El secuestro de Mamá (11 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: El secuestro de Mamá
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—Tomás, ¿la señora marquesa está enterada del asunto?

—Sí, señor. Y me ha ordenado que le transmita su decisión irrevocable de no abandonar sus habitaciones. Que se las arregle el señor como pueda.

Ignoro si el mandril aquel tenía madre, pero su decepción no distaría mucho de la mía ante una postura maternal tan escurridiza como la que describo.

—Tomás, invéntate lo que se te ocurra, dile lo que sea, pero no me atrevo a bajar.

—Ni yo tampoco, señor marqués; la señorita Olimpia me ha amenazado gravemente. En concreto me ha dicho que sabe que usted está en casa y que si le digo que no está, me pega una oblea. No ha utilizado el término «oblea», sino el fetén blasfemo.

—¿Y no te dejarías dar una bofetada por tu señor, Tomás?

—Bajo ningún concepto, señor marqués.

Superando el temblor de los muslos me he levantado del sillón. Cuando a un hombre se le deja solo ante el peligro tiene que dar ejemplo.

He bajado al salón y abierto su puerta con una decisión falsa, pero aparente. La jirafa, sorprendida, ha dado un respingo.

Está más gorda, pero mantiene el mismo número de granos, uno más, uno menos. Unos ciento veinticinco en el rostro.

—Por fin te atreves a dar la cara, Cristian —me ha soltado a modo de saludo.

—Bienvenida a La Jaralera, Olimpia Nicolaieva.

—Sólo dos palabras, imbécil. Siéntate.

He obedecido sus deseos con marcada distancia.

—Escucha bien, pichafloja. Espero que ésta sea la última vez que te veo, y que te hablo. Ya he superado la humillación, pero todavía no la he cobrado. En
Interviú
están muy interesados en publicar un artículo sobre vosotros. Me lo han ofrecido a mí. Opinan que a los lectores les divertirá saber cómo es tu madre, y muy especialmente, cómo es el idiota de su hijo. Puedo parar la publicación del reportaje, pero tendría que devolverles los veinte millones de pesetas que me han adelantado, de los treinta pactados por mi colaboración. Treinta millones, más diez que yo añado porque me sale de los granos, son cuarenta millones. Extiende el talón, Cristian. No volveremos a vernos.

Así lo he hecho. Un dolor, perder cuarenta millones de pesetas por una coacción tan burda. Pero el honor de la familia se ha salvado.

—Toma, Olimpia Nicolaieva. Me has salido barata —le he dicho con dolorido desprecio.

Ella ha recogido el cheque, lo ha guardado, me ha pegado una leche y ha salido por la puerta, como una bala.

—¿Todo arreglado, Susú? —me ha preguntado Mamá, ya sin riesgos en las cercanías.

—Sí, Mamá. Se ha marchado con el rabo entre las piernas.

—¿Todo arreglado, señor marqués? —se ha interesado Tomás.

—Sí, Tomás, y muy favorablemente.

—Pues se le nota la huella de un bofetón.

—Un gin tonic, Tomás.

—Ahora mismo, señor.

ESPERA Y ANSIEDAD

El tío Juan José, propietario de El Acebuchal, se está muriendo. En esta ocasión la cosa parece que va en serio, afortunadamente. Son noventa y tres años los que lleva encima, y muy aprovechados. Se lo encontraron en la cama con síntomas de carencias cardíacas y otros síntomas que me niego a especificar por pudor. La chica que supuestamente le acompañaba en el lecho había desaparecido. Según su mayordomo, Leandro, el tío Juan José estaba más puesto que un potro en sueños de primavera. He privado a Mamá de los detalles y sólo la he informado del diagnóstico médico:

—Mamá, el tío Juan José se está quedando pajarito.

—Ya era hora —me ha soltado mi madre con su sinceridad característica.

—Que Dios le perdone sus muchísimos pecados —ha remachado don Ignacio, muy contundentemente.

—Era un hombre sin escrúpulos —ha insistido Mamá.

—Todavía lo es, porque no se ha muerto —me he visto en la obligación de puntualizar.

Los médicos, muy pesimistas. Ha perdido la conciencia y tiene el corazón como una alcachofa abierta. Según su testamento, El Acebuchal pasaría a mi propiedad, si bien no del todo hasta que garantice la continuidad de la dinastía con un heredero. Pero lo poseeré en usufructo, que es lo mismo. Bonito campo, y preciosa casa, con demasiados cuadros, eso sí. Cuadros muy subidos de tono, de señoras desnudas y todo lo demás. Los venderé en una subasta. Lo malo es que me tengo que quedar con el personal, excepto con Leandro, al que deja una buena cantidad de dinero para que se retire.

Es fuerte, el tío Juan José. Dos días lleva agonizando, y no se decide. A Dios gracias, su estado empeora por minutos, pero el tipo aguanta. Los médicos han desaconsejado su ingreso en una clínica. Mejor así, que fallezca en su casa. Es verdad que su aspecto es lamentable. Está como dormido y de cuando en cuando resopla. Mamá me ha ordenado que no me mueva de su lado. Teme que el servicio aproveche su muerte para llevarse cosas de la casa antes de que se lea el testamento.

—Tú quieto y atento. Y cuando la casque tu tío, demuestra que eres el dueño. Don Ignacio y yo vamos a rezar para que Dios se lo lleve pronto y no alargue su agonía.

Tercer día. Sigue resoplando. Los médicos insisten en que no hay nada que hacer. He llamado a la funeraria y encargado un ataúd con empaque. El entierro será en el panteón de casa. Le ha bajado la tensión y esto huele a desenlace inmediato. Otro resoplido, más débil que los anteriores. Por supuesto que le han dado la extremaunción, pero no ha podido confesarse de sus pecados. Don Ignacio cree que se va a pasar unos dos millones de años en el Purgatorio, a ojo de buen cubero. Le ha gustado el dato a Mamá.

—Me horrorizaría morirme, subir al Cielo y encontrarme con Juan José.

Cuarto día. Ninguna esperanza. El pájaro aguanta. He consultado con los médicos la posibilidad de ayudarle a bien morir y ahorrarle los sufrimientos. No están de acuerdo.

—Su tío no sufre. Está sedado y tranquilo. —Me están saliendo unas ojeras como las gafas de Trotsky. Uno de los doctores se ha quedado, por sugerencia mía, para firmar el acta de defunción. Mamá y don Ignacio siguen rezando para que Dios se lo lleve pronto, Canto del cisne, mejoría de la muerte. Tío Juan José ha abierto los ojos. Los médicos aseguran que es un acto reflejo, un último esfuerzo que la naturaleza concede antes del sometimiento final.

—Leandro, dile a mi sobrino que se vaya a su casa con la pelmaza de su madre, y prepárame un Martini.

Ha salido de ésta. He llegado a casa acompañado del cansancio y la resignación.

—Mamá, el tío Juan José se ha puesto bueno.

Don Ignacio se ha santiguado, y Mamá ha sufrido un tirón en el cuello, por un estiramiento. Derecho a mi cuarto, donde Tomás me ha preparado el baño. Inolvidable la acogida de
Gus,
siempre ajeno a los intereses de la vida.

—¿Falleció su tío, señor marqués?

—No, Tomás. Incomprensiblemente, se ha curado.

—Lo siento muchísimo, señor marqués.

—Gracias, Tomás.

Y me he metido en el baño.

ORFANDAD

Mamá ha amanecido guerrera. Al besarla en la frente para desearle los buenos días me ha retirado el objetivo del ósculo. Seca como la mojama. Áspera como la lija. Cortante como el alfanje de Abderramán III. Su mirada ha establecido respecto a la mía una distancia insalvable. El cariño maternal ha brillado por su ausencia, y me he sentido huérfano total por primera vez en mi vida. Nunca me había rechazado el beso matutino, ni en sus peores días.

Con las lágrimas a punto de cauce procedo a transcribir, con rigor textual, el amargo diálogo del trance en cuestión.

—Buenos días, Mamá.

—Ah, eres tú —ha comentado al tiempo que escoraba su cabeza para que mis labios no encontraran la resistencia amada de su frente.

—Te noto rara, Mamá.

—Yo a ti no te conozco —me ha dicho a modo de réplica.

—Soy tu hijo, Mamá —le he aclarado, por si la edad le ha velado la luz de la memoria.

—Mi hijo murió ayer. Tú eres un impostor. Fuera de mi vista.

Lo apuntado al principio. Seca como una mojama, áspera como una lija, cortante como el alfanje de Abderramán III, y además-se me había olvidado-, gélida como un iceberg.

Cortadísimo y confundido, he salido de casa para respirar aire puro de la mañana, que ya huele a primavera.

Gus
ha interpretado mi tristeza con el acierto de siempre, y me ha seguido con prudente distancia, moviendo el rabo menos de lo acostumbrado. Frente a mí se ha levantado un bando de perdices. No he reparado en ellas, ni me ha interesado comprobar sus querencias. Respiro el aire pero no lo disfruto.

A la hora del aperitivo he vuelto con Mamá. Reza acompañada de don Ignacio. También el capellán se ha mostrado frío y sintético. Mamá ni una palabra. Me mira fijamente, tuerce la boca y olvida mi presencia. En el pasillo me he topado con Flora.

—¿Qué pasa en esta casa, Flora? —le he cuestionado con el imperio de mi rango.

—Pasa lo que tenía que pasar. Ni más ni menos, señor ex marqués.

Que Flora, la doncella de mi madre, se atreva a llamarme «ex marqués», ha colmado el vaso de mi paciencia.

—De ex marqués nada, Flora. Señor marqués como siempre. —Pero Flora no se ha arrugado:

—Si usted no es hijo de la señora marquesa, y no lo es desde ayer por la noche, usted no es el señor marqués. Y ahora déjeme en paz que voy a atender a mi marquesa de verdad.

En el comedor, como si no existiera. Sólo Tomás me ha tratado con el respeto debido. Al levantarnos, Mamá le ha dicho a Flora.

—El café en mi salón de rezos, Flora. Dígale al impostor de mi parte que renunciamos a su compañía.

Un lío.

Tomás, a regañadientes, me ha puesto al corriente de los acontecimientos.

—Ayer, señor ex marqués, y perdone que le llame así pero tengo que defender mi puesto de trabajo, la señora marquesa tuvo la ocurrencia de acceder a su habitación mientras usted se fumaba el cigarrillo en el jardín. Quiso comprobar que todo estaba en orden. Las madres son así, señor ex marqués. Cuando se disponía a abandonar sus aposentos, reparó en su mesilla de noche, y casi se desmaya cuando vio el último número del
Play Boy.

En su portada, y muy especialmente en su interior, aparece, si mal no recuerdo, la explosiva Melanie Trudon completamente desnuda. Además de su desnudo, se reflejan interesantes reflexiones vitales, entre las que destaca la concerniente al más guardado de sus secretos: «Sólo me depilo de junio a septiembre.» Como comprenderá, señor ex marqués, el disgusto de su ex madre fue colosal.

Ahora lo entiendo todo. Compré el
Play Boy
en Sevilla y no lo escondí después de leerlo junto al resto de la colección. Cosa de la prisa, de la vida frenética de hoy. Si algo desprecia Mamá es la concupiscencia, el pecado carnal. Me va a resultar muy difícil recuperar su amor. A la hora de cenar lo he intentado, pero con pésimo resultado.

—Mamá, deseo confesarme con don Ignacio de mi grave falta contra el sexto.

—Don Ignacio sólo confiesa a la gente de esta casa. Y ahora, precisamente, está muy ocupado preparando el funeral por el alma de mi único hijo, que falleció ayer.

Me he derrumbado.

—Mamá, por favor, perdóname.

—Haga el favor de respetar mi dolor.

Y yo me he encerrado en mi cuarto para llorar. Y lo he hecho. A Mamá no le gusta que llore, pero si ya no es mi madre…

SIGUE EL COMPLOT

No he podido dormir de la preocupación. A las diez, como todas las mañanas, ha entrado Tomás. Venía sin la bandeja del primer desayuno.

—Buenos días, señor ex marqués. Son las diez. El desayuno está preparado en el comedor.

—¿Y mi café de siempre, Tomás?

—La señora marquesa ha ordenado que no se le lleve el desayuno a la cama a los impostores. Lo siento, señor ex marqués, pero el reglamento es estricto. Si me sorprenden trayéndole el café a la cama, puedo ser despedido fulminantemente.

Mi indignación no puede ser descrita. Todo por un
Play Boy
mal escondido.

En bata, sin lavarme ni peinarme, he acudido al cuarto de mi madre. La he encontrado vestida de riguroso luto, como los cinco años posteriores a la muerte de Papá. A pesar de su actitud, he querido demostrarle que puedo perdonar.

—Buenos días, Mamá.

—Buenos días joven. No me llame Mamá. Mi hijo falleció anteayer. Si no se lo cree, repare en mi atuendo de luto.

—Mamá esto se está pasando de castaño oscuro. El servicio me llama ex marqués. Tomás no me lleva el desayuno a la cama cumpliendo tus instrucciones. Me siento extraño, perseguido y confuso. No soporto ni un segundo más esta situación. Te recuerdo que el propietario de esta casa soy yo. Y como señor de esta casa, y como hijo, te exijo una rectificación inmediata.

—Mi hijo jamás le hablaría así a una madre de ochenta y siete años. Si considera usted que usurpo sus derechos, proceda a denunciarme en el Juzgado de Guardia. Y ahora, joven, abandone esta habitación.

—La abandono, Mamá, pero te advierto una cosa. Estaré en la cama. No me levantaré hasta que Tomás me traiga el desayuno. Si no lo hace, moriré de inanición. Inicio una huelga de hambre en reivindicación de mis derechos.

—Buenos días, Mamá.

—Con Dios, joven.

Ni un brillo de cariño, ni un segundo de duda, ni un celemín de tristeza. Allí se ha quedado tan campante. En el pasillo, me he cruzado con don Ignacio.

—Don Ignacio; haga el favor de influir en mi madre. Lo que he hecho no es tan grave. Estoy dispuesto a confesarme y cumplir la más dura de las penitencias.

—No estoy en condiciones de oír sus ruegos. La señora marquesa no admitiría mi debilidad ante el pecador obsceno. Lo siento.

—Más lo siento yo, que voy a ponerle de patitas en la calle.

—Sinceramente, no hay huevos, señor ex marqués.

El estupor me ha vencido. Don Ignacio, el capellán gordo y bonachón, el hombre de Dios en esta casa, de mi casa, hablándome en ese tono y con una terminología carcelaria. He llegado a mi cuarto, me he metido en la cama, y tras tocar el timbre, he iniciado mi huelga de hambre. A los treinta minutos del primer timbrazo —he dado cincuenta y siete-, ha aparecido Tomás.

—El desayuno, inmediatamente. Tomás, he dicho que inmediatamente. Si no me lo traes, estás despedido.

—Lo tiene debajo de la cama, señor. Con un suizo para mojar. Pero no se lo diga a nadie, señor. Me tengo que ir. En la capilla se está oficiando el funeral por su alma. Con su permiso, señor.

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