El susurro del diablo (33 page)

Read El susurro del diablo Online

Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando finalmente se vio capaz de ponerse al volante, Umeko declaró en voz baja:

—No tienes la culpa de nada. Olvídate de lo que ha pasado.

Koichi asintió, aunque sabía que jamás podría olvidar lo ocurrido aquella noche.

La boda discurrió sin problema alguno. Cuando la pareja regresó de su luna de miel, lo primero que hizo Koichi Yoshitake fue abrir el periódico de Hirakawa que le habían dejado en el buzón. El nombre de Toshio Kusaka ocupaba en grandes letras la primera plana. Yoshitake se sintió palidecer.

Sin embargo, el artículo solo mencionaba la desaparición del empleado municipal y lo señalaba como el principal sospechoso en un caso de malversación de fondos públicos.

La vida en Tokio transcurrió sin mayor incidencia. Lo de Hirakawa se vio envuelto por un halo de misterio, y no había motivo para pensar que la culpa pudiese recaer sobre Yoshitake. Su seguridad estaba garantizada. La única inquietud con la que cargaba, lastre considerable, tenía que ver con la familia que Toshio Kusaka había dejado detrás.

Que ese marido y padre de familia hubiese malversado fondos públicos no era ningún secreto. Ahora bien, el hombre no había desaparecido como insinuaban los medios de comunicación. Ni siquiera había huido. Yoshitake era el único responsable de que Kusaka nunca pudiese declarar ante las autoridades, confesar su delito, tal vez presentar alguna circunstancia atenuante y pagar por sus actos una vez juzgado y condenado. Su esposa e hijo habían quedado desamparados, y los remordimientos estaban devorando a Yoshitake por dentro.

Recabó algo de información sobre aquellos con quienes estaba en deuda en uno de sus esporádicos viajes a Hirakawa. Averiguar cómo se encontraba la mujer y el niño se convirtió en un deber para él.

Supo que la mujer, Keiko, y el hijo, Mamoru, se habían marchado de la casa subvencionada que el Estado ponía a disposición de los funcionarios. Por lo visto, vivían en un diminuto apartamento. Yoshitake decidió acercarse. Era un edificio vetusto, decrépito, y se preguntó qué tipo de soborno estaría pagando el propietario para poder seguir alquilando la tambaleante construcción.

Mientras aguardaba en la callejuela, el niño y su madre aparecieron. Ambos llevaban unas bolsas de la compra en las que destacaba el nombre de una tienda que quedaba a las afueras de la ciudad. Yoshitake supuso que ninguno de los dos era bienvenido en los comercios del barrio.

El niño estaba contando algo a su madre, y los dos estallaron en comedidas carcajadas. A su paso, un vecino cerró con violencia la ventana.

La familia Kusaka subió la escalera del maltrecho inmueble. Conforme avanzaban, Yoshitake les exhortaba en silencio: «¿Por qué no os marcháis de la ciudad? ¿Por qué razón seguís aquí? Sabéis que todo será más fácil y aun así os negáis a iros. ¿Por qué?».

Keiko y Mamoru permanecieron en el corazón de Yoshitake desde ese momento. Por más que su vida en Tokio siguiera adelante, no pudo olvidarse de ellos ni un solo minuto.

Recurrió con suma discreción a sus contactos como miembro de una familia muy arraigada en Hirakawa para encontrar un trabajo a Keiko. Nadie se atrevió a contradecirlo cuando alegó que la familia no tenía la culpa, que los demás debían compadecerse de ellos. Continuó con sus pesquisas mediante diferentes medios para averiguar cómo le iban las cosas a los dos, y siempre se aseguró de que se les echaba una mano en épocas de escasez.

Cuanto más se reforzaban esos lazos secretos, más se distanciaba de su mujer. Naomi lo achacaba a su incapacidad de tener hijos, pero se equivocaba. En realidad, cuando no estaba trabajando, Koichi se veía consumido por el recuerdo de la familia Kusaka. En su corazón, ya no quedaba espacio para nadie más.

Cinco años después de la desaparición de Toshio, Keiko y Mamoru seguían sin marcharse de Hirakawa. Yoshitake guardaba una colección de fotografías que había tomado a hurtadillas. Cuando estaba solo en su estudio, mirando las fotos, se sentía en paz, envuelto, junto con los remordimientos, por una misteriosa sensación de unidad. Era como si Keiko fuese su propia esposa y Mamoru, su hijo.

Keiko tenía una mirada triste engastada en un rostro bondadoso. Su sufrimiento, sin embargo, no le había arrebatado su delicadeza innata. Había crecido y gozaba de buena salud. Las fotografías mostraban a un chico espabilado, con una sonrisa de oreja a oreja que infundía vida a Yoshitake. Deseaba conocer a aquel muchacho. Y fue ese anhelo el que le dio una renovada esperanza.

Ocho años después del accidente, la primavera del año que fue ascendido al equipo directivo de Shin Nippon, decidió hacer un viaje muy especial con destino a Hirakawa. En el mes de abril, todas las escuelas del país celebraban su fiesta al aire libre. Se trataba de una especie de festival en el que se ponía punto y final a un largo invierno.

Yoshitake quería ver al chico, que ahora tenía doce años, aunque fuese desde lejos.

Aguardó detrás de la valla que rodeaba el patio de la escuela. Perdió la noción del tiempo mientras observaba las idas y venidas del muchacho. El plato fuerte de aquella fiesta de primavera era la tradicional carrera de relevos entre los niños de sexto curso. Mamoru, último relevista de su equipo, aguardaba su turno, con una banda roja alrededor del pecho.

En cuanto recibió el testigo y echó a correr, Yoshitake se quedó sin aliento y sus dedos se aferraron con fuerza a la malla de la verja. ¡El chico corría como el viento! Había empezado la vuelta desde la quinta posición y avanzaba con una tranquilidad digna de admiración. Cuando se acercaba la recta final, ya había adelantado a tres corredores. Desde el otro extremo de la valla, Yoshitake vio cómo su protegido, por los pelos, lograba cruzar primero la línea de meta. Los alumnos estallaron en vítores, y Yoshitake se unió a la ovación con nutridos aplausos y gritos de felicitación.

Una mujer que encabezaba la multitud de padres se volvió para mirarlo. Era la madre del chico, Keiko Kusaka. El anciano robusto que la acompañaba también aplaudía.

Los cerezos en flor despedían pétalos que aterrizaban sobre los hombros de Yoshitake. No era un día frío y lluvioso como cuando tuvo lugar el accidente, sino un cálido día de primavera cuyo aire quedaba impregnado de la fragancia de los cerezos. Keiko Kusaka reparó en el, sonrió y asintió en su dirección. Tuvo aprecio por aquel desconocido que aplaudía a su hijo.

Ese mismo día, Yoshitake fue a ver a su madre, y fue recibido por una mirada acusadora.

—¿Qué estás haciendo aquí? Tu hogar está en Tokio.

Más tarde, sentado solo en la oscuridad de la noche, Yoshitake supo que no podía hacer otra cosa sino reconocer su amor por la familia Kusaka. Su valiente resolución y su fuerza de voluntad le inspiraban respeto. Admiraba cómo se las habían ingeniado para seguir con sus vidas. Se negaron a dejar que la situación les afectara, cosa que él, por su parte, no había logrado tras el día del accidente. Y sabía que nunca lo conseguiría.

Su madre murió seis meses más tarde. Después del funeral y antes de que vendiera su casa, Yoshitake levantó las tablas de madera del suelo para sacar la bolsa de papel que se escondía bajo ellas, y quemó el contenido en la hoguera que prendió para deshacerse de algunos de los trastos de su madre. No sabía qué hacer con el único objeto vinculado con aquel día que marcó un antes y un después en su vida. Al final, decidió quedárselo. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka.

Se lo probó. No fue más allá de la falange del dedo anular, como si el propietario original se opusiera.

Fue el último viaje de Yoshitake a Hirakawa, aunque continuó haciendo un estrecho seguimiento de la familia desde Tokio. Su esposa, Naomi, ya no lo trataba sino como a un ejecutivo más de la compañía.

Keiko Kusaka murió repentinamente el año que Yoshitake fue ascendido a vicepresidente. El se encerró en su habitación para llorar. Jamás tendría la oportunidad de compensarla por el mal que le había causado.

Mamoru tenía dieciséis años y unos parientes iban a encargarse de él. Yoshitake contrató a un detective privado para que indagara en la vida de su familia de adopción. En parte, se sintió aliviado al saber que el chico viviría en un hogar feliz. Aquella sensación de serenidad no iba a durar mucho, se hizo añicos con el accidente que acabó con la vida de Yoko Sugano.

Yoshitake tenía un amigo en el departamento de policía al que pidió información sobre el caso. Supo de la ausencia de testigos y, por lo tanto, de la delicada situación en la que se encontraba el tío de Mamoru.

Por aquel entonces, Yoshitake tenía una amante llamada Hiromi Ida. Esa relación extraconyugal había brotado de un matrimonio cansado, de una planta sin flores. Una noche, mientras observaba la cara libre de maquillaje de Hiromi cuando esta salía del baño, descubrió algo. Hiromi Ida se parecía a Keiko Kusaka. El apartamento que había encontrado para ella no quedaba en los lujosos vecindarios de Azabu o Daikanyama, sino en un antiguo distrito
shitamachi
8
salpicado por estrechas calles y edificios antiguos. Hizo oídos sordos de las protestas de Hiromi. Sabía la razón por la que había dado ese paso: poder estar más cerca de Mamoru.

«Ha llegado el momento.»

Sí, estuvo con Hiromi la noche del accidente, pero no había atravesado la intersección donde tuvo lugar el atropello. Y, desde luego, tampoco había presenciado nada. No se enteró del suceso hasta que lo leyó en el periódico a la mañana siguiente.

Fue entonces cuando se le ocurrió desempeñar el papel de testigo clave y simular que lo había visto todo. Los habitantes de los
shitamachi
eran conocidos por el interés que mostraban ante cualquier incidente acontecido en sus calles, y Yoshitake hizo buen uso de la tarjeta de visita que le dejó un reportero del periódico al que conocía para recabar información acerca del suceso: qué ropa llevaba la víctima, de qué color era el coche o cualquier otro detalle que pudiera añadir crédito a su testimonio. Memorizó los datos, estudió a fondo su papel, se puso en la piel del personaje y ensayó la versión que daría durante el interrogatorio.

Su posición en Shin Nippon no era tan precaria como para que una simple aventura amorosa la hiciese tambalear. Tampoco le preocupaba el divorcio. Naomi cometió un craso error al tomarle por el hombre de su vida y, desde entonces, se limitaba a dejar las decisiones serias a otros.

«Testificaré», concluyó. «Hacerlo me acercará a Mamoru. Me brindará la oportunidad de asegurar su futuro. Haré cualquier cosa por él. Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado, no podré soportarlo más. Contaré las mentiras que haga falta. Al fin y al cabo, hasta ahora toda mi vida ha sido una mentira.

»Haré lo necesario por Mamoru. Estaré a su lado. Tendrá un futuro por delante mejor del que su propio padre hubiese podido proporcionarle en vida. Su madre se enorgullecerá de él.

»Lo he visto crecer. Ha sido mi única alegría, mi única esperanza…».

La cinta acababa ahí.

—Espantosa historia —masculló Harasawa—. Despreciable.

Mamoru, que se había apoyado contra la pared en busca de equilibrio, no lo escuchaba. Sentía náuseas.

—¿Me crees entonces? —preguntó el anciano. No obtuvo más repuesta que el sonido de la cinta rebobinándose—. ¡Por supuesto que sí! Ya sabes de lo que soy capaz, lo aceptes o no.

—Te creo. —Mamoru asintió—. Todo encaja.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Llevar todo esto… a la policía.

—¿Tú?

—Sí, lo haré una vez redactes tu confesión.

—Me temo que eso es imposible.

—¿Cómo que imposible? —Mamoru, sorprendido, alzó la cabeza—. ¿Acaso no es lo que pretendías desde el principio?

—Ahí es donde te equivocas, chico. —El anciano aspiró una profunda bocanada de aire. Al parecer, todo aquello no había sido más que un preludio de lo que venía a continuación—. ¿No recuerdas lo que te dije? Que tú y yo nos entenderíamos. Tenemos algo en común. ¿Acaso no sabes de qué se trata?

Harasawa presionó el botón de expulsar y extrajo la cinta del reproductor. Se acercó a la ventana con ella en la mano.

—Solo grabé esta conversación para que pudieras escucharla. —Al pronunciar esas palabras, abrió la ventana y lanzó la cinta con una agilidad y energía insospechadas.

Mamoru se abalanzó hacia donde se encontraba el anciano. Observó, horrorizado, la parábola que trazó en el aire el objeto arrojado antes de desaparecer en las aceitosas aguas del canal que discurría a los pies del edificio de cinco plantas.

—¿Por qué has hecho eso?

—Olvídalo. Fue la confesión de un hombre bajo los efectos de la hipnosis. Ningún tribunal aceptaría ese testimonio como válido. Chico —el anciano continuó con tono serio— no creas que me conformo con haber desenmascarado a Kazuko Takagi. Y tampoco me convence la idea de entregar todas esas pruebas a las autoridades. Opinas lo mismo que yo, ¿cierto? Los tribunales de nuestro país son demasiado indulgentes.

—¿Y entonces qué crees que tengo que hacer?

—Ese hombre te ha engañado. Has vivido una mentira durante doce años. Lo hizo para ayudaros, de acuerdo pero, de alguna manera, era la segunda vez que te engañaba. Mató a tu padre, ocultó sus restos y, para colmo, te ha estado siguiendo para satisfacer sus propósitos egoístas. No pretendía más que acercarse a ti, engatusarte y ganarse tu cariño. No buscaba otra cosa que tu perdón. Hace doce años que se deshizo de su conciencia, y ahora está intentando comprarse otra nueva. ¿De verdad podrías perdonarlo?

»Es asunto tuyo. De nadie más. Yo no me meteré. No haré la menor mención a Yoshitake en mi confesión. Solo existe una solución posible. —Harasawa miró a Mamoru a los ojos—. Solo tú podrás dictar sentencia.

Cuando Mamoru se marchó por fin, le pitaban los oídos. Las órdenes que había recibido del anciano monopolizaban sus pensamientos.

«Te daré la clave que actuará sobre el subconsciente de Yoshitake.»

El semáforo de la carretera parpadeaba, y las luces traseras de los coches destellaban.

«Es una oración sencilla. Muy sencilla. Esto es lo que tendrás que decir.» El viento azotaba a Mamoru desde detrás. «Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

—Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio —repitió Mamoru para sí mismo.

«Esa es la frase que tendrás que pronunciar para que Yoshitake se quite la vida. Si quieres, podrás quedarte y mirar. Allá tu.»

Other books

Sleeping in Flame by Jonathan Carroll
Shine by Lauren Myracle
Unicorn Point by Piers Anthony
Warlord of Antares by Alan Burt Akers
Arabella by Nicole Sobon
Remember Me by Laura Browning