Cuando todo estaba silencioso y me enteraba de que Marcos seguía durmiendo en su habitación mientras yo me tenía que poner con la plancha en la habitación contigua, me entraba el desespero. Ese era el decaimiento total. Sucedió así varios días. Yo llegaba y él dormía en su cuarto.
Así no pude resistirme, abrí la puerta y le miré por la rendija… Marcos estaba tendido con los brazos abiertos. Se movió y yo cerré los ojos a la vez que cerraba la puerta de una manera ridículamente sigilosa para no ser pillada al verle desnudo. Cuando volví a abrir la puerta pasados unos minutos, se había quedado de lado en posición fetal agarrado a la almohada, como un bebé grande tirado en medio de su cuna con las sábanas revueltas. Dormía en calzoncillos y sin camiseta, dejando la espalda al aire, huesuda y musculada a partes iguales, masculina; noté la columna curvada en un arco de huesos en el que se podían enumerar las vértebras como una secuencia. Yo debía cerrar la puerta, pero mis ganas por él me llamaban diciéndome «entra y cúbrele con la sábana, no lo dejes así». Callada y semiescondida, pero sin soltar la mano del pomo, escuchaba su respiración…, fuerte, soltaba y cogía aire por la boca de forma sonora... Me dejé llevar por sus bocanadas de aliento. Era un jadeo de soplos cálidos y acompasados sin cadencia alguna, irregulares en la desnudez. Volví al cuarto con la ropa de la plancha después de dejar su puerta entornada sin hacer el mínimo ruido. Recé un avemaría para colarme en sus sueños.
Lo que quería era acostarme a su lado, estrecharme en su espalda recogida en su descanso, envolverme con la sábana sintiendo el calor de su cuerpo, abrazarle incluso sin que me notara. Pero no podía, no podía, no podía… Esa era mi tortura. Esa era mi rabia. Me moría. La tristeza que provoca el saber que no puedes besar es infinitamente más dolorosa que un último beso.
Me ahogaba continuamente en su casa; y cuando se levantaba y me lo cruzaba en el pasillo, tuve que explicarle en más de una ocasión que eran cosas de la fatiga, que tenía una alergia crónica y que me aparecía cuando estaba baja de defensas. «Coge lo que quieras de la nevera», me decía para consolarme.
—¿Has desayunado bien?
—Sí, sí. Es una fatiga tonta.
—Bueno, pues desayuna algo.
Y mi «gracias» debilitado se me atascaba en la garganta suplicándole un roce, un beso, un algo que me reconfortara de ese ir y venir por su vida sin permiso. No sé cómo pude aguantar. Lo que en un principio era simpático, todos esos días en busca de sus fotos, recopilando revistas, recortando fotos, enumerándolas, fechándolas, intentando saber de su vida por las entrevistas o hurgando en las tiendas donde compraba…, ahora era desolador. Todos los martes y jueves, mis días de limpieza, cuando subía las escaleras (lo prefería por no llegar en ascensor y ralentizar mi ilusión), llegaba dispuesta a sentirle cerca, a ver lo jovial que estaba, lo accesible que se me entregaba con sus comentarios y envolverme de su vitalidad… El aire se me hacía tóxico nada más entrar.
Así, una tarde le dije:
—A veces siento que molesto.
Y él contestó, sinceramente:
—No quiero que tengas esa sensación.
No quería que me sintiera mal. Tal vez, me explicó, el problema era que ahora no tenía tantas grabaciones ni sesiones de fotos y se pasaba más horas en casa.
—Sé que puede incomodarte que esté por aquí mientras haces la casa, pero es que me quedo dormido porque alargo las noches leyendo o salgo a tomar una copa. A lo mejor así no trabajas bien, conmigo dentro…
—No, no. No te excuses. No lo decía por eso, es por si quieres que venga en otro momento, tal vez te viene bien otra hora. Así duermes tranquilo…
Me sonrió y días más tarde, cuando llegué —era jueves—, cogió sus cosas y se bajó al jardín del museo, el que estaba pegado a la parada de autobús. No me pareció bien, pero empecé a respirar mejor. Yo creo que tuve, incluso, demasiada suerte. Empecé a impacientarme menos y a llorar menos con él fuera de la casa. Su presencia no física ya me era bastante difícil como para tenerle dentro junto a mí. Me bastaba con saber que todo aquello que tocaba y limpiaba era suyo. Era una funámbula que deambulaba entre cacharros, lavadoras y toallas. Ya había oído hablar de que los objetos tienen energías, el magnetismo del dueño se queda impregnado en las cosas y puedes sentir la piel ajena cuando tocas algo de la persona que amas más allá de la muerte. Tan cierto… No podía estar más de acuerdo con eso, aunque me sintiera ridícula palpando sábanas, libros o ceniceros. Me había resignado a esa felicidad de segundo grado, enfermiza.
Mientras él estaba en el parque leyendo con unos auriculares chiquititos blancos, yo le sentía en los almohadones, revolviendo las mantas, apoyándome en la dureza del colchón, manoseando la cabecera de la cama, acariciando el borde de los vasos en los que había bebido, palpando con los dedos en los marcos de fotos o en las caracolas… Lo prefería así. Al menos durante un tiempo. No soportaba caminar por el pasillo, entrar al baño, salir a la cocina y… tropezarme con él como un fantasma. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: él era mi fantasma más que mi fantasía.
Él salía cuando yo llegaba a su casa. Empezamos a cruzarnos sólo en la puerta, tal vez cuando escuchaba las llaves en la cerradura emprendía la marcha. Así como dejaba el bolso colgado en la percha de la entrada me entregaba un «Buenos días, Begoña», yo le dedicaba un «Muy bien, Marcos» y se bajaba. Mi vida empezaba a ir marcha atrás. Todo lo que había conseguido se me estaba esfumando por no sobrellevar bien su presencia física a mi lado. Trato de imaginarme haciéndolo todo mejor, digiriendo la normalidad con más paciencia, pero por aquel entonces… no podía.
A veces, cuando me marchaba de su casa y le dejaba una nota con las cosas que hacían falta, él todavía seguía leyendo en la calle ajeno a todo. Bueno, ajeno a mí. Desde el balcón le miraba entre una faena y otra. Dejaba la escoba apoyada en la televisión y me acercaba a las cristaleras del balcón como antes lo había hecho con su cuarto, mirando por la rendija. Esta vez, disimulaba entre las cortinas. ¿Cómo podía haber cambiado todo? ¿Cómo podía ser él el que ahora estuviera en la calle ignorante de lo que pasaba arriba? ¿Cómo era tan absurda? Yo era una intrusa, me estaba convirtiendo en un mero «buenos días», cada día más distante, más breve. Casi siempre me he equivocado de decisión en la vida y otra vez, otra vez, otra vez, otra vez… me estaba volviendo a equivocar. Lo malo era que me estaba haciendo pedacitos por resignarme a casi nada. Y eso que yo esperaba con impaciencia los días de limpieza, llegaba con más fuerza que cuando esperaba en la calle, aquellos días en los que suspiraba con sólo tropezarme con él. Pero —me dije— se me va la cabeza, a veces olvido todo, olvido sobre todo lo que soy.
Aquel «lo que soy» era invariable. Pero lo olvidaba.
Ya no sólo limpiaba la casa como una asistenta, sino que me estaba convirtiendo en una mujer invisible de nuevo. A menudo cuando yo llegaba, él ya llevaba los auriculares puestos y mi entrada era muda. Tanto que empecé a decir «buenos días» sólo vocalizando con los labios, sin llegar a emitir sonido porque, sabía, no me estaba escuchando. Yo era ahora la foto, el retrato desaparecido, sin vida, que él pagaba. Marcos cerraba la puerta de un portazo seco, yo aguantaba unos segundos dentro hasta que se escuchaba la maquinaria del ascensor en el rellano y, entonces, me pegaba a la pared inmovilizada, llorando derrotada por la única victoria que había conseguido. Él.
A diferencia de la mujer que había sido, me estaba evaporando. Y no sólo eso: alguna mañana no acababa de planchar todo lo que se amontonaba en la cocina, ni siquiera ordenaba las revistas del salón. Olvidaba poner el lavavajillas. Dejaba de lado la ducha. No repasaba la ropa. (…) En aquellos días, estando en su casa, convertí el balcón en mi nueva parada de autobús. Él estaba abajo y yo arriba. Había trastocado los escenarios. Marcos, sentado en el banco de madera, pasaba las páginas del libro que leía con una suavidad que contrastaba con la dureza del paisaje de coches, ambulancias, pitidos de claxon y la marabunta de anónimos conocidos en el semáforo. Me sentaba y le miraba desde arriba embobada, intuía qué lectura le tenía abstraído o qué llamadas recibía al móvil cuando se incorporaba en el banco y dejaba el libro a su lado. Tanto me sumergía en aquel punto del parque en el que él, sentado, embebía la lectura en solitario que se me pasaba la mañana así. Antes corría a esconderme por la calle, ahora tenía sus llaves para vigilarle sigilosa y observarle desde su propia casa. En mi corazón todo continuaba igual, seguía sintiendo AMOR, y lo escribo con mayúsculas…, pero era incapaz de sobrellevarlo de cerca. No lo resistía. La culpa impide aceptar la realidad, por muy engañosa que sea la imaginación, y eso era lo que pasaba. Me estaba resignando. Me había desbordado por torpe, algo que incrementó mi desorden emocional. Era de esperar, lo desmañada que puedo ser al no controlar mis sentimientos se me convirtió en el peregrinar de un alma en pena.
Ya me estaba pareciendo a mi madre. Me estaba convirtiendo en ella. Ella, que había hecho del silencio su forma de expresarse. Cuarenta años después la estaba imitando involuntariamente. ¡Cómo actúa el subconsciente! Casi sin darnos cuenta, como si alguien la hubiera amordazado, empezó a callar en casa. Yo llegaba del colegio y poníamos la mesa con urgencia porque llegaba él, mi padre, con ganas de tenerlo todo listo. Todo debía estar en su sitio, la silla de brazos frente al televisor libre para él, «pon esto en el sitio de tu padre», una cerveza fría; la jarra de agua a su alcance, el baño libre de trastos por si entraba, las cortinas corridas, la comida caliente, el vaso a su derecha, la copa de vino, «por si quiere»… Mi madre era ya muda. Había dejado de existir en la casa y de tener opinión sobre las cosas, todo estaba bien, todo le parecía bien, todo podía hacerse, todo era sí. Pero su «sí» era un sí con la cabeza, no lo decía, lo gesticulaba cerrando los ojos.
Tiré al levantarme de la mesa el pan al suelo. Fue un día que me iba de excursión con mis amigas. Mi padre empezó a descargar en cólera una exagerada tromba de desaprobaciones.
—La estás educando mal. ¿No ves que es una torpe, que no sabe hacer nada, que no sabe comportarse?
Mi madre asentía y yo lloraba.
—No se llora. ¿No te he dicho que está prohibido llorar?
Mi madre me pasaba su pañuelo por la mesa, alargando su brazo bajo el tapete; era uno de esos pañuelos bordados que guardaba siempre en la manga del jersey.
—¡Deja de consolarla!
Mi madre me miraba abrazándome con los ojos vidriosos mientras se arrodillaba a por el pan.
—¡Deja que lo coja ella!
Mi madre se había agachado a por el canastillo que había caído al suelo.
—¡Que lo coja!
Mi madre me miraba con misericordia.
—¡Y trae agua fresca! ¡Que esta está caliente!... Y tú, ¡tú no te vas de excursión!
Mi madre se levantaba hacia la cocina mientras la poderosa voz de mi padre se pegaba al papel de las paredes como el humo de su tabaco. Yo me levantaba del suelo temerosa de volver a ver la cólera en su mandíbula, firme de odio, agresivo, dando manotazos a la servilleta.
Mi madre, mi madre, mi madre… Mi padre, mi padre, mi padre…
Por lo visto la forma de encogerse de hombros y soportar la furia era callarse. Callándose se había hecho invisible, imperceptible a la bilis de él. A mí me indignaba que nunca reventara ante sus ataques y desatara por una vez el coraje que se estaba atrofiando en el mutismo. Pero callada podía huir. Lo entendí. Pero lo entendí mucho tiempo después.
—La fruta no está bien pelada.
—Espera que te doy otra.
—Ahora ya no, ya me la estoy comiendo. ¡Es que no sabéis ni pelar un melocotón!
En la cocina estaba el refugio donde se podía llorar, donde se podían callar los enfados y apagar la amargura de mi madre. La fruta la había pelado yo para que mi madre hiciera el café con el que se volvía al trabajo, pero ella asumía que también era la culpable de haber pelado mal la fruta. Y se quedaba callada. Mamá ponía el café recién hecho en la taza de mi padre y murmuraba acercándose a mí: «No te asustes, no te asustes…». Le servía el café con una cucharada de azúcar, la exacta. Se la servía como si estuviera poniendo veneno, con todo mi odio. Sin embargo mi madre, arreglándose el delantal, me decía:
—Dale un beso a tu padre, que se va ya.
Los recuerdos me podían. Tanto que el volver a recordar la fruta mal pelada sirvió de sacudida a la anestesia que estaba viviendo en casa de Marcos. Me sorprendí reaccionando instintivamente en una actitud más propia de una reacción genética:
—Marcos, no quiero molestarte, soy Begoña.
—No me molestas, dime —dijo incorporándose en el banco del parque.
—Es que, como no estás en casa, quería saber si la fruta de la nevera la puedo tirar. Está pasada.
—Ah, ni me he dado cuenta. Mejor tírala, sí. Gracias.
—Y las revistas que has dejado en el sofá, ¿son para tirar o para guardar?
—Ah, puedes tirarlas también. Ya he recortado lo que me interesaba.
—¡También recortas fotos!
—¿Cómo, Begoña? ¿Qué quieres decir? —me preguntó en un amago de escepticismo.
—Es que yo recorto fotos… También me gusta coleccionar imágenes. Bueno, no importa. Las tiro entonces.
—Sí, sí. No tardaré en subir. Hace bastante frío.
—Espero que estés abrigado…
—Temo que hoy no lo suficiente…
—Pues mejor que subas —le dije—. En casa se está bien. —Y colgué el teléfono.
Acababa de llamarle desde el teléfono fijo de su casa para ver cómo abandonaba el libro a un lado del banco, cómo buscaba su móvil en el bolsillo y cómo me contestaba. A mí. Mentiría si dijera que tenía ganas de colgar en cuanto marqué su número, pero me pegué al cristal del balcón para observar todos sus movimientos. Apenas contestó la llamada, fijé la vista en la calle. ¿Cuerda? Poco consciente. Me entró risa. Ciertamente estaba enloqueciendo. Me había pasado, lo reconozco. Llevaba tantos días sin oírle que necesitaba saber por su voz cómo se encontraba. Mi madre se había quedado muda de tanto callar, yo no podía copiarla. Percibí en el tono de Marcos una confianza hacia mí de la que me había olvidado, o eso es lo que me imaginaba. A lo mejor estaba adormecida en una paranoia desasosegante. Voluntaria. Sí. Voluntaria. Él se encogió de hombros cuando dijo que «hacía frío en la calle» o algo así, y se apoderó de mí el antojo urgente de querer abrazarle.