—Con treinta mil pesetas al mes no pago ni el jabón de los lavabos.
—No sabía que en los lavabos hubiera jabón.
—Sí; hay jabón.
—Me fío de su palabra.
—Vaya cuando quiera a comprobar si hay o no hay jabón.
—Le repito que su palabra me basta, Fresnedal.
—Se lo agradezco mucho, señor marqués. Pero hablábamos de las treinta mil pesetas. Con esa cantidad no tengo ni para el jabón de los lavabos.
—Me estoy haciendo un lío con el jabón de los lavabos, Fresnedal. Intento llegar al grano, y el grano es la escena de cama.
—Si a esa película le quitamos la escena de cama, se queda en nada, y además está terminantemente prohibido por la ley. No me gustaría verles a usted y a la señora marquesa viuda en el juzgado, señor marqués. Pero para su tranquilidad, la película se retirará el próximo jueves, y voy a sustituirla por una de dibujos animados, con Blancanieves y los siete enanitos como protagonistas.
—Le diré a mi madre que está usted muy arrepentido, que va a poner una de dibujos con Blancanieves y que en sus lavabos hay jabón.
—Lo había, señor marqués. Si no me aumentan a cincuenta mil pesetas la asignación mensual, no podré poner jabón.
—De acuerdo, Fresnedal. Me ha convencido. A partir de ahora, le enviaré cincuenta mil pesetas, pero no se lo diga a nadie. No quiero que se entere ni la señora marquesa viuda, ni el servicio de casa.
—Cuente con ello, señor marqués. Y muchas gracias por todo. No hace falta que me acompañe. Me conozco el camino de memoria. Que Dios les colme de felicidad. Buenos días, señor marqués.
—Buenos…
No pude terminar la frase. Fresnedal había desaparecido. De un lado, había salvado el honor de la familia, si bien sentía en mi ánimo el nacimiento de una leve inquietud. Me senté en la butaca cómoda para meditar, y en ésas estaba cuando entró Tomás, el mayordomo.
—Señor marqués, el señor Fresnedal ha abandonado La Jaralera muy contento. Gritaba algo así como: «¡Es un pichón!»
—Sería para disimular. Le he dado un rapapolvos que no va a olvidar en muchos años.
—Así me gusta, señor marqués. Al que lo merece, leña al mono.
—Gracias, Tomás. ¿Se ha levantado la señora marquesa viuda?
—No. Continúa remolona, como usted dice con tanta gracia.
—Es gracioso ¿verdad Tomás?
—Graciosísimo, señor marqués. Tendría que dedicarse a escribir comedias.
—Me falta tiempo y me sobran preocupaciones, Tomás. Cuando lleguen don Manuel y don Felipe Valdegumiel, atiéndeles bien. Yo estaré con
Gus
en la recoleta de las magnolias.
—Muy bien, señor marqués.
La sensación más agradable de cada día me la proporciona
Gus
cuando me saluda. Corre hacia mí como una flecha, salta, me lame, va y vuelve por entre mis piernas, mueve el rabo, sonríe… Sí, he escrito que sonríe.
Gus
sabe sonreír, y llorar, y por sus ojos pasan los mismos brillos y velos que por los de los hombres. A
Gus
le gusta acompañarme, y sabe perfectamente dónde puede levantar la pata y dónde no. Nunca en los rododendros, jamás en las buganvillas. La madurez, el otoño, me ha convocado con nuevos alicientes. Ahora me interesa el jardín, y sigo su evolución, y no me preocupo de su salud. Pepillo, uno de los jardineros, ha conseguido una obra de arte en la tapia sur, la que separa el jardín de la casa del patio de los coches de caballos. La tapia no se ve y parece una muralla del arcoíris. Buganvillas moradas, rojas, naranjas, tostadas, amarillas y blancas. Del morado al blanco, todos los matices. Y
Gus
las respeta casi tanto como lo hago yo. A propósito, tengo que mejorarle un poco a Pepillo, que trabaja más que los demás y siempre está de buen humor. Pero que tampoco se entere Mamá.
—¡Vamos,
Gus!
Dios habrá llamado a los hermanos Valdegumiel por los caminos de las monterías, pero no por el de los negocios. La pareja de mofetas me esperaba en el salón tomando un café preparado por Tomás. Los Valdegumiel son manchegos de pura cepa y viven en el Viso del Marqués, muy cerca del palacio del marqués de Santa Cruz donde se guarda el Archivo de la Armada. El marqués de Santa Cruz era mucho más raro que yo, y levantó en pleno corazón de La Mancha un palacio para albergar los recuerdos y documentos marinos de sus antepasados. Como si yo, en plena Jaralera, construyera un acuario, con la mala suerte que dan los peces. En La Mancha se dice una estrofilla que resume muy sabiamente lo caprichoso que era aquel marqués.
El marqués de Santa Cruz
hizo un palacio en el Viso,
porque pudo, y porque quiso.
Bien por Santa Cruz. Pero estábamos con los Valdegumiel, tan hermanos, tan rudos, tan monteros y tan sudorosos. Son parientes muy lejanos, y no sabría decirles por qué antepasado común. No me interesa saberlo, por razones de olor. Las malas lenguas aseguran que son los mejores tiradores de cochinos de España, porque los guarros entran en sus puestos como si lo hicieran para saludar a la familia. Huelen como ellos, y rompen en sus posturas con enorme confianza. El mayor, Manolo, apenas habla. Se limita a aprobar lo que negocia Felipe, el menor de los dos, que tiene más verborrea y conocimientos. Acento feísimo, muy paleto, poco urbano.
—Cristián Ildefonso, hemos venido para lo que sabes. Nos interesa, siempre que no te subas por las nubes, la Serranilla del Quejigo.
—Precisamente he hablado con Mamá de la Serranilla, y a los dos nos da mucha pena venderla. Pensábamos hacernos allí una casa para cambiar de aires.
—Cristian Ildefonso, no intentes engañarme. Ni a ti ni a la tía Cristina —Mamá-, os importa un bledo la Serranilla. Vuestro guarda, Manuelo, nos ha dicho que no la visita un Sotoancho desde el siglo XVIII.
—Hablaré con Manuelo muy seriamente, por cotilla.
—Mira, Cristián Ildefonso. Para vosotros, la Serranilla no es nada, y para nosotros, puede significar mucho. Mi hermano y yo estaríamos dispuestos a pagaros ciento cincuenta millones de pesetas por ella.
Cuando Felipe Valdegumiel pronunció «ciento cincuenta millones de pesetas», sentí un dulce calor de alegría por todo mi cuerpo de Coburgo. Disimulé y puse cara de descontento, pero a un paso estuve de abrazarme a él, a pesar de su aroma a madroño en conserva. No tardé en decidirme.
—¿Os quedaríais con Manuelo, el guarda?
—Por supuesto que sí. Es una gran persona y se conoce la Serranilla palmo a palmo.
—¿Aceptarías escriturar por cien millones y entregarme en «black is black» los otros cincuenta?
—Habíamos pensado una solución parecida.
—¿Me prometéis, bajo palabra de honor, que nunca diréis a mi madre lo de los cincuenta millones en «black is black»?
—Unas tumbas, Cristián Ildefonso.
—Entonces, de acuerdo. Os vendemos la Serranilla del Quejigo por cien millones de pesetas más cincuenta que me daréis en efectivo y sin recibo antes de la firma. No penséis mal. Quiero hacerle un regalo a Mamá.
—Esta es mi mano —dijo Felipe, ofreciéndomela.
—Ésta es la mía —murmuró Manolo con gran dificultad de dicción, haciendo lo mismo.
—Ésta es la del marqués de Sotoancho —dije yo mientras apretaba primero la de Felipe y después la de Manolo.
—Primo, un abrazo —propuso Felipe.
—Eso sí que no —rechacé yo colocándome con felina agilidad detrás de una cómoda.
Quedamos en que ellos se ocuparían del notario y del resto de bobadas que hay que llevar a cabo para legalizar un contrato de compraventa. Y que en dos o tres días, a lo sumo, tendría en casa una maleta con cincuenta millones de pesetas en efectivo. Una maleta fantasma, por cuanto nadie, absolutamente nadie, excepto ellos y yo, sabríamos de su existencia. Por pudor, les dije que eran para regalar algo inesperado a Mamá, pero la verdad es que van a ser para mí. Quiero tener cincuenta millones de pesetas en efectivo para hacer con ellos lo que quiera y sin tener que dar cuentas a nadie. Ya soy mayorcito para recibir este premio.
Acudí a Mamá. Primero lo de Fresnedal, para disimular.
—Mamá, he puesto a Fresnedal en su sitio. Va a quitar inmediatamente la película pornográfica y a programar una de Blancanieves y los siete enanitos.
—Y del sueldo de treinta mil pesetas ¿qué?
—He decidido, siempre en tu nombre, mantenérselo en señal de confianza. Tiene graves problemas con el jabón.
—¿Qué jabón? —preguntó Mamá con la ceja ligeramente levantada.
—El jabón de los cuartos de baño del cine. Gasta mucho en jabón y yo, por respeto a la higiene, he creído conveniente respetar la asignación. Pero lo bueno viene ahora, Mamá. Hemos vendido la Serranilla a los Valdegumiel por la cantidad que tú querías. Cien millones de pesetas. Y ellos pagan los gastos y los impuestos.
—Estoy orgullosa de ti, Susú. Y Papá lo estaría también.
—Gracias, Mamá —dije con un golpe de mala conciencia terrible y un principio de puchero traidor.
—No llores, Susú. Sabes que en esta casa sólo puede llorar el servicio.
Y me dio un beso en la frente.
Abandoné el cuarto de Mamá lleno de remordimientos. Le estaba robando, a mi propia madre, cincuenta millones de pesetas. Pero más fuerte que el remordimiento era mi ilusión. Estoy harto de tener que pedirle la paga cada domingo. El dinero no me hace falta, pero no me sobra. Nunca lo he tenido para gastármelo a mi antojo, porque con veinticinco mil semanales no tengo ni para empezar. Trabajo y administro yo, pero la firma de las cuentas corrientes es conjunta, y no se le escapa ni una. Por fin, a mis sesenta y un años, voy a saber lo que significa tener dinero. Ser millonario. Correrme una juerga. Dormir en el Alfonso XIII sin que sepa Mamá que estoy en el Alfonso XIII. Ese dinero va a ser mi libertad.
De un lado, mi albariza, mis patos, mis atardeceres, mi Guadalmecín, mi Manchona, mis buganvillas y
Gus.
Del otro, mi maletín con cincuenta millones.
Empiezo a ser libre.
Para mantenerme en forma hago gimnasia todas las mañanas. Me han dicho que es buenísimo para la salud corporal y mental. Tampoco me paso, y me limito a intentar tocarme con la punta de los dedos de la mano la punta de los dedos del pie sin doblar las piernas una o dos veces y a efectuar una tanda de tres flexiones para endurecer los músculos del estómago, que llaman abdominales. Los primeros días la cosa no fue bien, porque hacía la gimnasia después de desayunar, y vomitaba inmediatamente. Fue Tomás, el mayordomo, el que me recomendó que hiciera los ejercicios antes del desayuno, y ahora me sienta divinamente. Incluso desayuno con apetito. Pero todavía no he conseguido alcanzar los pies con las manos sin doblar las piernas. Las doblo una barbaridad, y Tomás me hostiga con sus comentarios.
—Está haciendo trampa, señor marqués. Dobla las piernas.
—Es que si no las doblo, no llego ni a las rodillas.
—Y si las dobla, no le sirve para nada la gimnasia.
—Estoy mucho más delgado y ágil que tú.
—Tururú, señor marqués. Fíjese.
Y miré, y lo que vi me dejó turulato. Tomás se puso en posición de firmes, y poco a poco, sin delatar esfuerzos, inició un movimiento de ascensión de su pierna derecha hasta llevar su pie junto a la cabeza. Parecía un flamenco desarbolado. Con la sonrisa en los labios se mantuvo en perfecto equilibrio durante interminables segundos, y con la misma cadencia que en la subida, bajó hasta su posición natural la pierna quedando en la postura inicial. Cuando creía que todo había terminado, se dio un impulso, dibujó un escorzo muelle, y efectuó un salto hacia atrás con voltereta completa de una perfección indescriptible. Terminada la demostración, y haciendo uso de un conocimiento lingüístico de gran efectividad, gritó:
«Voilà!»
, y me dejó sumido en la perplejidad más profunda.
—No salgo de mi asombro, Tomás.
—No tiene importancia, señor marqués. Antes de entrar a su servicio fui acróbata en el Circo Price de Madrid.
—Estoy muy orgulloso de ti, Tomás. Mereces una revisión de tu sueldo.
—Se lo agradezco mucho, señor marqués.
—He dicho que lo mereces, no que te lo vaya a subir.
—Entonces no se lo agradezco nada, señor marqués.
—El desayuno, Tomás.
—Ahora mismo, señor marqués. Pero su gimnasia es lo más chungo que he visto en mi vida.
—El desayuno, Tomás.
—Ahora mismo, señor marqués.
Todo el día en Jerez. Las obligaciones mandan. Consejo de administración y despedida de Gutiérrez, el director general. Me gusta Jerez, y más aún el Puerto de Santa María. Cuando me sobra tiempo me dejo caer por ahí. Pinares sometidos al poniente o al levante, que es la obsesión de la zona. Tierra de luces y melancolías. Me pasa que en Jerez me consideran de Sevilla, en Sevilla de Jerez, y en el Puerto de Santa María, un bicho raro, híbrido y tornatrás. Los Sotoancho somos más bien sevillanos, pero tenemos sangre vasca, aunque muy diluida ya. Los Hendings, por parte de Mamá, más jerezanos, pero con muchos parientes en Sevilla. Mezclas de sangres y estirpes, pero ninguna portuense. Me habría encantado tener un pariente Osborne, o Terry, o Caballero, pero no. Me los puedo inventar, pero se darían cuenta y me mirarían de lejos. La verdad es que la estricta norma de no tener más que un hijo nos ha limitado mucho los parentescos. Tampoco los Domecq, o los González, o los Williams, o los Vergara o los Mérito han colaborado en el crecimiento del frondoso árbol de los Sotoancho. En el fondo les molesta, pero son demasiado orgullosos para reconocerlo.
Mi padre estudió unos años en los jesuitas del Puerto. Allí lo hicieron también su admirado Fernando Villalón, y Juan Ramón Jiménez, Pedro Muñoz-Seca y Rafael Alberti. Papá fue el único Sotoancho que estudió el bachillerato en un colegio. Quizá por ello su afición a la poesía. Ya lo he escrito. Cuando bebía alguna copita de más, recitaba en alto poemas de campo y caballos, toros y garrochistas, marismas y dehesas. A Mamá le daba la tabarra tanta poesía y le mandaba callar.
—Con tanta poesía te vas a volver mariquita.
Mi padre no le hacía caso. Se sabía también los poemas de Rafael de León, que ya despuntaba por aquellos tiempos. Y de Luna, Pemartín y Pemán. Una tarde nos recitó unos versos de San Juan de la Cruz, pero Mamá se puso como es ella:
—Con lo fácil que es hablar de Dios, y lo difícil que lo hace ese pobre hombre.