—Cuando te fuiste, ¿dijiste algo?
—Nada, me fui. Me largué caminando carretera arriba. Ciento diecisiete curvas.
En ese momento mi voz sonó oscura y no respondía a la nitidez de los recuerdos que estaba contándole a Gaby. Las curvas de cuando llegué ilusionada se me habían trenzado en la garganta. Para deshacer el nudo tuve que huir. Me asombré de lo transparentes y precisos que son los olvidos cuando no quieres hablar.
Asomé un poco la cabeza por la reja de la celda para coger aire. Frío. Seguí hablando:
—Aquellos días él siempre estaba oliendo a sudor. El mismo olor a sudor que siempre hacía mi padre. Tuvimos que pintar una de las habitaciones que él tenía llenas de libros. Los sacamos todos al comedor y fuimos distribuyéndolos por la casa; Gonzalo construyó una estantería de obra en el pasillo de la entrada y después de enjalbegarla empezamos a pasar allí todos los libros de la habitación. Los ordenamos y clasificamos como decía él. Yo todo empecé a hacerlo como decía él.
—Y… ¿esa habitación?
—Yo estaba embarazada.
Me vestí de negro, como si fuera una proyección de la sombra de mi madre, que también iba de negro. En la iglesia de Santa María estaban las cuatro primeras filas llenas de vecinas y la familia del pueblo, arremolinada en bloques, a la izquierda los hombres, a la derecha las mujeres. Como de costumbre. Olía a velas, a cera derretida sobre el mármol que goteaba desde la peana del santo; pero también olía a perfumes de vieja mezclados como en los mercados. Mi padre se quedó en casa fumando frente a un puzle y las dos caminamos solas a esperar el ataúd. Tal vez sería con ánimo de templar un poco el carácter, que no cambiaba, y mi madre lo excusó explicándome que «a papá no le gustan los entierros». A mí tampoco me gustaban los entierros, sobre todo ese, porque se me acababa de ir la abuela y tenía todavía muchas cosas que contarle. Se me fue sin haber podido despedirnos y, lo que era peor, sin decirme bien dónde estaba la clave para saber quién me convenía. Quién me convendría a lo largo de la vida. Su ojo clínico con el que me decía «no» o «sí», «come de eso», «deja de gritar» o «bebe agua antes de que te venga la sed»… Se fue sin decirme por qué los flanes eran tan esponjosos… y quiénes eran los fantasmas que venían por la noche a mi habitación. Quise odiarla. No obstante, no era capaz.
La caja estuvo abierta durante toda la ceremonia y no dejé de mirarle el pecho a la abuela, por si respiraba. Se me hacía imposible que estuviera con los ojos cerrados y no moviera la mano para apartar las moscas como en verano o retocarse los pendientes, asegurándose el cierre de la oreja. Pese a mis quebraderos en primera fila, se mantenía quieta. Su adiós no podía haberme gastado la mala pasada de dejarme sin saber dónde estaban las fotos, sin explicarme el por qué de todas mis dudas, sin decirle te quiero… Sin embargo allí estaba. El pelo se lo peinó mamá con su peine bueno, el que nunca usaba y siempre estaba brillante sobre la cómoda de su habitación. Le retiró el cabello hacia atrás, bien tirante con colonia, y con horquillas le sujetó un moño bajo para que no le bailara la cabeza en la caja, según recomendó una de las vecinas al entrar a casa.
—Si lo haces muy arriba, acabará mirando a un lado, se le torcerá la cabeza.
Mi madre no respondió, pero hizo caso. La amortajaron abrazada a una cruz metálica y con los pies atados con un lacito. La expresión de sueño («parece que está dormida», decían) se convirtió en calma fantasmal y con el transcurso de las horas sentí que se transformó en fastidio. Yo conocía a la abuela. Así, desplomada en la madera, me resultaba desconocida, como si hubieran metido allí a otra muerta y mi abuela fuera a esperarme en la cocina, de espaldas a la puerta y preparando flanes de huevo esponjosos y dulces.
No respiraba.
Era evidente que no.
Me cuesta hablar en pasado.
La tía Esmeralda, beata de nacimiento, pasó la bandeja de las limosnas y leyó en el altar como lo hacía siempre, engolada y mística. Para mí que era la querida del cura, tal y como decían en la calle, porque no dejaba a nadie más que a ella cambiar el agua de los jarrones de misa, ni tocar las ropas blancas de los altares, ni abrir los cepillos, de los que además guardaba la llave en su monedero, ni poner ofrendas fuera de donde dijera ella. Era el ama. Y la abuela tuvo que retorcerse de los siete males porque no la soportaba, aunque tampoco lo manifestaba verbalmente. Nunca lo había dicho. Yo lo sabía por cómo se miraban. Lo intuía. Como sabía también que aparecerían las fotos del abuelo, con el que al final se casó y nacimos todos cargados de genes.
La abuela no se movía. El cura hablaba machaconamente. Mi madre me cogía de la mano y no llorábamos nada porque ella ya había llorado todo y, en mi caso, empecé a saber llorar muchos años después. Nos despedimos de la abuela en la sacristía cuando nos explicaron que iban a tapar la caja con los cierres.
—¿Queréis un segundo a solas? Aunque ya está todo hecho y el Señor está con ella —nos dijo el cura.
—Está bien —dijo mi madre.
Nos quedamos las dos. Las tres. Silenciosas. Parecía que estábamos ensayando para salir huyendo juntas camino de la playa o de la alameda. Mi madre le quitó el anillo y se lo puso ella como ensartándose a una vida nueva. Yo entendí que acababa de dejar de ser hija para ser sólo madre, mi madre. Al sentarse en la butaca de la sacristía me saqué del bolsillo el ovillo violeta y, mirando a mi madre —que no entendía qué estaba haciendo—, se lo coloqué a la abuela entre las manos y le quité la cruz.
—Adónde vas con eso, Ángeles…, qué haces.
—Es de la abuela.
—Ya sé que es de la abuela, pero no es necesario…
—Esto sí, mamá.
Y eso fue todo porque en ese momento entró el cura a reclamarnos para recoger todo el protagonismo y cerrar la caja junto con dos hombres y la tía Esmeralda. Me quedé mirando el cuerpo inerte y sentí que su pecho se deshinchaba ligeramente. Por supuesto que no dije nada más. Mi madre, exhausta, no quiso pedirme ninguna explicación porque ya era tarde y no había tiempo ni palabras para justificar nada. El cura ni se enteró de que había quitado el crucifijo…
Una vez en la calle, nos acompañaron a casa mientras los hombres se llevaban el ataúd al cementerio.
—¿Queréis algo más? —preguntó entristecida la vecina.
—No, tranquila, está bien.
—Si necesitáis algo, ya sabes dónde estoy.
—Nos vamos a quedar en casa, apenas hemos dormido.
—Ángeles, ¿quieres venirte con mis hijas? —dijo mirándome y girándose después a mi madre—. Así te quedas sola y te la quito de en medio por si tienes que arreglar papeleo.
—No, no. Prefiero que estemos juntas —respondió mi madre, gracias a Dios, sacando las llaves del bolso y abrazándome con complicidad.
Mi madre y yo no volvimos a hablar de la abuela hasta que meses después fuimos a ponerle flores en la lápida del cementerio. Justo el 31 de octubre, un día antes de Todos los Santos. Llevábamos gladiolos y claveles, rojos y blancos. Me pareció que mi madre tenía algo que decirme porque cuando intentaba sacar el tema de la abuela, se ponía nerviosa y volvíamos a hablar de las flores y de las lápidas de alrededor.
Gané la batalla al arrodillarme a colocar los gladiolos en la jardinera que había bajo los dos nombres.
—Mamá, la abuela no estuvo enamorada del abuelo, ¿verdad?
—Tú no conociste al abuelo.
—Ya lo sé, pero no lo quería. Lo he oído muchas veces.
—Era un hombre fuerte.
—¿Por qué no hay fotos, mamá?
Y ahí fue cuando mi madre liberó su ansiedad al hablar de los hombres de la familia como nunca volvió a hacerlo en toda su vida.
—Porque las rompió todas.
—… las rompió —repetí.
—La abuela no quiso saber nada más.
—En el pueblo dicen que la abuela fue diabólica.
—¡Nunca han dicho que fue eso!
—Que lo llevó a la cárcel… y por su culpa lo mataron.
Mi madre se echó a llorar cuando solté la metralla a dos metros de los nombres grabados de mis abuelos en mármol negro. Los gladiolos que tenía entre las manos se cayeron al suelo y a mí me pareció que los fantasmas se aparecían de nuevo a nuestras espaldas. Mi madre, sin dejar de llorar, se había alejado un poco hacia los pasillos de los nichos. Sentí miedo pero me giré hacia ella, estábamos solas, rodeadas de muertos.
—Mamá, al abuelo no lo conocí porque lo metieron en la cárcel…
—Calla.
—… porque la abuela lo delató para que lo encerraran. Fue una chivata.
—La abuela no fue una chivata.
—No es justo, mamá. ¿Por eso rompió sus fotos?
—Tu abuelo…, tu abuelo…
—¿Qué, mamá?
—Tu abuelo…
Se oyó mal pero fue muy clara. La poca luz que quedaba de sol acababa de sucumbir en colores rojos, hacía frío. Sollocé, mamá me había respondido en voz baja mirándome: «Tu abuelo era como papá». Entendí todo lo que significaba esa frase gélida rodeada de muertos, de lápidas numeradas y de flores frescas recién cortadas para el día de Todos los Santos. La abuela había pedido que nunca la enterráramos junto al abuelo porque quería no volvérselo a encontrar nunca, pero «yo no podía hacer eso», dijo mi madre desvanecida por los recuerdos. Siguió hablándome. Sin freno ya.
Mi abuelo había sido como mi padre y sentí que el puzle de mi vida empezaba a deshacerse por un portazo del cielo. El infierno en este caso había sido común a las dos. Lo delató por rojo. Fue a la cárcel por rojo. Y lo fusilaron. Y mi abuela se quedó tranquila, aunque corrieran mil voces por el pueblo.
Porque entonces no pasaba nada porque un hombre maltratara a una mujer. Pero llegaban a matarte si no pensabas igual.
—Yo le pregunté muchas veces por qué lo hizo —me intentaba explicar mi madre—. Se lo pregunté a tu abuela una noche sí y otra noche también, pero optó por callar. Ella me dijo que no soportaba más, que no le soportaba más, que estaba cansada, que el infame del abuelo le pegaba constantemente. Y la abuela, enferma de él, no se lo pensó dos veces.
Mi madre repitió las palabras de mi abuela: «Me planté en el cuartel amoratada; aquellos uniformados, aquellos hombres, nunca habrían entendido que era un infierno y no entenderían que quería pedir ayuda, por eso utilicé las razones de los hombres para sacarme del problema».
El frío congeló el cementerio.
Mi madre me besó a modo de posdata. Yo sabía algo más que ella, tenía la carta del único hombre que amó mi abuela. Esa carta y esa información que me contó mi madre me aseguró la libertad moral para amar. Pero también para buscar solución a mis problemas.
Módulo nueve.
—Entonces, ¿qué pasó con Gonzalo?
—Le maté.
«Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.»
C. G. JUNG
Ocurrió entonces algo que no esperaba ni remotamente. Marcos me dijo que le acompañara a comprar, que fuéramos juntos los dos.
—¿Y eso?...
Tras dar varias vueltas en su habitación, se había puesto un abrigo azul que me recordaba a mi abrigo azul de entonces, uno marinero de botones grandes y capucha. Yo iba con mi jersey de cuello vuelto, la bufanda enredada y los guantes que me regaló la Luisa, unos suyos que usaba en misa para no tocar las velas ni los bancos usados por las viejas de su edad. Creo que era de los meses más fríos de los últimos años en la capital, un otoño que se estaba agarrando a la piel calando hasta los huesos. Se notaba incluso desde los balcones de Marcos, la gente se frotaba los brazos y, al respirar, soltaban bocanadas de neblina. Era el único chico de Madrid que podía tener más frío que yo en estos días de otoño. Había bajado de peso en las últimas semanas, tal vez por eso tenía más frío, justo los kilos que yo estaba cogiendo, de la felicidad, pensé. Para el día de Todos los Santos quería preparar en casa una fiesta de Halloween —disfraces y calabazas al estilo de los americanos— para sus amigos y la gente del cine.
—Ayúdame, Begoña —me pidió consejo para organizar la comida—. He pensado que podías preparar dulces de los tuyos y llenamos la mesa del salón de placeres golosos… —dijo.
Ahora había llegado el momento de disfrutar de él con todas las ganas y, a lo mejor, volver a meter la cabeza en la pila bautismal de la iglesia donde me refresqué el día que salí del horno de Matilde (es un decir) feliz como una perdiz. Para sentirme nueva, viva. De repente, sin aviso previo —mucho mejor—, me había pedido ir juntos al mercado, acompañarle para decidir las compras y todos los ingredientes para hacer eso que llamaba «placeres golosos».
—Será mejor, porque hacer una lista va a ser más complicado y acabaremos por olvidar algo.
—Miramos todo y lo que se nos ocurra…, bueno, lo que se te ocurra. Vamos viendo y vamos comprando.
—No tengo problema. ¿Quieres pan de Calatrava?
—Claro, y caramelos, y copas con arroz con leche…, todo eso que sabes hacer.
—Pero se van a hartar de dulce.
—Mejor. El dulce crea buen rollo.
—Pues… tienes razón. Preparo una cena toda de dulce para tus amigos. Me parece bien, un poco empalagoso, pero bien.
—No te creas. Yo creo que el dulce es necesario. Más que lo salado. De sal ya vamos sobrados. Y de azúcar más bien poco. ¿No crees, Begoña? Yo cuando estoy algo depresivo, necesito urgentemente algo de chocolate, me cambia el ánimo. He llegado a bajar al quiosco en pijama con tal de comprarme algunas chocolatinas… con urgencia, como si fueran letales los minutos. Chocolate, chocolate, chocolate…, corriendo a por chocolate.
—Ni te cuento.
—Yo creo que los días son más felices con dulce.
—
Los días más felices
, como tu película.
—… Y por eso lloramos sal, si fuera al revés lloraríamos azúcar. Todo lo celebramos con pasteles, con caramelos. Hasta el postre va al final, como la gran sorpresa que es, sin embargo, deberíamos ponerlo al principio.
—A lo mejor lo de dejarlo al final es porque lo bueno sucede al final.
—Tal vez, pero para qué esperar a que llegue.
—¿Quieres que haga tarta de manzana? ¿Peras al vino?
—¿Sabes hacer natillas?
—Hacemos natillas.
Quizá la abuela y mamá estaban haciendo todo, cocinando desde no sé dónde, para que yo ahora no cometiera sus errores. Tras aquel «no cortes las rosas, déjalas que crezcan y mueran en su sitio», había ido dando palos de ciego con tal de matar el hechizo. Ahora aparecía la posibilidad de darle esquinazo a la genética y cicatrizar mis faltas. Lo peor que me podía pasar era continuar en una situación circular que acentuaría mi angustia provocada por la trayectoria de las mujeres de mi familia.