El anciano apagó la cinta para que pudieran continuar su conversación con más tranquilidad.
—Tengo grabaciones de esas cuatro mujeres. Contacté con ellas, las hipnoticé, y les implanté una palabra clave…
—¿Pero y si alguien dijera accidentalmente esa palabra?
Harasawa sonrió.
—Con Kazuko Takagi cometí un error. Pasó demasiado tiempo desde el momento que la induje al estado hipnótico. Las otras tres escucharon la palabra al poco tiempo de haber sido hipnotizadas. Unas doce horas como máximo. Con Nobuhiko Hashimoto solo tuve que esperar tres horas.
Un brillo astuto iluminó de pronto los ojos de Harasawa.
—Hice un seguimiento de sus rutinas. No quería cometer ningún error. Tras la muerte de las tres mujeres, existía el riesgo de que Kazuko Takagi cayese en la cuenta de lo que estaba pasando y desapareciese, así que me acerqué en cuanto tuve la oportunidad. Fue la noche del velatorio de Yoko.
—Pero…
—Y para asegurarme de que no fuese otra persona quien activase esa orden, utilicé algo más que una palabra clave. Le advertí que no solo pronunciaría esa clave sino que además la escribiría en su mano. Ambas cosas debían suceder simultáneamente para detonar su reacción.
—¿Entonces la ordenó morir?
—No. —Harasawa negó con la cabeza—. A cada una de ellas le di la orden de huir. Verás, como cualquier animal, poseemos un indefectible instinto de conservación. Por lo tanto, ordenar el suicidio no surtiría efecto alguno. El subconsciente no puede disociarse del ser.
—¿Huir?
—Eso es. Huir. Escapar. No dejarte atrapar por la persona que te persigue o, de lo contrario, morirás. Supera cualquier obstáculo, atraviesa puertas, rompe ventanas, salta sobre ellas, ¡corre, corre, corre! Porque si no lo haces, morirás. Es el subconsciente quien activa esa respuesta. En definitiva, puede parecer paradójico, pero lo que mató a esas mujeres fue su propio instinto de supervivencia.
Mamoru se quedó sin habla.
La pregunta a la que tantas vueltas había dado, encontraba respuesta por fin.
—¿Por qué provocar su muerte?
—Tuvieron su merecido —repuso de inmediato el anciano. La sonrisa se le había borrado de la cara—. Hasta hace un año, era director de un grupo de investigación en la universidad. Trabajé allí junto con cinco investigadores que yo mismo había formado. Estudiábamos fenómenos como la hipnosis, el
biofeedback
, y el
Chi Kung
de la medicina china tradicional. Estaba convencido de que cuando nuestros esfuerzos diesen su fruto, podríamos ayudar a las personas, sobre todo, a aquellas que padecen depresión o problemas de socialización.
Alzó ambos brazos al aire y, a continuación, los dejó caer, abrumado por la tristeza.
—Y en ese preciso momento de mi vida, me enteré de que tenía cáncer. La investigación me tenía tan absorto que cuando quise recibir atención médica, ya era demasiado tarde. En fin, todos tenemos que morir tarde o temprano —dijo, encogiéndose de hombros, antes de continuar—: Sabía que mis investigadores tomarían el relevo y continuarían con el proyecto que inicié, cuando yo ya no estuviese aquí. Ellos tenían toda la vida por delante, y estaba seguro de que harían cualquier cosa que les pidiese.
El anciano se acercó a la estantería y sacó un álbum de recortes. Pasó las páginas hasta dar con lo que quería mostrar a Mamoru.
—Fíjate en esto. De los cinco posibles candidatos a mi sucesión, este era mi orgullo y devoción. —En el margen izquierdo de la página, aparecía un joven con unas gruesas gafas de montura negra y una sonrisa que revelaba una hilera de dientes blancos y perfectos. Tenía la frente ancha, la nariz recta y unos ojos llenos de luz tras los cristales de sus gafas—. Se llamaba Kenichi Tazawa. Era un investigador nato y contaba con una insaciable curiosidad natural.
—Hablas de él en tiempo pasado.
—Se suicidó. Ingirió unos barbitúricos que yo guardaba en el laboratorio. Sucedió el pasado mayo.
Mamoru alzó la vista. El anciano lo miró y asintió.
—Estaba enamorado. Yo había esperado que la chica a la que tanto amaba fuese la adecuada para él. Pero su relación no le trajo más que desgracias.
—¿Quién era la chica? —preguntó Mamoru.
—Kazuko Takagi. —Tras un breve silencio, el anciano continuó—: Cuando lo perdí, pensé que me volvería loco. Tuve que enterrar al joven que supuestamente iba a ser mi sucesor.
—¿Y cómo averiguaste que su amada era Kazuko Takagi?
—Tazawa me dejó una carta en la que describió el daño que esa mujer le había causado.
—Pero no tenía por qué morir. Tenía un futuro prometedor por delante.
—¿Es eso lo que piensas? ¿Que fue demasiado cobarde? ¿Que no tuvo el valor suficiente? —El hombre negó con la cabeza—. Chico, ¿qué crees que es el amor? ¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra? Es un misterio: ni siquiera los expertos lo comprenden. El caso es que Kazuko Takagi sacó provecho de la pasión que ese chico sentía por ella. —La voz de Harasawa había adoptado un tono más grave—. No fue una mera estafa. Cometió un acto de profanación.
Mamoru no sabía que responder.
—Incluso después de abandonarlo, Tazawa se negó a perder la esperanza de que volviera a su lado, a asumir que lo único que se proponía esta mujer era dejarle sin blanca. Ese es el motivo por el cual ella le envió un ejemplar de
Canal de Información.
Mamoru recordó lo que Hashimoto le había dicho sobre aquel artículo. «Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle.»
—Dejó la revista junto a la carta que me escribió. Yo leí y releí el artículo. Lo leí tantas veces que acabé memorizándolo, palabra por palabra. Y entonces, tomé una decisión.
—Decidiste vengarte y asesinarlas a todas —dijo Mamoru—. ¿Y por qué a todas, en lugar de acabar con la única responsable, Kazuko Takagi?
—Fue algo más que una cuestión personal. Digamos que las utilicé como conejillos de indias.
—¿Conejillos de indias? ¿Quieres decir que quitarles la vida fue un experimento más para ti?
—Mezquino, lo sé. Pero no más mezquino que lo que hacen esas «amantes de alquiler». Quería que esas cuatro mujeres pagaran el precio por sus despiadadas acciones. Eso es todo.
—Estás loco. —Mamoru estaba fuera de sí—. No me importa lo que digas. Un asesinato es un asesinato.
—Eso le toca juzgarlo a la sociedad. A mí no me queda mucho. Puede que menos de un mes. He dado instrucciones a mi albacea para que remita a las autoridades mi confesión, así como todo el material pertinente que conservo.
Mamoru no tenía nada que añadir. Quería marcharse de allí tan rápido como le fuera posible. Lo único que tenía que hacer era levantarse y salir de esa habitación.
—Te sientes orgulloso de ti mismo, ¿verdad? No eres más que un malvado brujo senil.
—¿Brujo? —el anciano se echó a reír—. La investigación es sagrada. No hay nada frívolo o baldío en ella. Soy científico. Busco la verdad, ese es mi trabajo. Y te lo puedo demostrar ahora mismo, Mamoru. Tengo aquí información que te concierne y que te resultará muy útil.
Mamoru se detuvo en seco y se giró sobre sí mismo.
—¿Útil?
—Eso es. Yoshitake, ese hombre que testificó a favor de tu tío… Te diré quién es realmente.
Mamoru miró fijamente a Harasawa, sin pestañear.
—¿Qué sabes de él?
—Que te está mintiendo. No estuvo presente cuando Yoko Sugano murió. De eso estoy seguro. Lo delató un dato, por insignificante que parezca. —Levantó un dedo al aire—. Tiene que ver con las palabras clave empleadas en cada caso. Utilicé el teléfono con Fumie Kato. Hablé en persona con Atsuko Mita en el andén de la estación. Hipnoticé a Nobuhiko Hashimoto en su propia casa induciéndolo a abrir los conductos de gas y a verter gasolina por todos lados. Esperé un par de horas para asegurarme de que la casa estuviera llena de gas, lo llamé por teléfono, y pronuncié la palabra que le hizo encenderse un cigarrillo.
—¿Y Yoko Sugano?
—Su reloj le dio la señal de acatar mis órdenes. La alarma estaba programada para sonar a las doce de la noche. Al escucharla, huyó corriendo como alma que lleva el diablo y se le echó encima a tu tío. Yo no estaba allí cuando sucedió todo. Mi precario estado de salud no me permitió ir tras ella, y ese descuido causó demasiados problemas a tu tío.
Harasawa desvió la mirada hacia un lado, casi como si realmente lamentara lo sucedido.
—Después de su muerte, seguí todas las noticias de los periódicos y de los telediarios relacionadas con el accidente. Cuando me enteré de que Yoshitake había acudido a la policía como testigo, supe que estaba mintiendo. Alegó que había preguntado la hora a Yoko Sugano y que esta le respondió que eran las doce y cinco. Mentira. Es absolutamente imposible.
—¿Por qué?
—Porque a esa hora, se encontraba en estado hipnótico. Ya estaría huyendo de quien fuera que se acercara. No olvides que en su trance, alguien la estaba persiguiendo, tal y como yo le insinué. Jamás hubiese respondido a un estímulo exterior. No habría sido capaz de hacerlo.
»Yoshitake miente con total descaro. Y aunque hubiese estado presente, solo habría visto a una Yoko Sugano escapar de un perseguidor imaginario. Así que me pregunté, ¿por qué tomarse la molestia de mentir?
Mamoru cerró los ojos y se apoyó contra la puerta.
—Porque es mi padre.
—¿Eso crees?
—No lo creo, lo sé. El mismo que me abandonó hace doce años. Ahora responde al nombre de Koichi Yoshitake. Y sí, mintió. No presenció el accidente. Solo quiso ayudarnos a los Asano.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
Mamoru le explicó lo del anillo de boda y la reacción de Yoshitake ante los mensajes subliminales de la pantalla de vídeo. Y ahora que lo pensaba, había algo más.
—Cuando vino a vernos por primera vez, me llamó por mi apellido. ¿Cómo podía conocer mi verdadero apellido? Los Asano me presentaron como su hijo. No sé por qué no caí en la cuenta entonces.
Harasawa clavó la vista en el suelo durante unos segundos.
—Chico, la policía husmeó en su pasado cuando fue a testificar. Saben quién es. Saben dónde nació, dónde ha trabajado y quién es su familia. ¿Cómo pasearse por ahí con una identidad falsa?
—Yo me hice la misma pregunta. Pero él comentó que, en un momento de su vida, pasó una temporada en lo que describió como «una pensión de mala muerte». En ese tipo de lugares, no es imposible hacerse con un nuevo apellido y el correspondiente registro familiar a cambio de una golosa suma de dinero. A alguien en la situación de mi padre, que se había dado a la fuga y pretendía deshacerse de su pasado, podría parecerle la mejor opción. Puede que comprara los papeles de algún difunto vagabundo cuyo cadáver nadie reclamó nunca.
—Entiendo. Visto desde esa perspectiva, tiene sentido. —El anciano asintió—. No obstante, siento decirte que estás muy equivocado. No es tu padre. Lo que él os debe tanto a tu madre como a ti va mucho más allá de eso. —El hombre retrocedió hasta la pletina—. Cuando supe que estaba mintiendo, sentí curiosidad. Quise saber sus motivos. Así que lo hipnoticé. Y esto es lo que me dijo.
—¿Lo… hipnotizaste?
—Sí.
El anciano puso la cinta. La larga confesión que esta contenía hizo que el chico retrocediese doce años en el tiempo, hasta una época que, para él, siempre había estado envuelta por una densa e impenetrable niebla.
El corazón de Koichi Nomura rebosaba de esperanza. Aquella primavera cumpliría dieciocho años y se marcharía a Tokio para iniciar sus estudios universitarios.
Sus padres regentaban una posada en Hirakawa, un negocio familiar que se remontaba a varias generaciones y gozaba de gran prestigio y excelente reputación en la región. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, tanto la casa como el albergue de los Nomura quedaron arrasados, igual que la mayoría de sus bienes y posesiones. Se resignaron a vender lo poco que les quedó para sobrevivir durante la posguerra. Para cuando Koichi cumplió los dieciocho años, el patrimonio familiar estaba dilapidado. Ya no quedaba nada.
Una desafortunada peculiaridad de las familias tradicionales se caracterizaba por su reticencia a aceptar el cambio, y en la familia Nomura esa terquedad fue llevada a su máxima expresión. La carencia de flexibilidad y hasta de sagacidad, cualidades tan necesarias para regentar un negocio familiar, mermaron cualquier posibilidad de partir desde cero y recuperar el secular sustento de vida.
Koichi era hijo único, y todas las esperanzas de la familia estaban puestas en él. Cuando llegó aquella primavera, el honor de la familia y el miserable alquiler que le pagaban por su terreno era lo único a lo que los Nomura podían aferrarse. Umeko, la madre de Koichi, ya era viuda y su hijo era su única razón para seguir viviendo. Poco le importó la repercusión económica de su decisión, se empecinó en mandar a su hijo a la universidad, en Tokio. Koichi comprendía mejor que nadie lo que aquello implicaba. Según su modo de ver las cosas, él era como un diminuto brote verde destinado a emerger de una cepa podrida.
La suerte le sonrió al llegar a Tokio y se convirtió en un excelente estudiante. El y todos los demás confiaban en que se graduase y consiguiese un trabajo digno de un Nomura.
Hasta que la tragedia se interpuso en su camino, claro.
En aquella ocasión, fue un accidente. Estaban construyendo un nuevo edificio en el barrio donde Koichi se alojaba. Un día, pasó por la zona repleta de andamios. Caminaba tan ensimismado, absorto en un trabajo que debía preparar para la universidad, que no reparó en las maniobras de unos obreros que instalaban una ventana en la tercera planta, justo encima de su cabeza. Una negligencia hizo que a uno de los obreros que sujetaba la ventana se le resbalase de la mano, y el cristal se estrelló tres pisos más abajo, contra la cabeza de Koichi. Sobrevivió, pero tardó dos meses en recuperarse.
Koichi recibió una indemnización generosa, y gracias a la fuerza que otorga la juventud, se recuperó muy pronto. Continuó con sus lecturas durante la convalecencia. Estaba decidido a no dejar que los contratiempos entorpecieran su carrera. Apenas un mes después de que le dieran el alta, justo cuando empezaba a ponerse al día, volvieron a ingresarle.