—Me he enfrentado a los cubanos —decía tosiendo—. Me he enfrentado a los haitianos. Voy a matarlos a todos.
Sí, toda una degradación para el bueno de Bill Wyeth, que había dormido en los veinte o treinta hoteles más elegantes del mundo (el Conrad de Hong Kong, el Connaught de Londres, el Ritz de París, etcétera), sí, señor, un tipo que hasta había cenado en la Casa Blanca durante la administración Clinton. (El presidente número cuarenta y dos en persona se había acercado a mí imponente, con los ojos entrecerrados y la nariz roja, y, estrechándome la mano, me había dicho con su voz acuosa y ronca «Me alegro de verle, agradecemos mucho su apoyo» o algo por el estilo, mientras el fotógrafo de la Casa Blanca apretaba el disparador, y había pasado al siguiente invitado, pero para mí había sido suficiente y él lo sabía. Cuando el presidente estrechó la mano de Judith, la facultad para hablar de ésta degeneró en fragmentos de palabras cuasicoitales y entrecortadas: «¡Sí, oh, yo…! ¡Gracias! ¡Sí!». Las cámaras dispararon, como hacían cada vez que él estrechaba la mano a alguien. Las fotos de los dos con el presidente, sonriendo como locos, llegaron exactamente dos días después a través de un servicio de envíos privado presidencial en un gran sobre inmaculado en cuyo remite se leía «LA CASA BLANCA» en letras grises en relieve. Judith se gastó seiscientos dólares en enmarcarlas y se llevó la suya a San Francisco, y quién sabe lo que pasó con la mía.
No recuerdo gran cosa de mis primeras semanas en el piso sin ascensor de la calle Treinta y seis, y la razón es simple: encontré en mis zapatillas de deporte un frasco de somníferos de Judith y me tragaba tres o cuatro al día. Con eso no te matas, ni siquiera estás cerca de hacerlo, y tampoco es que quisiera. Los cambios son sutiles. Flotas mientras te hundes. Ves la televisión mientras duermes. Notas cómo pones los ojos en blanco pero no es una sensación desagradable. Te olvidas de quitarte los calcetines antes de meterte en la bañera. En algún momento compré un colchón, una mesa y una silla a un tipo de la calle. Encargaba comida china cada veinte horas aproximadamente. No me importaba que el pollo con jengibre estuviera frío o que hubiera hormigas. Me afeitaba sin regularidad. Utilizaba una camiseta como funda de almohada, leía las noticias para atrás.
Al cabo de un tiempo llegaron los papeles del divorcio; firmé las hojas marcadas sin leerlas. Sin custodia ni visitas acordadas. Nuestro antiguo apartamento se vendió enseguida y el dinero fue directamente al abogado de ella. No me importó. Creía que Judith y Timothy debían recibir todo el dinero posible. Mis ahorros para la jubilación, que con tanto cuidado había apartado y atesorado, estaban sujetos a la división de la propiedad, y tal vez sabiendo ya que no iba a volver a trabajar, accedí a la liquidación total de todas mis cuentas, que estaban sujetas, por supuesto, a las penalizaciones resultantes y a impuestos retroactivos. Y tras la división de esa cantidad, me quedé con suficiente dinero para ir tirando un tiempo, unos años al menos.
Esa noble destrucción de mi fortuna resultó innecesaria, ya que la repentina y casi expeditiva boda de Judith con un joven empresario tecnológico me liberaba (tristemente, porque podría haber sido una fuente de dignidad) de la obligación de la manutención del niño. Me dejaron viviendo de mi futuro. Preferí no saber nada del nuevo marido, pero un día, mientras hojeaba en un quiosco las revistas de celebridades financieras, me topé con una foto de él. Me quedé atónito. El artículo, que se titulaba «Jóvenes genios en la antesala del éxito», explicaba por qué su nueva compañía estaba tan solicitada. Tenía la patente de una tecnología para el almacenamiento de datos con láser que no entendí. Almacenamiento de datos, el país estaba obsesionado con eso, una nueva forma de evitar la muerte. El artículo concluía con una foto a todo color del nuevo marido. Era joven. Con una expresión sorprendentemente alelada, el cuello demasiado largo, los ojos demasiado juntos, tal vez hasta un poco bizcos, pero vestido con un buen traje que estoy seguro de que había elegido Judith. El texto explicaba que tenía veintiocho años y tres licenciaturas en informática superior. Standford, Caltech. Casi un crío. Otra foto: caderas anchas y pies de pato. Si yo era una minifurgoneta siniestrada, él era la flamante camioneta de la lavandería. De algún modo Judith lo había olido desde el otro extremo del país y lo había seducido con sus mejores artes. Un guiño y una sonrisa de labios húmedos, y él se había postrado a sus pies. Odié su juventud, su cerebro capaz de comprender cosas enrevesadas e increíblemente valiosas. ¿Le hacía mamadas Judith?, me pregunté destrozado. ¿Apretaba contra sus turgentes pechos esa cara de cretino agradecido, sabiendo que todo lo demás se resolvería por sí solo? ¿Sabiendo que en él no había ni una centésima parte del peligro o del poder pernicioso que entrañaba Wilson Doan, pero que no importaba? Y él, a su vez, ¿notaba cómo se le ralentizaba el pulso, como a mí, cuando los grandes y suaves pezones de Judith rozaban su/mi paladar, y sabía entonces que estaba en casa, que había aparcado y cerrado la puerta del garaje, y estaba a salvo, como no se había sentido desde que tenía dos años, y que esa mujer, esa mujer-madre, iba a cuidar de él, iba a apretar esos encantadores y blandos pechos contra su cara para que él se los chupara, siempre que hiciera lo que ella quería, que era pasarle el dinero? Bueno, tal vez. O tal vez Judith lo quería de verdad.
Pero la broma tenía otro lado truculento. Cuando una semana después el nuevo marido de Judith hizo pública su compañía ante la prensa, valía de pronto unos 852 millones de dólares, y yo había sido borrado completamente del mapa. Me temblaron las rodillas, muy sutilmente, mientras leía el artículo al subir las escaleras de mi apartamento. Tenías que sacudir la cabeza, ¡o hasta sonreír! Yo había cobrado un buen sueldo, me había matado a trabajar por ese sueldo, pero la seguridad que había amasado para mi familia se había quedado en nada, se había reducido a un error de redondeo en la contaduría del nuevo marido.
El hecho de que a Timothy no le faltara nada (salvo su padre) ni ahora ni en el futuro era un amargo consuelo para mí. Él era lo bastante pequeño aún para que lo cegara la deslumbrante riqueza de su nuevo padrastro: la casa de mil setecientos cincuenta metros cuadrados en Marin County, las entradas en palco preferencial para ver a los San Francisco 49ers, la casa de veraneo en Hawai. Yo, su padre, que había proporcionado la semilla, me veía convertido en una luna muerta en una galaxia perdida, la vocecilla de una especie de tío que se iba encogiendo. Por un tiempo le escribí cartas y le envié e-mails y pequeños regalos. Pero esas actividades me hacían llorar. Sí, lloraba por la pérdida de mi hijo. También por la de mi mujer. Oh, también echaba de menos a Judith, todo sobre ella. Habría aceptado que volviera sin pensármelo, le habría perdonado todo. Traté de mantener el contacto, pero las cartas y las llamadas de Timothy se hicieron cada vez menos frecuentes. No teníamos mucho de qué hablar. Yo no sabía nada de su colegio ni de sus amigos. Creo que él y su madre eran felices. Ella lo había logrado. Había hecho la transición. Había salvado a su hijo, lo había salvado de mí, de lo que yo había hecho.
Los días pasaban, los meses discurrían a la deriva. Y yo me iba encenagando en el fondo. Cabría preguntar, con toda la razón, cómo es que no había conseguido encontrar trabajo o rehacer mi vida al menos a un nivel elemental. O incluso hablar con alguien. Los pocos amigos que me quedaban me recomendaron que me fuera a vivir a Seattle, que me tragara antidepresivos o que practicara tablas de gimnasia prohibidas en China. Y por lo que se refería a mi soledad, en Manhattan abundan las mujeres inteligentes y tolerantes, algunas de las cuales se habrían mostrado pacientes con mi desesperación, pero yo no me veía con fuerzas de buscar ninguna. Sin duda un hombre mejor que yo habría opuesto resistencia, habría discutido, luchado, habría hecho valer sus derechos, logros y responsabilidades. Pero, como siempre averiguamos demasiado tarde, al mundo no le importa lo que hemos sido, no particularmente. Mi identidad resultó tan intercambiable como uno de los trajes hechos a medida que solía llevar, y debo confesar que mientras presenciaba cómo se escabullía cada fragmento de mi vida, mi trabajo, mi matrimonio, mi hijo, mi casa, mi dinero, mis amigos, sentía una curiosidad malsana por saber qué iba a quedar al final. Los pequeños hábitos de toda la vida, como hacer crujir los nudillos o atarme con dos nudos los cordones de los zapatos, me producían una satisfacción anormal, y me parecían una prueba cada vez más importante de que yo venía realmente de alguna parte y no había caído del cielo, parpadeando y solo, un recién nacido de cuarenta años.
* * *
Con el tiempo me acostumbré a vivir en mi húmedo piso de la calle Treinta y seis Oeste, por lúgubre que fuera el edificio. El piso consistía en una salita, una cocina pequeña pero casi nueva, un dormitorio de unos dos metros y medio de ancho, y un pequeño cuarto de baño. Mantenía el piso razonablemente limpio, teniendo en cuenta que no venía nadie a verme. Llevaba las cuentas en un pequeño escritorio, me sentaba en un pequeño sofá, comía en una mesa sencilla con una silla, tenía nueve o diez platos, dormía en una cama individual. Fuera, la moqueta del pasillo estaba desgastada como un sendero a través de la maleza, hacía por lo menos diez años que no limpiaban las ventanas, y quién sabía si funcionaban las salidas de incendio. Al portero, un latino jubilado y amable con montones de llaves colgadas del cinturón, se le veía de vez en cuando escoltando a un fumigador o cambiando las bombillas del pasillo, pero en general se quedaba en el sótano, donde llevaba un taller de reparación de aparatos de aire acondicionado ilegal y cuidaba a varios nietos pequeños. El edificio albergaba unas cincuenta almas, y al principio no dije a mis vecinos casi nada sobre mí, porque creía que mi estancia allí era temporal. Sin embargo, al cabo de unos meses empecé a estudiarlos con más curiosidad, y a entablar conversaciones inofensivas en los pasillos y en el vestíbulo que me permitieron componer mentalmente un mapa del edificio. Se hizo evidente que cerca de una cuarta parte de los residentes eran felices y hacían progresos —chicas jóvenes con buenos empleos en oficinas, o la pareja paquistaní de unos treinta años que pronto tendría dinero para comprarse un pequeño apartamento—, mientras que los demás descendían en una variedad de ángulos, cada uno un ejemplo de la grotesca naturaleza de la normalidad: la mujer divorciada de cincuenta años que tenía cáncer, abandonada por sus hijos, que subía penosamente las escaleras hasta su apartamento con el torso horriblemente encogido por la enfermedad, el pelo tan escaso por la quimioterapia que le veía la brillante curva del cuero cabelludo; el corredor de Bolsa arruinado al que le traían maría de primera calidad tres veces a la semana; la aspirante a bailarina de mal cutis cuya incapacidad para encontrar trabajo la empujaba poco a poco hacia la prostitución; el viajante maníaco que llevaba un negocio ilegal de exportación de ostras; el gordo sin ningún ingreso a la vista que todos los días salía andando con su pequinés y un bastón rojo, y volvía horas más tarde con una grasienta bolsa de pollo frito en una mano y en la otra un vídeo gay X de la tienda de la esquina; el ex periodista que fumaba como un carretero (autor de largos y en otro tiempo importantes artículos del nuevo periodismo publicados en
Sports Illustrated, Esquire, Look, Harper’s, McCall’s
y la vieja
Life
), que había sido casi famoso y que ahora, con cerca de setenta años, tosía débilmente todo el día detrás de su puerta mientras aporreaba el teclado escribiendo largos artículos de relleno en oscuras páginas web para adictos a los deportes; la pareja rusa que no se sabía cuándo se peleaban y cuándo follaban; la italiana entrada en años que vivía de los ingresos que generaban las dos licencias de taxi en Nueva York que habían pertenecido a su difunto marido, y que había alquilado a una compañía de taxis bengalí de Queens, y un largo etcétera.
Sí, y un largo etcétera. El estado de ánimo que se percibía en los pasillos era de soledad generalizada, el olor, una mezcla de ambientador y tabaco, el ruido, el parloteo de las series de la televisión, entre ellas las más populares sobre profesionales jóvenes e inteligentes que vivían en bloques de pisos de Manhattan. Los que vivíamos allí nos mirábamos con cautela, porque el fracaso y la infelicidad de los demás confirmaban nuestro propio fracaso e infelicidad.
* * *
Judith me escribió una postal diciendo que ella, Timothy y su marido iban a pasar el verano y el otoño en la Toscana, y tal vez unas semanas en Niza cuando hiciera calor, y que, si era necesario, podía ponerme en contacto con ella a través de su abogado. Timothy tendría profesores particulares en cada ciudad, añadió. Estudié con minuciosidad la postal. La letra de Judith era pulcra y ordenada, no revelaba altibajos emocionales ni tampoco el exceso de control que denota la inclinación hacia la izquierda. A juzgar por la letra, había escrito la postal en un estado de ánimo optimista, haciendo cruces en una lista de cosas que hacer: contratar cuidador de casa, pagar cortador de césped, pedir que envíen correspondencia a dirección indicada, escribir postal a ex marido inútil. La esposa feliz realizando felices tareas.
Después de eso me hundí un poco más. La vida, tal como la entendía ahora, no era siempre lo que parecía; el cristal de nuestras suposiciones se hace añicos, deja ver la realidad y vuelve a hacerse añicos. Sí, me hundí un poco más, aunque en realidad no fue dramático. Me fui desdibujando, volviéndome cada vez más invisible, vaciando. Dejé que el seguro médico venciera, me olvidé de pagar las cuotas del Colegio de Abogados. Dejé de consultar mi e-mail, me perdí las últimas películas de cine, no quedaba con nadie para comer, hablaba poco, olvidaba lo que leía, no soñaba.
En Manhattan puedes llevar una existencia vacía y estar muy entretenido. No importa si no tienes trabajo y estás emocionalmente desorientado. La ciudad —misteriosa, indiferente, en perpetuo cambio— siempre está a tu disposición para que indagues en ella. También ayuda llevar trajes buenos de antiguos empleos, porque entonces la gente no se mete contigo y puedes entrar con discreción en locales y utilizar el lavabo de hombres. Sí, ayuda tener un aspecto respetable. Y, por absurdo que parezca, yo lo tenía; todos los días me vestía con americana y corbata, e iba con mi maletín a ninguna parte. A la ciudad no le importa si pasas demasiado tiempo sentado en un banco o parado en una esquina; la ciudad te invita a permanecer en el anonimato, en medio del polvo que el viento arremolina a tu alrededor. Los edificios, las sombras y los rostros prácticamente te suplican que te entregues a un sueño ambulante, a una fuga especulativa. Aunque no me convertí del todo en uno de esos charlatanes filósofos de pelo enmarañado y uñas negras, sí que bordeaba la frontera de la locura. Si hubierais pasado por mi lado, sólo habríais visto a un hombre que saltaba a la vista que no tenía prisa alguna y que realizaba estudios personales de fenómenos para los que la gente ocupada no tiene tiempo. El patrón del movimiento de un taxi por las avenidas más anchas. La intermitencia de sombras y sol en las tardes de Broadway. Cómo se desplazaba el agua.