Havana Room (40 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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Asentí.

—¿Y el problema es que Marceno está persiguiendo a Jay?

Me pregunté si debería hablarle de H. J. y sus amistosos amigos de la limusina. No necesariamente.

—El señor Marceno nos está presionando mucho a Jay y a mí. Tengo problemas para encontrar a Jay. No quiero hablar con Marceno, de momento aún no. Usted misma dijo por teléfono que no parecía un gran problema excavar un poco de arena. Y sin embargo, ahora está dispuesta a hablar conmigo.

—Sí.

—¿Sabe qué hay ahí fuera, qué trataba de encubrir Herschel?

—No.

—¿Está segura?

—Totalmente.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Porque me di cuenta de que usted y Jay no tienen ni idea de con qué se enfrentan.

—Un vinicultor chileno con muchos posibles que quiere introducirse en el fabuloso North Fork de Long Island.

—Sí y no.

—No la entiendo, Martha.

Ella sacudió la cabeza y pareció resignarse a tener que proporcionarme educación compensatoria. Abrió el bolso y sacó un mapa de contribuciones municipales.

—Ésta es el área que rodea el terreno de Jay —dijo—. Esas extensiones no tienen nombre, pero sé de quién son. Ahora fíjese bien.

El mapa mostraba el terreno comprendido entre el estrecho de Long Island y la carretera del norte, y era como sigue:

A continuación puso nombre a los terrenos y quedó así:

—Está bien —dijo—, hablemos de cada una de esas propiedades. El terreno estatal más antiguo tiene unos bonitos acantilados y alguna ondulación en el terreno. Fue propiedad de la familia Reeves, muy buena gente, pero la vendieron. No ha cambiado mucho. En los años sesenta se instaló allí una comuna, y todos vivían en el viejo cobertizo y trataron de hacer queso de cabra. Bueno, ya sabe lo que pasó.

—¿Qué?

—Un montón de chicas se quedaron embarazadas, y los chicos se dejaron barba y descubrieron que el mundo no necesitaba más queso de cabra malo.

Sonreí. Pero Martha Hallock me miró sombría.

—Insensatez, señor Wyeth, el mundo gira alrededor de ella. Cuando se trata de bienes raíces, la insensatez es lo que hace que las cosas ocurran. Es más importante que el dinero. Compró el terreno un tipo del norte de California que dijo que era perfecto para un campo de golf Había hecho una docena de ellos. Pagó un precio excesivo, pero los derechos de explotación permanecieron intactos. Se lo vendí yo. Mandó hacer el peritaje y obtuvo los permisos, que tenían diez años de vigencia. Esos diez años vencerán dentro de dieciocho meses, por cierto. En cuanto a él, tuvo problemas en la Bolsa y no estuvo en condiciones de explotar nada. Bien, luego está esta amplia extensión. Viñas Sea Gull, un nombre terrible para unos viñedos, te hace pensar en excrementos de pájaro en tu vino…
[1]
Los Hoyt plantaron uno de los primeros viñedos aquí, y sus vinos ahora son muy buenos. Buenos vinos con un nombre poco afortunado. Necesitan un nuevo nombre. Los derechos de explotación se vendieron al condado hace diez o quince años. Sólo se puede cultivar en ellos. Pero la señora Hoyt contrajo esclerosis múltiple y su marido se deprimió, y a partir de entonces la cosa empezó a ir de mal en peor. Al lado, hacia el este, está el terreno de Jay. Esta pequeña franja estaba retirada de la producción de la granja y figuraba por separado en la escritura notarial. Puede ver que es una bonita extensión, entre la carretera del norte y el mar. Nivelada en su mayor parte y con un buen pozo apartado del mar, es una bonita parcela. Pertenecía desde hacía tiempo a la familia. Llego por el lado materno. Recuerde que está en el centro del mapa, es la propiedad clave. Aquí, en la ensenada, está la reserva. Formaba parte del terreno de la familia de Jay. Es bonita pero no se puede cultivar en ella. Marismas y aves preciosas. Puedes coger cangrejos con un pequeño bote de remos. En mil novecientos sesenta y cinco o sesenta y seis se transfirió el terreno al estado de Nueva York. Según estipula la escritura, el propietario del terreno vecino, el de Jay, tiene derecho de paso por un sendero de tierra. Recuérdelo. Quienquiera que sea el propietario del terreno de Jay, tiene acceso legal y exclusivo al agua por aquí. En otras palabras, acceso a las marismas y demás, pero también a…

—Probablemente también hay una pequeña playa.

—Sí, una bonita playa de arena en el extremo de la ensenada. Muy privada. Con un bosquecillo de pinos Norkfold que se plantaron hace cien años. Una de las playas más hermosas del estrecho, totalmente privada.

—Jay nunca la ha mencionado.

—Probablemente nunca le ha dado mucha importancia. —Señaló la pequeña ensenada llamada «cala de Crabber»—. Está rodeada de casas de lujo y se accede a ella por una carretera sin salida. Parcelas grandes, la mayoría de una hectárea. La subdivisión se hizo a principios de los ochenta y las parcelas se vendieron por unos noventa mil dólares de entonces.

—¿Qué costarían ahora?

—Al menos cuatrocientos mil.

—Caray.

—Así son las cosas, señor Wyeth, hacia arriba, hacia los lados, y de nuevo hacia arriba. Ahora fíjese en esto. —Señaló la propiedad llamada «Varadero»—. Eso fue propiedad de Kyle Lorton, que llegaba tan sucio a su casa que su mujer lo hacía lavarse con una manguera en el patio, desnudo. Lo veías desde la carretera. Su trasero parecía una manzana pasada abandonada al sol. Lo mismo que la parte delantera, si vamos a eso. Kyle tenía un negocio de botes para pescar langosta. A eso se dedicaba. No se le daba bien el trato con la gente normal, por eso caía bien a los pescadores de langosta. Era sucio y olía mal, y tenía los dientes negros, y era capaz de arreglar cualquier cosa.

—Pero las langostas han desaparecido.

—Así es. Giuliani, su viejo alcalde, que fingía que no era tan calvo como una bola de billar, esparció veneno por todo Nueva York para combatir el virus del oeste del Nilo.

—Que resultó ser totalmente inofensivo.

—Salvo para la gente mayor y las langostas. Todo ese veneno para mosquitos se adentró en el estrecho de Long Island y mató a nuestras langostas. Deberían haber dejado que la gente mayor muriera y las langostas vivieran, si quiere saber mi opinión, pero, como siempre, nadie me preguntó. El negocio de la langosta murió y Kyle Lorton se arruinó. No ayudó que llevara veinte años tirando gasóleo al mar y que lo pillara el DEC. Pero ese terreno fue declarado por el abuelo para uso marino-comercial, lo que ahora es imposible de conseguir. Es el único en la ensenada, por cierto. También tiene un canal de tres metros que Lorton utilizaba para dragar ilegalmente, lo que significa que se puede llegar allí en barco.

—Entonces, ¿están en juego todos esos terrenos? —pregunté mientras estudiaba el mapa—. ¿Es una agrupación de parcelas, eso es lo que está diciendo?

—Sí —continuó la señorita Hallock—. La granja de coles también vendió sus derechos de explotación. Supongo que ya nadie come coles. Esas pequeñas franjas, A, B, C y D, de unas tres o cuatro hectáreas cada una, están bajo contrato ahora. Se utilizan para cultivar maíz tierno y patatas. Patatas de verdad, de las que ya no ves muy a menudo en el North Fork, salvo las diminutas que se llaman fingerling. Esto son árboles de Navidad. No está rindiendo porque hay demasiada gente vendiendo árboles de Navidad y Estados Unidos cada vez es menos cristiano. Somos paganos, señor Wyeth, cada año lo somos más, y hace cuarenta años que vengo diciéndolo.

Eso era lo que tenía en mente el señor Marceno.

Ella me entregó una copia alterada que era como sigue:

Lo estudié.

—No sólo viñas, como ve.

—Un proyecto gigantesco —dije—. ¿Han comprado todos esos terrenos?

—Todo menos la franja A, que se está resistiendo para conseguir un poco más de dinero, y lo conseguirá. Son los dueños de todo lo demás o lo tienen bajo contrato.

Un terreno enorme compuesto de distintas parcelas. La clave era dividir y conquistar —de forma furtiva—, trabajar con distintos corredores de fincas y secuenciar las compras de terreno para evitar adquirir de forma simultánea propiedades contiguas, y hacerlo lo más pronto posible para evitar que los precios se dispararan. A veces era cuestión de comprar un contrato de arrendamiento en lugar de un terreno, pero ésa era una técnica común a la hora de explotar una propiedad. El terreno sobre el que se erige el Rockefeller Center, por ejemplo, se formó a partir de la suma de las parcelas ocupadas por doscientas veintinueve casas de piedra rojiza en mal estado. Al principio de mi carrera ayudé a juntar un terreno enorme situado entre la calle Sesenta Este y las colindantes comprando nueve propiedades pequeñas, una de ellas de apenas cinco metros de ancho. El bufete me envió porque se me veía joven y sin malicia. Me quedé encantado, por supuesto. Los nueve propietarios vendieron a nueve entidades legales distintas, una con un nombre que sonaba a coreano, otra con nombre judío, etcétera. Si los vendedores comparaban datos, era muy posible que no descubrieran el juego. Por supuesto, todas las entidades compradoras no eran más que montones de papeles que pertenecían a nuestro cliente, un banco holandés.

—Es un gran terreno. Veo que son… ¿cuántas, más de ochenta hectáreas?

—Sí. Hay otros terrenos extensos en el North Fork, pero muy pocos están junto al mar Son idóneos para el cultivo de viñas, se han declarado como es debido, cuentan con una reserva privada, tienen acceso a una ensenada resguardada y están, además, a la venta.

—¿De cuánto estamos hablando? Me refiero a dinero.

—El terreno más caro era la vieja parcela estatal, porque da al mar y tiene el permiso para hacer el campo de golf. Fueron unos seis millones. Las Viñas de Excrementos de Gaviota se vendieron por tres millones, debido a la calidad de las parras.

Recordé la indignada afirmación de H. J. acerca del precio de compra de la propiedad de Jay Rainey. La cifra era muy elevada, pero vista desde la nueva perspectiva no tenía ninguna lógica. Los lugareños debían de haberse olido que se tramaba algo… debían de haber visto los Lincoln negros y a los hombres trajeados recorrer los campos lodosos, así como los listados de las transferencias de bienes raíces en el periódico semanal, y haber hablado entre ellos, y parte de esas conversaciones debía de haber llegado a oídos de la señora Jones, y a través de ella a H. J. en persona, que, como Jay Rainey, era de allí.

—Pero si está hablando de plantar nuevas viñas, hacer un campo de golf y tal vez construir casas de lujo, el coste total asciende a más de… ¿cuánto? ¿Veinte, treinta millones de dólares?

Ella sacudió la cabeza.

—Cuarenta y dos, señor Wyeth, de forma escalonada. Un proyecto de diez años que incluye un bonito centro de cata de vino al final de la propiedad de Jay. Golf y vino. Cuarenta y dos millones. —Se inclinó hacia mí con aire de complicidad—. Tienen el dinero. Una compañía latinoamericana que compra terreno junto al mar en Estados Unidos consigue dinero muy fácilmente en su país. Son listos y tienen experiencia. Hacen negocios en ocho y nueve países.

—¿Qué hay de los permisos locales, de la declaración del uso de la tierra?

—O los tienen ya o los conseguirán muy pronto. Toda la propiedad cae dentro de la ciudad de Riverhead, lo que es mucho más fácil. Todos esos negros desempleados del centro de Riverhead, la verdad. Desplazados por los mexicanos y los guatemaltecos, que están dispuestos a trabajar por menos dinero, vivirían en tiendas de campaña si los dejáramos. Riverhead tiene conflictos sociales serios. La ciudad ha perdido su industria. Una de las compañías aeroespaciales, Grumman, tenía una nave enorme allí, pero cerró y se llevó consigo los dólares de sus impuestos. Los centros comerciales han succionado el dinero de las tiendas de la calle principal. La ciudad es adicta al dinero de los nuevos impuestos, señor Wyeth. Un proyecto como ése significa empleo —dijo con orgullo—. No será tan difícil que se apruebe. También han contratado a una persona de allí que conoce a la gente importante. Un veterano. Alguien que sabe arreglar las cosas cuando se tuercen.

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