El susurro de la caracola (15 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

BOOK: El susurro de la caracola
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Me había acostumbrado a mirarle oculta. Tal vez hasta él se estaba dando cuenta. No sé. A lo mejor alucino. (...) Digo que me había acostumbrado a mirarle apartada y, sin embargo, era feliz en mi infelicidad.

17

Al mediodía del martes siguiente recuerdo muy bien lo que pasó. Me quedé en el barrio por la tarde para hacer unos recados, quería volver a la mercería de la Palma y comprar hilos. Tenía varios encargos de Matilde, sobre todo dobladillos de pantalones y estrecharle camisas de su marido, que estaba adelgazando por culpa del azúcar, y me recorrí los escaparates de la Corredera Alta de San Pablo. Recuerdo perfectamente que me llevé unas bragas y un sujetador de oferta que vi en el escaparate junto con los hilos y las agujas para la máquina. Tengo una memoria que se va cuando le da la gana y que se me agudiza para las cosas más insospechadas. La verdad que es una forma de automaltrato porque empiezo a querer recordar fechas o nombres y se me olvidan, sin embargo me aparecen todas esas sensaciones que una quisiera haber olvidado el día después de haberlas vivido. No es el caso. Lo curioso es que me estaba amoldando a un barrio que no era el mío, había empezado a adaptarme como un flan a su molde. Incluso lo que antes era simple gente robotizada que anotaba en mi libreta de vigilancia ahora era parte de alguno de mis saludos matutinos. No sólo eso, tengo que decir que la chica de la zapatería era pura simpatía conmigo, me había hecho descuento en unas deportivas la mar de cómodas de las que me había encaprichado y además, otro día, me regaló una camisola larga que utilizaba para estar por casa. Me saludaba siempre, porque siempre estaba pegada a la puerta mirando la calle. Lo mismo me pasaba con la droguería, de tanto bajar a comprar los productos de limpieza para la casa de Marcos había ido entablando una confianza de clientela fija y me venía genial porque, con el mismo descuento, aprovechaba para llevarme también la compra de mi casa. Isabel fumaba constantemente y tenía los dedos amarillentos. No sé por qué cuento todo esto, tal vez porque en mi felicidad también se incluía el pertenecer a la esfera de Marcos…

Marcos no estaba en casa esa mañana y el teléfono no dejaba de sonar. En cualquier caso, nada particular debía ocurrirle porque me dejó las típicas notas de cada visita con lo que debía hacer. «Tengo cena en casa, arréglame el salón más a fondo. Las camisas limpias están para planchar en el estudio, las he dejado colgadas de la puerta. Todavía estaban húmedas. Gracias. Marcos.» Supuse que estaba con una nueva película como proyecto porque, además del libro que devoraba en el parque, también había empezado a leerse un bloc de folios de texto que debía de estar aprendiéndose. Lo miraba y cerraba los ojos, lo miraba y cerraba los ojos, así todo el rato. No se despegaba de la rutina y supuse que estaba memorizando los párrafos constantemente. Puesto que no habíamos hablado mucho —casi nada—, así, de pronto, tampoco iba yo a insistir en preguntarle por la película que tenía entre manos. Cuando se bajaba lo hacía acompañado del manojo de folios envueltos en un plástico. En la carpeta, por fuera, ponía «Roberto». ¿Un personaje? Por eso le hice una sola pregunta: «Te llamas así en tu nueva película». No sonó a interrogación, pero asintió y entendí que era de los actores a los que les da mala suerte contar cosas de las películas, porque me sonrió y se tocó la cabeza como quien toca madera.

—Confío en este papel, me encanta —me dijo.

—Te irá bien —añadí arrastrando la «e». Algo que detesto.

—Eso espero…

Marcos parecía ilusionado. Así que yo me ilusioné por contagio. Las películas esas que tanto me han acompañado desde que era adolescente hablaban siempre de enamoramientos, de dramas con final feliz, de estrellas que brillaban en la escena, de grandes besos y grandes abrazos. Y me gustaba infectarme de las esperanzas. Siempre salía del cine emocionada, como queriendo ser una de las protagonistas. Si era de llorar, lloraba. Si era de reír, reía. A todas esas actrices les tenía respeto, suspiraba por ellas y me atragantaba con sus conflictos. ¡Qué apuros! Me guardaba las entradas del cine y las almacenaba en una caja que perdí cuando huí de casa. Pero todas las frases se me quedaron guardadas…

«—¿A cuántos hombres has olvidado? —decía Johnny.

»—A tantos como mujeres recuerdas tú —respondía Vienna.

»—¡No te vayas!

»—No me he movido.

»—Dime algo agradable.

»—Sí, ¿qué quieres que te diga?

»—Engáñame. Dime que siempre me has esperado. Dímelo.

»—Todos estos años te he esperado.

»—Dime que te hubieses muerto si yo no vuelvo.

»—Estaría muerta si no hubieses vuelto.»
(Johnny Guitar)

Me la sé de memoria. Todavía ahora. La puedo decir entera. Entera. «Estaría muerta si no hubieses vuelto»… La soledad hizo que fuera una borracha de las salas de cine. Aprendí a hablar repitiendo las frases, imitando los gestos, copiando palabras que no entendía, cambiando de nombre si me apetecía… Llegué a decir que me llamaba Sabrina, Diane, Karen, Vivian, Cecilia… y se reían de mí. Hoy querría llamarme Blanche, como en
Un tranvía llamado deseo
. «Supongo que eso es lo que llaman estar enamorada.» Supongo.

Conocí París sin haber ido, subí a la torre Eiffel subiendo fotogramas como si fueran escalones, viajé hasta Nueva York a través del cine, me enteré de la estepa rusa con los paisajes de
Doctor Zhivago
, conquisté el Oeste cuando los vaqueros bajaban de sus caravanas y me puse joyas cuando Lulamy se las quitaba… Yo viví lo que vivieron ellas. En mi butaca. Sola. Por eso no me costaba enternecerme cuando veía a alguien emocionarse. Y Marcos salió de casa ilusionado. En ese momento sólo me quedaba interpretarme en
La ventana indiscreta
.

Me metí en su cocina para prepararle un pan de Calatrava. Pensé hacer magdalenas, espuma de limón o un pastel de manzana que llevo haciéndolo desde que tengo uso de razón..., pero el pan me salía tan bueno que no dudé. Puse varias rebanadas de pan en un cuenco con leche para que se quedaran bien empapadas, casi hasta deshacerse. De hecho jugueteé con los dedos para ayudar a desarmar el pan. Es algo que me gustaba hacer desde niña. Acaramelé con azúcar un molde que no había sido usado nunca, Marcos los guardaba en los cajones de la despensa junto a decenas de bolsas de maíz para hacer palomitas (pensé). Calenté azúcar hasta derretirlo y con una cuchara recubrí todo el borde para endulzarlo. Me basta con dos cucharadas de azúcar. Batí cuatro huevos con algo más de leche y más azúcar… y lo junté al pan empapado formando una masa. Luego lo metí al horno y seguí con la casa. Eran más de las dos y media, y de pronto llegó Marcos. Parecía más feliz que antes incluso. Me preguntó por el olor que salía de la cocina.

—¿A qué huele?

Improvisé lo primero que me salió.

—Huele a casa, ¿verdad?

—Sí, huele a casa. Creo que es la primera vez que vuelvo a oler a azúcar quemado. No lo recordaba.

Sonreí. Lo hice pegada a la pared porque cuando me habló, le salió un tono de añoranza infantil, casi mimoso. Como de esos niños consentidos que piden más azúcar en su plato.

—Estaba haciéndote un pastel, bueno, un pan de Calatrava. Tampoco cuesta mucho. Y así te vendrá bien para la visita de hoy…

—¡Ni te imaginas! Pero ¡no se creerán que lo he hecho yo!

—Te lo explico y presumes luego. No ha hecho falta nada en especial, tenías pan, tenías leche, huevos y azúcar…

—¿Nada más? —me preguntó.

—Qué va. Es muy sencillo y…

—…Y me va a encantar.

—Espero que sí.

Y de pronto parecía que él y yo habíamos estado hablando toda la vida. El azúcar quemado estaba caramelizando la casa, el dulzor estaba recorriendo las paredes, colándose por las puertas y por sus poros. Había dejado caer azúcar caliente sobre el mármol de la cocina y se habían formado dos caramelos corrientes, demasiado espontáneos pero lo suficientemente dulces como para dejarse llevar.

—¿Caramelos de azúcar?

—Sí —le contesté feliz.

—Se habrán pegado a la barra…

—He puesto aceite con el dedo para poder soltarlos ahora. Verás. —Y le ofrecí uno, el más grande, que se me rompió al dárselo a probar, en ese momento ansioso de Marcos.

—Qué rico.

—A veces me los hago en casa —le dije—. Me gustan más que los de las tiendas. No sabe a fresa, ni a menta…, sabe a azúcar.

—Sabe a casa.

Sabe a casa. Tenía razón. El azúcar quemado cristalizado era el olor a casa. Mi abuela me hacía cristalitos cada vez que se ponía a hervir flanes de huevo. Si las castañas traen el invierno a las calles, el azúcar trae la sensación de cobijo, de techo, de nido… a casa. Es increíble lo bien que me estaba sintiendo. Marcos todavía no había soltado los papeles de la mano, el guión que ponía «Roberto». Aproveché.

—Ahora te llaman Roberto en el trabajo.

—¿En el estudio? Bueno, algunos. Es la forma de meterme en el papel. A Roberto le gustan tus caramelos —contestó mientras arrancaba el otro trozo de la encimera.

—Sí. Ya veo. Si quieres te hago más. El pan de Calatrava no tarda mucho en hacerse…

—¿Y si pongo caramelos de azúcar en un plato esta noche? Es original.

—A lo mejor les parecen demasiado bastos. Es sólo azúcar…

—Son caramelos, les encantarán. Por cierto, perdona. ¿Me has planchado las camisas?

—Sí, las tienes colgadas en el armario. Hay una que la he dejado fuera, le falta un botón en el puño, pasaré a la mercería a comprar repuesto. Es de los de nácar, habrá. O lo mismo tengo yo en casa. De esos siempre guardo.

Estaba perpleja. Tratando de ser lo más natural posible porque en aquel instante si el azúcar hirviendo me hubiera caído en las manos, no habría sentido el dolor, tenía a Marcos caramelizado. Al mirarme en el cristal del horno me reconocí diferente, estaba sonriendo gracias a la situación. Ya no era necesario imaginar cómo era Marcos en sus momentos más caprichosos, jugueteando con el dulce, intentando averiguar el sabor de mi pastel… Marcos respiraba hogar. Y yo tenía más ganas de llorar de las que tengo ahora. Me veo las manos agrietadas por la sequedad de esta celda, el frío no es un frío que congela, pero sí es un frío que me perturba. Metería los dedos ahora mismo en leche con pan para volver a hacer otro pan amasado… y caramelizaría el molde… para hacer flanes, o la tarta de manzana que hice semanas después. Me di la vuelta en la cocina mientras Marcos rompía con sus dientes el cristal azucarado y me metí al baño para desahogarme en soledad. Me rompí como el azúcar. Desde allí, también se podía oler el calor del horno respirando leche, huevos, azúcar… El pan que hacía mi madre era el lápiz con el que estaba escribiendo el capítulo más maravilloso de mi vida.

—¿Sabes que en la película salgo con un perro? Antes me daban alergia, ahora parece que no. Porque entre
Cuco
y yo hemos entablado una relación espléndida. Es de la Once, es un perro guía… Me estoy acostumbrando a él. Bueno, ya he metido la pata. Qué patoso, por no querer contar nada, al final te lo estoy contando a ti. Cruzo los dedos.

—Cruzo los dedos —repetí.

—Me estoy planteando si tener un perro aquí. ¿Tú tienes perro?

—No. Tengo un gato y un periquito.

—¿Habla el periquito?

—Qué va, lo intento, pero pasa de mí. Es un borde. Siempre ha sido un borde. Bueno, ya está viejo, no creo que hable ahora.

—¿Y el gato?

—Tampoco habla.

—No, ya me imagino —me soltó irónico—. Digo que qué tal tu gato.

Me sentí ridícula.

—Es un gato que me regaló mi marido. Lo tengo como compañero.

—Perdona, a lo mejor te estoy preguntando mucho. La culpa la tiene el azúcar quemado. Tus caramelos.

—Pues también le encanta el azúcar.

—¿A tu marido?

—Nooo. —Esta vez reí irónica yo—. A mi marido no sé qué le gusta. Y… tampoco creo que…

—Perdona, Begoña. Perdona.

—No te preocupes. Hace mucho que no forma parte de mi vida.

Yo continué hablando a su lado, pero con otro tono. La presencia verbal de mi ex marido me acababa de amargar la garganta. Aquella frase me oxidó el ánimo y sentí necesidad de abrir el horno para ver cómo estaba el pan de Calatrava. El humo me cegó y aproveché para llorar fingiendo que se me había metido por el calor una pestaña en la córnea. Marcos tuvo el propósito de soplarme en los ojos, pero me negué. Era imposible tenerle tan cerca, volví a entrar al baño y me lavé la cara con agua fría. Era como meter la cabeza otra vez en la pila de la iglesia. Así estaba yo delante de Marcos. Anestesiada. No era que estuviera nerviosa, era que estaba feliz. ¿Cómo digo feliz de otra manera? Feliz. No existe más satisfacción. Quizá, sin quererlo, había roto el azúcar quemado de mi relación con Marcos.

Y eso fue todo porque en ese momento se metió a la ducha y yo dejé todo listo para irme a casa. Alguien llamó por teléfono y le dijo que llegarían sobre las seis, era voz de mujer. (Ella.)

18

Cuando la luz se va yendo, me invade una tristeza enorme. No lo puedo evitar. Aquí en la celda, rodeada de fotografías de Marcos pegadas por las paredes, me siento por momentos mal, por momentos bien. Ahora… mal. Escucho continuamente las voces del resto de las presas mezcladas en el pasillo, una frecuencia que suena a eco porque la barahúnda se confunde con los hierros y con las cisternas de agua que constantemente se llenan y se vacían con ese molesto goteo que provocan las que están estropeadas. He rezado durante una hora mientras recordaba el olor del pan tostado, el horno caliente, la costra de azúcar bañando el bizcocho de pan que hice aquel mediodía… Al final he acabado rompiendo unas galletas que me he subido del economato. Son demasiado pastosas, demasiado secas, demasiado insípidas. Se me han roto sin querer, de tanto estrujarlas con el recuerdo entre las manos. Odio estas galletas ásperas que sólo sirven para bañar en la leche caliente.

Al menos, por esta tarde, se me han movido las entrañas evocándome a Marcos en su cocina, comiéndose los caramelos que le hice. Están pasando demasiados días. Tengo las sábanas llenas de migas secas. Me da por darle demasiadas vueltas a la cabeza y no me gusta. Tengo frío, tengo calor, tengo miedo, tengo ganas de abrazarme a alguien y no veo más que fotos de Marcos en la pared. Quisiera ser pequeña otra vez…

Mi abuela y yo nos teníamos un afecto mutuo que enfurecía a mi madre porque nos entendíamos mirándonos. Y eso que ella me daba miedo, su presencia física era tan poderosa al entrar en la cocina grande, la de la chimenea, que abandonaba todo lo que estaba haciendo. Era más alta que mamá, más fuerte, más callada.

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