un duro, Mamá.
—Pudimos escapar gracias a mi agudeza.
—También es posible que os hayan dejado marchar.
—Se nota que nunca has estado en peligro de muerte, Susú.
En este punto de la conversación, Mamá se ha animado y lo ha contado todo. Que fueron secuestrados a primera hora de la noche, en plena sesión de rezos. Que no les permitieron preparar una muda, y que después de dos horas de viaje, llegaron a un cortijo serrano bastante mono. Así al menos lo ha definido Mamá. «Bastante mono.»Que los secuestradores eran cinco. Al jefe le llamaban el Abogado —mucho me temo que se trata de mi interlocutor-; un hombre —según Mamá, y yo lo corroboro-, educadísimo y atento.
Que también había un bandido muy parco de palabra al que conocían como el Patillas. Y que los tres restantes el Eso, el Rubiales y el Cigala siempre se mostraron diligentes y amables para con los tres. Me ha extrañado que un secuestrador se apodara el Eso, y así se lo he hecho ver a Mamá. Don Ignacio me lo ha aclarado. Su verdadero mote era el Huevos, y al enterarse Mamá le pegó un regaño de los suyos y le dijo que mientras ella estuviera secuestrada, su nombre sería el Eso.
Que Flora y el Cigala empezaron a tontear ya la primera noche. Mamá está destrozada con lo de Flora.
—Tienes que conseguir que vuelva a casa, y si para ello hay que colocar al Cigala, se le coloca.
Que a la segunda noche, lo de Flora y el Cigala estaba ya madurito, y que iban de un lado al otro haciendo manitas y diciéndose unas cosas que daban vergüenza. Que Mamá tenía un cuarto de baño para su uso particular y podían ver la televisión. La comida, bastante buena, porque la hacían entre Flora y el Cigala, que es un maestro de la fritura.
Que Mamá se puso seria y dijo: «Se acabó.» Mandó que limpiaran bien el salón del cortijo, prohibió que se fumara en su presencia y antes de cada comida, revisaba las manos de los secuestra-dores, para comprobar si estaban limpias. Que les obligó a rezar el rosario todas las noches, y que a la tercera se iniciaron extraños movimientos de resistencia. Cuando parecía que iban a ser trasladados a otro escondite, el jefe, el Abogado, les abrió la puerta y los expulsó. Que Flora se despidió llorando de Mamá:
—Señora marquesa, he encontrado al hombre de mi vida —y que ella y don Ignacio se encontraron, de golpe, en plena Sierra Morena y a la intemperie. Que intentaron volver con los secuestradores, pero éstos no abrían la puerta o se hacían los dormidos. Que a primeras horas de la mañana, vieron una carreterilla, y allí esperaron hasta que pasó una camioneta conducida por un individuo un tanto tosco que los llevó hasta el primer pueblo.
Y nada más, porque don Ignacio, como el Patillas permaneció callado y no quiso ofrecer su versión de los hechos.
Mamá, que lo arregla todo, ha hablado con la Policía y la Guardia Civil, y les ha convencido de que todo ha sido una travesura de ella mal interpretada por mí. Sin denuncia no hay caso, y en ese aspecto, todo se ha solucionado. Ahora queda por llevar a buen término la reincorporación de Flora.
—No pienso comer mientras no vuelva Flora.
No hay más remedio que obedecer sus órdenes.
En el ínterin he hablado con los Valdegumiel.
Mañana firmo la escritura, en Valdepeñas. Todo como al principio. Y Perona ha mandado a un propio a recoger la bolsa de deportes con los doscientos noventa y nueve millones novecientas mil pesetas que he conseguido salvar. Un baño, necesito un baño.
—Tomás, un baño con la esponja que hace muchas pompitas.
—Inmediatamente, señor.
—Podrías haberte callado lo del fútbol.
—No calculé sus consecuencias. Perdóneme, señor.
—Estás perdonado. Mañana no me acompañarás a Valdepeñas. Prefiero que busques a Flora y al Cigala ese. Ofrécele al bandido un trabajo en la cocina, y a Flora su viejo puesto junto a mi madre.
—Lo haré como usted desea, señor.
—Este mes ya cobras las treinta y cinco mil del aumento.
—Gracias, señor. El baño y la esponja de las pompitas a su disposición.
—Muy bien, Tomás. Y a la señora marquesa y a don Ignacio, infórmales que no almorzaré con ellos. Después del baño me marcho con
Gus
a dar una vuelta por la albariza. Ah, otra cosa, Tomás. Los secuestradores tenían razón. Mamá puede ser insoportable.
—Completamente, señor.
—Gracias, Tomás.
Otoño rabioso. Cambian las luces y se acentúan las sombras en La Jaralera. Me entristece esta sensación de nuevos fríos y viejas tradiciones. Para colmo, se me han hinchado las piernas. De los gemelos a los tobillos han decidido perder la forma, y caen como columnas. Los zapatos me duelen y Mamá ha llamado al médico. Una calamidad como médico, pero muy de casa. Me ha visto y su expresión no ha tenido nada de esperanzadora.
—Ácido úrico, señor marqués.
—En casa nunca se ha hablado de estas cosas —ha terciado Mamá muy oportunamente.
—Lo siento señora, pero su hijo el marqués necesita un diurético para orinar con más frecuencia.
A Mamá, la frase de la ciencia le ha dado muchísimo asco.
—Mi hijo, doctor, nunca ha orinado. Siempre ha hecho pipí.
—Pues su hijo necesita con urgencia un diurético para hacer pipí con más frecuencia, señora marquesa.
Para enredar más las cosas, Tomás el mayordomo, siempre tan discreto, ha abandonado su buena costumbre y se ha decidido a opinar:
—Con dos buenas meaditas se arregla el problema, señor marqués.
—A usted nadie le ha dado vela en este entierro, Tomás —le ha dicho Mamá con su característica dulzura. Y Tomás ha salido del cuarto un tanto cariacontecido.
Gus
también. Cuando mi madre me visita,
Gus
cede sus territorios. Lo más agradable que ha comentado Mamá sobre
Gus
no resulta excesivamente alentador.
—Este chucho huele a rayos —dijo en el día del amor canino.
Mamá cree que desde que
Gus
me acompaña he prescindido un poco de su tutela y dividido mis sentimientos. Un error muy propio de su edad.
Gus
me hace compañía, y me ofrece su lealtad, y está siempre a mi disposición, pero no es como Mamá. Se lo he dicho muchas veces, pero no nos perdona.
El doctor ha insistido.
—Dos días en la cama, las piernas hacia arriba, nada de sal ni de alcohol, mucha agua y encada comida el diurético del pipí. Y que nos quiten lo bailado, señor marqués.
El remoquete no le ha gustado nada a Mamá.
—¿Se refiere a algo en concreto, doctor?
—No señora marquesa, es una frase hecha.
—Muy tonta, por cierto, doctor.
—Sí, señora marquesa. Algo bobalicona.
Menos mal que la ciencia ha cedido ante la maternidad.
Y así estoy. Fuera, sopla el otoño. Don Ignacio, el capellán, me anunció ayer que había visto la primera bandada de ánsares sobrevolando el Cerrillo del Ombú. Pronto llegarán los nuestros. Se ha marchado Mamá, y a los dos minutos
Gus
ha recuperado su territorio y Tomás su función primordial. Servir a su señor.
—Estaba de muy mal humor la señora marquesa viuda —ha comentado de pasada.
—Pero reza por ti todas las noches, Tomás.
El dedo en la yema, la flecha en la diana, el perdigón en el corazón del zorzal. Tomás se ha desmoronado.
—Es que la señora marquesa viuda es buenísima, señor marqués.
Superado el contratiempo.
Tomás me ha procurado el viejo orinal de loza. Blanco con una raya carmesí en el borde.
—Para que mee el señor marqués sin tener que levantarse.
—Para que haga pipí, Tomás.
—Para que se cure, señor marqués, que es lo importante.
El dedo en la yema, la flecha en la diana, el perdigón en el corazón del zorzal. Me ha emocionado el colofón del diálogo. Son muchos los años que llevamos juntos, cada uno en su sitio.
—Si sube la Bolsa te aumentaré el sueldo.
—No es justo que mi sueldo dependa del índice «nikei» y de la deuda exterior del Perú —ha dicho Tomás en un arrebato comunista que no me ha pasado desapercibido. Resistencia pasiva. Sonrisa y silencio.
El diurético ha hecho efecto.
—Tomás, el orinal.
Con mucho cuidado me he incorporado y con más esfuerzo que resultado ha fluido de mi pitilín al recipiente un chorrito discontinuo más cantarín que abundante.
—Orina dorada, tumba preparada —ha comentado Tomás, que es muy de refranes.