Mi concepto de belleza en una mujer cambia continuamente conforme me hago mayor, porque suelo fijarme en aspectos que se me pasaban por alto cuando era más joven; a los veintitantos años, pongamos por ejemplo, nunca habría descrito a Allison como guapa. Pero lo era. Tal vez no si la analizabas por partes, pero sí en su conjunto. Lo que más me llamaba la atención era su seguridad en sí misma, su inquietud, su empuje para hacer las cosas a su manera y no de otra forma. Parecía llena de sentido del humor, de cólera y de necesidades sexuales. Concertaba citas, solucionaba problemas, tomaba decisiones. Consultaba el reloj, erguía la espalda y se aseguraba de no tener los dientes manchados de pintalabios. El restaurante tenía cientos de clientes fijos que acudían a distintas horas, y ella los conocía a todos, y a menudo recordaba su bebida preferida y cómo les gustaba el bistec; el restaurante era su escenario, y ella, y no el chef, era la verdadera estrella. Vestida con un traje azul discreto y a menudo con una tablilla con la lista de vinos de los vendedores al por menor o las facturas de los proveedores, regentaba el local ejerciendo un poder absoluto sobre todos, incluido el propietario, un octogenario de mejillas hundidas y manchas de vejez llamado Lipper que iba una vez a la semana en su silla de ruedas, estrechaba indiscriminadamente la mano a los empleados, metía mano a un par de camareras y se bebía una copa de Merlot hasta que venía a buscarlo su enfermera. Confiaba en que Allison sacara de ese tugurio hasta el último centavo de beneficios, y ella así lo hacía.
Ella también me acogió porque era amable con el personal y siempre dejaba generosas propinas. Cuando contrataban a una nueva camarera o a un ayudante de camarero, Allison señalaba la mesa 17 diciendo que era cliente fijo, pero de los fijos fijos, que a menudo comía y cenaba allí en un espacio de seis horas, y sólo fallaba un par de mediodías a la semana sin contar el del lunes, que el restaurante cerraba para limpiar después del fin de semana. Mi montón de periódicos y mis oscuros volúmenes debían ser tolerados, les decía, y al cabo de unos meses mi presencia en la mesa 17 se convirtió en una de las verdades invisibles del local. Hasta cuando no estaba allí, llenaba el espacio con mi ausencia. Las camareras y los ayudantes iban y venían, eran contratados y despedidos, pero yo siempre estaba presente en la mesa 17 para comer y a menudo para cenar, dando la impresión al que mirara por primera vez en mi dirección de que era un abogado o un hombre de negocios razonablemente próspero, y no alguien que no tenía nada mejor que hacer. De hecho, era consciente de lo raro que resultaba que comiera tan a menudo allí, y de vez en cuando me obligaba a saltarme una comida, aunque sólo fuera para no dar la impresión de que estaba repentina y profundamente arraigado a ese lugar.
Pero lo estaba, y más allá del incómodo interés que me suscitaba Allison y del placer que me proporcionaba el entorno, me pregunto qué me movía a cruzar la pesada puerta de la calle. Todavía no era evidente nada de lo que más tarde descubrí, nada de lo que al mismo tiempo me recompondría y desharía. De modo que supongo que estoy describiendo mis avances hacia la esencia de las cosas, la paulatina transición de recién llegado a miembro fijo, de espectador a actor. Sin embargo, al principio todo lo que hacía era permanecer sentado a la mesa 17 y charlar afablemente si era necesario, observar a Allison pasar con resolución, balanceando su tablilla con sujetapapeles. Descubrí que después de un par de copas era capaz de olvidar lo mucho que echaba de menos a mi hijo y a mi mujer… una bendición. No me había propuesto conocer a nadie ni involucrarme sentimentalmente. Sólo quería estar rodeado de gente. Todos los días me sentaba a mi mesa 17 y pedía una Coca-Cola sin hielo y la sopa
du jour
. A veces se calmaban las cosas en el restaurante a media tarde y durante una hora yo era el único cliente. Pero mi presencia era tan habitual que desaparecía olvidado mientras las camareras cotilleaban sentadas y los ayudantes cambiaban los manteles. Esos momentos me parecían un bálsamo para mi espíritu. Lograba intimidad sin estar solo. A la menor indicación que hacía con los ojos, alguien se acercaba para preguntarme qué quería, pero si no me dejaban tranquilo. ¿Empleaba en algo ese tiempo? ¿Leía la historia de la civilización o componía una sinfonía? No, no y de nuevo no. Sin embargo me sentía contento en mi desconsuelo; no estaba entero, sólo era una colección de fragmentos que esperaban, por así decirlo, a que ocurriera algo, algo inesperado.
Envuelto en la penumbra, observaba, y había mucho que observar. Los secretos coqueteos de las camareras con la clientela, con los camareros o entre sí. Vi cómo un hombre, mientras devoraba su cena, daba un brinco como si una lanza le hubiera atravesado la espalda y caía, medio moribundo, de bruces sobre su plato; también vi cómo una mujer menuda y descarada se inclinaba y quitaba a su pareja el reloj de la muñeca, un borracho con la lengua fuera de ansiosa expectación; alcancé a oír cómo muchos hombres eran despedidos en el transcurso de distintos almuerzos, y cuando llegaba la frase clave («Necesita tomar un nuevo rumbo» era muy popular y daba a entender una búsqueda noble y una navegación brillante), el hombre despedido se rajaba los ojos o se desplomaba abatido, y siempre que eso ocurría me sentía fatal por él. Una noche vi a una mujer de cincuenta años destrozar a tijeretazos la camisa de un hombre; vi a tipos juguetear con su dentadura postiza, recoger una patata del suelo, atragantarse con un hueso, inspeccionar su cuchara, mordisquear un palillo de dientes u ordenar sus pastillas sobre el mantel antes de tragárselas. Vi un perro del tamaño de una rata salir de un salto del bolso de una mujer y lamer sus calamares fritos, vi a un hombre mojar una servilleta en su gin-tonic para limpiarse el audífono. Y a través y alrededor de todos ellos se abrían paso los porteadores de platos, hombres bajos y rechonchos, la mayoría mexicanos, que no hablaban ni sonreían, se limitaban a llevar una pesada bandeja tras otra a las mesas con una expresión de estoica resignación, como si fueran peones de una mina que extraen oro para otros.
Y si permanecías sentado allí noche tras noche, como hacía yo, advertías que ciertas veladas, tal vez una a la semana, Allison Sparks se paseaba con discreción por el comedor y se detenía para cruzar unas palabras con alguno de sus clientes masculinos fijos. Muy pocas palabras, seguidas de un gesto de asentimiento casi imperceptible u ojos centelleantes de complicidad. Todos parecían satisfechos de haber sido seleccionados. Allison hablaba como mucho con quince hombres por noche, espaciando sus interludios a lo largo de una hora para que fuera difícil advertir una rutina. A menos que, como yo, cenaras solo y te dedicaras a observar Confieso que sentía celos cuando Allison se inclinaba para susurrar algo al oído de esos hombres, rozándoles con sus labios rojos la mejilla y alzando sus ojos oscuros para echar un vistazo alrededor antes de clavarlos de nuevo en ellos, como si nunca los hubiera apartado, irradiando afabilidad, cerrando en privado el trato, fuera cual fuese.
Esos mismos clientes se quedaban sentados a sus mesas hasta que llegaba la medianoche, mucho después de haber firmado el recibo de sus tarjetas de crédito, y tras mirar de soslayo el reloj y tal vez apurar su copa de vino de postre, se levantaban y cruzaban casi furtivamente el crujiente suelo de madera hacia una pequeña puerta situada en el lado izquierdo del vestíbulo, que podía fácilmente confundirse con un guardarropa o un lavabo para el servicio, y que permanecía cerrada. En ella había una diminuta placa de latón en la que algunas noches aparecía una tarjeta amarilla, donde se leía una lacónica instrucción: «cierren la puerta, por favor». Cuando había la tarjeta, los hombres entraban y cerraban la puerta tras de sí. La mesa 17, situada en un remoto extremo del restaurante, me ofrecía una posición ventajosa, aunque distante, para observar ese tránsito silencioso, y las contadas noches que se abría la puerta me fijé en que no salían ruidos o luces extraños de ella. Los clientes parecían bajar un escalón y torcer a la izquierda, y la luz que se proyectaba en sus caras llegaba de abajo, y les iluminaba sólo la parte inferior de la mandíbula y la nariz, y oscurecía las cuencas de sus ojos, de tal modo que cada hombre parecía llevar una máscara. Como es lógico, me pregunté qué pasaba allá abajo. ¿Se diferenciaban en algo las personas que cruzaban esa puerta de las que se quedaban en el comedor principal o en la barra? No a primera vista. No necesariamente.
Con el tiempo fui capaz de afirmar con bastante seguridad que los hombres que traspasaban ese umbral eran innegablemente prósperos, como yo lo había sido antes, y eran conscientes de que lo mejor de la velada estaba todavía por llegar Pese a la copiosa comida y bebida, había más por averiguar, apostar o robar. A lo largo de mi carrera de abogado, ahora destrozada, había pasado bastante tiempo con hombres así. Sus ojos parecían dilatarse con la convicción de que Manhattan era una máquina existencialmente transaccional: el destino de una persona entraba y el de otra salía. Bien vestidos, balanceándose sobre sus talones o dando golpecitos con un dedo en la pernera de su pantalón, esos hombres estaban impacientes, poseían energías no gastadas y buscaban algo nuevo, algo más. Algo peligroso tal vez. Y no se trataba de sexo, no de una forma directa o prioritaria. La ciudad estaba llena de prostitutas que daban citas por teléfono, profesionales del striptease, señoritas de compañía y chicas de alterne que se movían por dinero y por diversión. Y, de todos modos, muchos de los hombres que traspasaban ese umbral se despedían de sus mujeres o de sus novias con un beso en el vestíbulo, con la promesa de estar de vuelta en casa en pocas horas. Pero no podía estar del todo seguro, porque varias veces vi entrar sola en el restaurante a una atractiva negra con una maleta azul y dirigirse directamente a esa misma puerta de madera, como si actuara siguiendo instrucciones previas, y después de que Allison hiciera un silencioso gesto con la cabeza al
maître
, éste siempre la dejaba pasar.
—¿Qué hay abajo? —pregunté a una camarera una noche que apareció la tarjeta en la puerta.
—¿El Havana Room? —dijo ella—. Es una especie de arreglo especial.
—¿Quieres decir que hay que reservar?
—No exactamente. Algo así.
Eso no tenía sentido para mí. Tal vez ella no sabía realmente qué había.
—¿Qué hacen allí?
Ella se encogió de hombros.
—He oído cosas, pero no me las creo.
—¿Has estado abajo alguna vez?
—No.
—¿No?
—Sólo están autorizados unos pocos empleados. Básicamente Ha.
—¿Ha?
—El viejo chino. Seguro que lo ha visto. El manitas calvo.
Sí, caí en la cuenta de que lo había visto. Delgado y encorvado, con una gran nuez y ojos inyectados de sangre, entre los sesenta y los ochenta años. Solía ir con una llave inglesa o un trozo de tubería en la mano. Pero yo seguía sin entender.
—Entonces, ¿hay algún motivo para que yo no pueda ir al Havana Room?
—Le pedirían que se marchara.
—¿Por qué?
—Porque es totalmente privado. —Ella me miró, tal vez con compasión, luego bajó aún más la voz—: Se supone que tiene, bueno, que conocer a alguien.
Asentí. Por supuesto. Al fin y al cabo, yo no conocía a nadie. No tenía negocios ni contactos. Por no tener no tenía ni una mentira operativa decente… la que todos necesitamos.
* * *
¿Era inevitable que Allison Sparks y yo acabáramos entablando conversación? No. O sí, sin lugar a dudas. Ella notaba que yo la miraba cuando se paseaba por el restaurante. Estoy seguro, del mismo modo que yo sabía que ella advertía mi presencia cada día y la veía mirar de reojo mis libros, mi soledad. No nos sonreíamos; más bien nos saludábamos con la cabeza, como admitiendo en silencio que, a pesar de que el interés era mutuo, no había llegado el momento. Por supuesto, traté de disimular la atracción que sentía por ella, porque no tenía motivos para pensar que era recíproco. Sin embargo me fijé en que ella se aseguraba de que yo recibía buen trato en la mesa 17, y me propuse no sentarme nunca en otra parte. La gente siempre tiene formas de comunicarse, por supuesto. Sólo era cuestión de quién entablaba primero la conversación y cuándo.
Entretanto yo estudiaba discretamente a Allison Sparks, y por el conocimiento que me daba mi profesión de la gente, me figuré que sabía algo de ella. Nueva York ofrece muchos caminos para alcanzar el éxito, pero hay una clase particular de mujer joven que se abre camino a través de negocios frenéticos e inestables por naturaleza (agencias de publicidad, revistas semanales, inmobiliarias, grandes restaurantes). Como es organizada, trabajadora e inicialmente modesta, una joven así tranquiliza a los que la rodean; las demás mujeres la encuentran atractiva por su personalidad, y los hombres mayores —de más de cincuenta y cinco años, digamos— ven en ella a una hija respetable y atenta. De modo que prospera… al principio. Y ella sale con hombres, aunque a menudo son demasiado débiles para ella y se deshace de ellos. En menos de un par de años asciende y asume más responsabilidades, y descubre que los parámetros de su trabajo ahora abarcan conflictos y personalidades neuróticas. Por un tiempo trata de afrontar tales desafíos con amabilidad y tacto, pero descubre que esas estrategias a menudo no funcionan. A esas alturas ya ha identificado a los superiores que considera sus aliados y a los que no. Se interesa más por el fin que por los medios zalameros. ¿Está dispuesta a admitirlo ante sí misma? No del todo. Entretanto se vuelve experta en todas las formas de intimidad en el lugar de trabajo, con hombres mayores que ella, con mujeres más jóvenes, con la gente que habla por teléfono, etcétera. Aprende a utilizar la voz, a ser picara, irónica, cariñosa. Es capaz de generar energía, sentido del humor o afecto cuando es necesario, así como indiferencia o pura cólera. Esas cualidades manipuladoras la ayudan a cosechar éxitos importantes. Produce beneficios, resuelve problemas. Las mujeres más jóvenes de la profesión la admiran, pero los hombres de su misma edad han empezado a verla como una rival. Sus aptitudes naturales son intimidantes, sobre todo porque a menudo parece adelantarse a ellos previendo algún detalle esencial. A sus veintinueve años, está en un momento crucial de su carrera; está a punto de estancarse o de triunfar definitivamente. Si ha estado trabajando muchas horas, los años de trabajo duro y de soledad han empezado a endurecerla. Los hombres entran y salen de su vida; siempre habrá otros, cree ella. Como una buena película; tarde o temprano. Pasa un año. Ella nota que es posible que las mujeres más jóvenes la teman. Pasa otro año. Ha aprendido a negociar agresivamente para ascender. Empieza a comprar en otras tiendas y a gastarse dinero en lujos y servicios que la hacen sentirse mejor, que alivian su sufrimiento personal. Empieza a viajar sola, sin importarle que pueda dar la impresión de estar libre y disponible… porque lo está. El espectro de hombres con los que pasa el tiempo se amplía sólo por un extremo. Sale con hombres mayores que ella, en parte porque la escuchan con más paciencia, pero sobre todo porque poseen secretos de supervivencia, técnicas invisibles de poder que ella quiere aprender ¿Está dispuesta a reconocerlo ante sí misma? Por supuesto que no. Pero ella ya no se avergüenza de decir que le interesan los hombres por su posición, sus contactos con los más grandes sectores de riqueza, influencia e información. Los hombres disponibles ahora se dividen para ella en aproximadamente tres categorías: chicos guapos sin dinero, a menudo menos inteligentes y seguramente egocéntricos; hombres depredadores de cuarenta y pico años, por lo general divorciados, que es posible que se quiten un par de años, y, por último, los magnates, pequeños y grandes, que por fin son lo bastante ricos para morir. Se sienten cada vez más agradecidos por cosas básicas, como una buena digestión o conservar el pelo en casi todas las partes previsibles del cuerpo. Saben que sólo les quedan diez o doce años buenos. Nuestra mujer, de casi treinta y cinco, ve que los pocos que quedan con madera de casados lo están pasando en grande con mujeres que tienen diez años menos que ella. Se dice que no las odia. Se dice que no necesita a nadie.