El susurro del diablo (34 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
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A Mamoru no le apetecía volver a casa.

«Espero que tomes la decisión correcta.»

Desde el principio, lo había engañado. Todo había sido una mentira.

«Se lo debo a tu padre. Solo estoy haciendo lo que debo», esas fueron las palabras de Yoshitake. Lo único que quería era enmendar el daño que causó.

«A pesar de todo, acudió a la policía.» Su tía Yoriko mostró todo su agradecimiento por un hombre que no había dudado en arriesgar tanto su carrera profesional como su matrimonio. Taizo ya no tendría que preocuparse del desempleo.

Gracias a él también su madre había conseguido un trabajo. Ahora se daba cuenta de lo bien que le había venido a él que madre e hijo permanecieran en Hirakawa aquellos años. Todo hubiese ido mejor de haberse marchado de la ciudad. La rabia lo consumía. Yoshitake había actuado movido por un sentimiento de culpa y compasión. Y pretendía seguir adelante con su plan.

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?», le preguntó Harasawa.

No, Mamoru sabía que no podía permitirlo. Porque…

«¡Eso significaría que no tienes alma, chico!».

La luna resplandecía en el cielo como una espada recién afilada.

Kazuko Takagi aguardaba en el Cerberus. No había más clientes en el local cuando Mamoru entró por la puerta. Kazuko parecía haber envejecido diez años en un solo día. Mientras el chico hablaba, ella se quedó sentada sin moverse, sin interrumpirle y sin soltar la mano de Mitamura a la que se agarraba con fuerza.

Mamoru quería encontrar sentido a todo lo que había descubierto. Le contó lo que sabía sobre Harasawa, sobre sus motivos para eliminar a las cuatro. Habló como si estuviera a favor del anciano.

Cuando hubo acabado, el frío parecía haberse adueñado del local.

—Yo… Lo que hice, lo que hicimos fue terrible. —Kazuko se llevó la mano a la mejilla y guardó silencio unos instantes—. Es imperdonable, pero… ¡Lo que hizo ese hombre fue peor aún! —Prorrumpió en llanto—. ¡No hicimos nada para merecer la muerte!

—Venga, ya está —dijo Mitamura con tono tranquilizador.

Kazuko negó con la cabeza y miró al chico.

—¿Y qué piensas tú? ¿No te parece que la muerte es un precio demasiado alto? ¿Sabes lo que le pasó a Atsuko Mita? ¡Fue decapitada! ¡Quedó reducida a pedacitos esparcidos por las vías del tren! Y en el funeral de Fumie Kato, ni siquiera pudieron abrir el ataúd para que sus padres se despidiesen de ella. Estaba desfigurada, irreconocible.

Kazuko agarró a Mamoru por la chaqueta y sollozó.

—No lo entiendo. ¿Por qué tuvo que ir tan lejos? ¡Dímelo! ¿Tan mal estuvo lo que hicimos? ¡Dime algo, por favor! ¿Era ese el castigo que merecíamos?

Mamoru apartó la mirada del rostro cubierto de lágrimas de Kazuko.

—Lo que hicimos estuvo mal. Me siento culpable, pero no tuve otra elección. Una vez empezamos, no nos tocaba a nosotras decidir cuándo parar. Teníamos que seguir hasta el final. ¡Ninguna lo hizo por placer!

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?».

Mamoru agachó la cabeza y susurró:

—Ya se ha acabado.

Mitamura rodeó los hombros de Kazuko.

—¿Va a dejarla en paz? ¿No quiere acabar con ella? Pero ¿por qué?

Mamoru se bajó del taburete y se encaminó hacia la puerta.

—Ya está cansado de venganza. Lo único que quiere ahora es un amigo.

Epílogo

Aquel día cayó una copiosa nevada.

Las dependencias de Shin Nippon se encontraban en la selecta zona de Roppongi. En la avenida principal, también llamada Roppongi, asomaba la boca del metro y, al volver la esquina, la comisaría de Azabu. Mamoru se detuvo frente a ella.

«Estoy a punto de asesinar a alguien.»

Un policía aguardaba en la entrada observando a los coches que circulaban por la calle. Mamoru contempló los copos de nieve que, silenciosamente, alfombraban la ciudad iluminada. Los faros del multitudinario tráfico reverberaban en la húmeda calzada, dibujando una Vía Láctea terrestre.

Yoshitake había pedido al chico que se reuniese con él en una vieja cafetería llamada Hafukan. La puerta era pesada, tan pesada que Mamoru lo consideró como una reticencia del destino a que cumpliese semejante cometido, una señal para que diese media vuelta y se marchase de allí. Aún estaba a tiempo.

No, ya era demasiado tarde. Mamoru entró.

Del aire pendía un agradable olor a café. La iluminación del interior del local era tenue y teñía los clientes que lo abarrotaban de un matiz ámbar.

Yoshitake ya estaba allí. Se levantó de su mesa y atrajo la atención del chico. Mamoru se encamino hacia él, a sabiendas de que con cada paso que daba, más cerca estaba Yoshitake de su propia muerte.

—Qué tiempo más feo tenemos esta noche. Debes de tener frío. —Yoshitake parecía preocupado.

Pero lo único en lo que Mamoru podía pensar era en lo mucho que debía de haber arreciado el frío la mañana que Yoshitake asesinó a su padre.

—Estoy bien. Me gusta la nieve.

—Pues con lo que nieva en Hirakawa, Tokio debe de parecerte un aburrimiento. —Yoshitake estaba de buen humor. En la mesa, descansaba una taza de expreso vacía. Una camarera se acercó, y Yoshitake pidió lo mismo. Mamoru prefirió un café solo.

—¿Qué tienes en la cabeza? —preguntó Yoshitake. El chico le había llamado para decirle que quería verlo, que tenía algo que discutir con él. Este accedió con mucho gusto a que se encontraran en algún lugar cerca de su oficina.

—¿Se siente mejor? —inquirió el chico.

—No fue nada grave aunque los médicos no saben qué me pasó exactamente.

A Mamoru le costaba hablar. No podía apartar la mirada del rostro de su interlocutor y del perfecto bronceado que guardaba de sus partidas de golf en Hawái.

«Durante todo el tiempo que tú has estado jugando al golf, bebiendo e incluso testificando en la comisaría de policía, mi padre estaba muerto. No es más que un montón de huesos enterrado en las entrañas de una montaña. Tú has estado viviendo una vida plena mientras yo repudiaba a mi padre, mientras mi madre aguardaba todos esos años esperando a que regresase a casa. Eres el único aquí que ha disfrutado de la felicidad.»

—¿Tienes algún problema? —La expresión de Yoshitake se nubló—. ¿Por qué me miras de ese modo?

—¿De qué modo? —Mamoru tendió la mano hacia su taza de café, pero se le resbaló el asa. El líquido negro se escurrió de la taza de porcelana y acabó derramándose sobre su mano. El chico se preguntó distraídamente si el color de la sangre sería parecido.

—¿Te has quemado? —Yoshitake alargó el brazo para tocar su mano, pero este la apartó con brusquedad.

«Te compadeciste de nuestra suerte, nos utilizaste. Compasión… Eso es lo que no puedo perdonarte. ¿Entiendes lo que digo?».

—¿Estás enfermo? Estás empapado y muy pálido. ¿No llevas paraguas?

«Mis temblores nada tienen que ver con el frío.»

—Será mejor que te marches a casa. Ya hablaremos en otra ocasión. —Yoshitake sacó la cartera—. Tu familia estará preocupada. Cómprate una camiseta y un jersey en alguna tienda de por aquí y cámbiate de ropa o pillarás un buen resfriado.

Mamoru lanzó el billete de diez mil yenes al suelo.

«¡Dilo, dilo! Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio. ¡Acaba con esto!».

El hombre sentado a la mesa contigua, observó alternativamente el billete que yacía en el suelo y los rostros de la pareja. Finalmente, lo recogió y lo puso sobre la mesa. Ni Mamoru ni Yoshitake repararon en el gesto.

—Perdóname si he dicho algo que te ha ofendido —dijo por fin Yoshitake—. No puedo… Es decir… Es difícil… —Yoshitake miró su taza vacía como si esta contuviese las palabras que tenía en mente—. Tú… Yo te considero a veces como un hijo. Si por ello acabó haciendo algo grosero, te pido que me perdones.

«¡No es tan difícil! ¡Dilo! Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

Como si no supiese qué otra cosa hacer o decir, Yoshitake sacó un cigarrillo y jugueteó con él entre sus dedos. Parecía un niño que acababa de recibir una buena reprimenda.

Mamoru se dio cuenta de que había mucho ruido en la cafetería. En una ciudad tan populosa, tan desmesurada, ¿quién echaría en falta a una sola persona?

«Gracias por encargarte de Yoko Sugano.»

«¿Me diría mi padre algo parecido?», se preguntó Mamoru. «¿Gracias por encargarte de Yoshitake?». Entonces, de súbito, recordó otra cara y otra voz que le hablaba: «Mamoru, jamás utilices a tu padre como excusa. Ni se te ocurra». Era Gramps.

«Quise compensarte de algún modo.» Esas palabras, sin embargo, eran las que su amigo Yoichi Miyashita pronunció tras su tentativa de suicidio. «No le encontraba ningún sentido a la vida. Pero soy un negado hasta para hacer un nudo.» Mamoru apretó los dientes. ¿Acaso pensó que tenía derecho a hacer lo que le viniese en gana solo para reparar un agravio?

—Vamos —dijo Yoshitake—. Creo que deberíamos irnos. —Se puso en pie y se acercó a la barra para pagar.

Mamoru salió de la cafetería. Los copos caían con fuerza y la nieve empezaba a cuajar en el suelo. La ciudad se volvía más y más fría, e igual pasaba con Mamoru. Yoshitake apareció unos segundos más tarde. Su aliento se cristalizaba en el aire invernal. También el de Mamoru. De un tono más blanco que la propia nieve.

Los dos quedaron frente a frente bajo la cálida luz que manaba del interior del Hafukan. El chico se preguntó si lograría recuperar la confianza en sí mismo en treinta años. O en cincuenta. ¿Moriría con la conciencia tranquila?

—Al menos, cómprate un paraguas —le instó Yoshitake—. Vete a casa y date un baño caliente.

«He venido a asesinarte.»

—Ya nos veremos. —Yoshitake se dio media vuelta y se alejó.

«Tiene la espalda ancha. Como la tuvo mi padre en vida.»

Yoshitake se volvió para añadir:

—Espero volver a verte pronto.

Mamoru no respondió, de modo que el hombre siguió su camino.

Un paso, dos pasos. Se alejaba de él.

«Tomaste una decisión injusta. Jugaste sucio para limpiar una conciencia que manchaste hace doce años. Y esa era tu única preocupación.»

—¡Señor Yoshitake! —vociferó Mamoru. Ya al otro extremo de la calle, Yoshitake se giró de nuevo sobre sí mismo.

Había llegado el momento. Los separaba una distancia de doce años. La nieve, en su indiferente descenso, cubría ese espacio en el que toda voz quedaba silenciada.

—Señor Yoshitake.

—Dime.

—Esta noche, vuelve a…

—¿Qué? —Se llevó la mano a la oreja.

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?».

—Esta noche, vuelve a haber niebla…

«Quise recompensarte de algún modo.»

«Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.»

Yoshitake alcanzó al chico.

—¿Qué dices?

Mamoru estaba cansado de intentar tomar una decisión.

—Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio.

Yoshitake ladeó la cabeza, y el chico contuvo la respiración. Durante un instante, pensó que el anciano se la había jugado. No estaba sucediendo nada.

Pero de repente la mirada de Yoshitake se extravió y, acto seguido, sus ojos se abrieron, con violencia, para estudiar con atención los alrededores. No tardaron en encontrar la sombra del invisible perseguidor. Comenzó a alejarse, deprisa, dejando atrás la nieve, Mamoru y la congelada ciudad.

«¿Te parece bien lo que estás haciendo?». Algo en el interior de Mamoru intentaba captar su atención. Mamá. Su madre creyó en su padre. Creyó en el hombre que había dejado sobre la mesa los papeles del divorcio pero que nunca llegó a quitarse el anillo de boda. Por esa razón, lo había esperado siempre. Ella sabía que ese anillo era la prueba de sus verdaderos sentimientos.

No fue una jugada digna de orgullo, tal vez… Fue lo correcto, eso era todo.

«Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado…»

La nieve caía sobre el cuello de Mamoru. Una pareja que compartía un paraguas volvió la vista atrás para mirarlo y, tras intercambiar una mirada, se marchó apresurada.

«Gracias por encargarte de Yoko Sugano. Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando.»

Y Kazuko se había mostrado aterrada, presa de los remordimientos.

«¡Dímelo! ¿Tan malo fue lo que hicimos?».

«Lo único que hice fue darles su merecido.»

¡No!

Mamoru corrió en la dirección que había tomado Yoshitake. Había desaparecido. El semáforo de peatones parpadeó cuando Mamoru cruzó a toda velocidad la calle y se dirigió hacia las dependencias de Shin Nippon.

Las puertas de la entrada estaban cerradas. Mamoru resbaló y se golpeó la rodilla. Cual resorte, volvió a ponerse en pie y buscó la entrada nocturna. Se tropezó con un peatón y el impacto hizo que la nieve acumulada sobre el paraguas de este le cayera encima.

Había luz en la oficina de seguridad. Golpeó la ventana.

—¿Dónde está la oficina del vicepresidente?

—¿Quién eres? —respondió una voz cautelosa.

—Me llamo Kusaka. ¿Dónde está?

—¿Qué has venido a hacer aquí?

—¿En qué planta se encuentra?

—En la quinta planta, pero…

Mamoru salió corriendo hacia el ascensor. El guarda de seguridad lo seguía de cerca. Presionó el botón y vio que el ascensor se había detenido en la quinta planta. Ahora descendía lentamente. Mamoru decidió subir por la escalera.

La quinta planta. Las puertas se alineaban a ambos lados del pasillo. Encontró un mapa en la pared. El despacho de Yoshitake quedaba a mano izquierda, al final de pasillo. Con movimientos ralentizados por el peso de su chaqueta mojada, se dirigió hacia la oficina dejando las húmedas huellas de sus pisadas sobre la moqueta.

Para cuando atravesó corriendo la oficina de la secretaria y abrió de golpe la puerta de su despacho, Yoshitake ya estaba saliendo por la ventana que quedaba detrás de su mesa.

—¡Señor Yoshitake! —No lo escuchaba. Ya tenía las rodillas en el alféizar de la ventana.

Mamoru no creyó poder lograrlo pero, aun así, se abalanzó sobre él y lo agarró por el dobladillo del abrigo. Oyó que la tela se desgarraba. Un botón salió volando por los aires. Por fin, los dos cayeron al suelo. Con todo el alboroto, la silla giratoria de Yoshitake se deslizó hacia el otro extremo de la habitación.

Mamoru se sentó e inclinó contra la mesa. Yoshitake parpadeó.

El guarda de seguridad apareció entonces, sin aliento.

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