—¿A quién?
—A mí.
Según el mapa, el edificio de cata de vinos estaría situado cerca del lugar donde Herschel había estado nivelando el terreno. ¿Explicaba eso la preocupación de Marceno? Seguí estudiando el mapa.
—Podrían traer a la ensenada barcos privados o pequeños cruceros de lujo, dejarlos atracar en el varadero y conducirlos directamente al campo de golf o a las viñas.
—Está empezando a pensar como un verdadero promotor inmobiliario. —Martha Hallock sonrió—. A sólo ocho kilómetros de distancia hay un aeropuerto local. Un servicio de jet foil de alta velocidad que te lleva al centro de Manhattan… un bonito trayecto, por cierto, que dura cuarenta y cinco minutos. Tienes playa, reserva natural, de todo.
—¿Por qué no hacerlo en el South Fork, en los Hamptons, donde hay más dinero y están las playas famosas?
—Porque en los Hamptons hay demasiada gente, han construido demasiado y ya no puedes conseguir terrenos como éstos. No existen. Todo está repartido. Además, las viñas que cada vez son más numerosas en el South Fork no se dan tan bien allí. El suelo es distinto, la temporada es un poco más corta y las juntas de zonificación están controladas por mujeres que comen y llevan floristerías.
—Lo dice con amargura.
—Estoy harta de los Hamptons, señor Wyeth. Los odio. Una pandilla de esnobs y pelmazos, con tanto dinero que les sale por las orejas. Llevan cincuenta años mirando con desprecio el North Folk. Créame, lo sé. Y ahora que lo han echado a perder, están buscando por aquí y pretenden engullirnos. Todas las grandes agencias inmobiliarias han abierto oficinas aquí, quieren sacarme de mi negocio. Está bien, pero que paguen. Que ellos y todos los que quieren nuestras tierras hagan ricos a los viejos granjeros y pescadores de aquí. Señalé el mapa.
—Si ya está todo comprado, ¿cuál es el problema?
—Puedo echar una mano con las autoridades locales —dijo Martha—. Pero si hay algún problema medioambiental, eso compete a Nueva York. Y no conozco a nadie dentro de ese círculo. El estado se lo tomará con calma, no le importa que al señor Marceno le queme el dinero en las manos. Además, esa reserva cedida tiene una parte pantanosa. Aparece en los mapas. Las marismas están protegidas por el gobierno federal. Y para presionar para cambiarlo habría que irse a Washington.
—Podría perder cinco años.
—Así es. Fácilmente. Como ve, el terreno de Jay desciende por el este y se drena en esa parte del pantano. Quiere saber qué hay debajo de la tierra antes de empezar a excavar, señor Wyeth. Una vez que empiecen, ya no podrán echarse atrás.
—¿Y Jay sabe qué hay enterrado allí?
—Ellos creen que sí.
—¿Sabe Marceno que Poppy conoce el terreno?
—Podría averiguarlo fácilmente. Los están presionando mucho. Las próximas elecciones municipales son en otoño, y estoy segura de que quieren traer hasta aquí el ferrocarril antes de que se celebren.
Acababa de salirse por la tangente.
—¿Está totalmente segura? —pregunté.
—Sí.
—¿Le pagan por informar de los patrones locales del tiempo?
—Bueno, sí.
—De modo que les ha estado aconsejando que presionen para zanjar el asunto antes de que se convoquen las elecciones municipales.
Me miró.
—Me da la impresión, Martha, de que le han estado pagando a usted para que lo haga, y de que usted los ha guiado todo el camino y ahora tiene usted un problema que ellos esperan que resuelva.
—Bueno, eso sería…
—Y que usted no sólo ha estado pensando en lo que más le convenía a Jay en todo este asunto.
—Señor Wyeth —dijo Martha—, estoy aquí para ayudar.
—Sigo sin entender por qué no habla directamente con Jay.
Por toda respuesta masticó un trozo de bistec, que era duro para ella. Pero perseveró, como hacía conmigo.
—¿Sabe lo del accidente?
Sacudí la cabeza.
—La verdad es que no.
—Caramba. Entonces no entiende una palabra de lo que le estoy diciendo. Una de las veraneantes se enamoró perdidamente de Jay. Y él de ella. Eso fue hace quince años más o menos, él no tenía ni veinte. Creo que ella era de una familia muy rica. Británica. Habían alquilado una gran casa junto al mar a unos kilómetros de distancia. Las chicas así nunca miraban a los granjeros. Pero entonces apareció Jay. Ella se enamoró de él, y cuando sus padres se dispusieron a cerrar la casa para marcharse, se puso como loca, o al menos eso es lo que oí decir, y llamó a la casa de Jay, pero el padre de él le prohibió salir… Bueno, para abreviar, él salió a hurtadillas esa noche y al volver cruzó los campos de patatas, los campos de su propio padre, y alguien había dejado en marcha los aspersores de herbicida. Se utilizan para las malas hierbas, para todo lo que crece. Fue terrible. Lo encontraron a la mañana siguiente, casi muerto.
Martha me miraba fijamente.
—Esa misma noche los padres de Jay tuvieron una bronca muy fuerte. Ya le he dicho que su padre era un hombre corrupto. Su madre huyó de casa y no se supo nada más de ella. Nunca se puso en contacto con nadie. Nadie podía creerlo, si no fuera porque su marido era horrible. Se imaginaron que se había marchado del North Fork, que podía haber ido a cualquier parte. Ella era una mujer atractiva y podría haber llamado a unos cuantos hombres… ¿quién sabe?
»Luego Jay mejoró. Salió de ésa, después de pasarse cuatro semanas hospitalizado. Fue un golpe terrible… terrible para un chaval. Porque seguía siendo un chaval a sus diecinueve años. Yo lo considero un chaval. Su madre se había ido y su padre no estaba bien. Y Jay… se pasó un mes en una silla de ruedas, demasiado débil para andar. Sufrió unos daños pulmonares considerables. Crónicos.
—Sí, lo sé.
—En fin, señor Wyeth, estoy tratando de ayudar a Jay a deshacerse de esa tierra y seguir con su vida. ¿Qué hay de malo en eso?
—No me extraña —dije.
—Él se marchó de la ciudad después del accidente. La familia se había roto. No lo vimos durante mucho tiempo. Oí decir que había ido a Europa, que había corrido tras esa chica, que seguía queriéndola. No lo sé. Su padre logró hundir la granja, tal como yo sabía que haría, y al final la alquiló y dejó que uno de los jornaleros se instalara a vivir en una de las casas. Murió hace unos años al estallarle el hígado, y la tierra pasó a ser de Jay, y supongo que él creyó que había llegado el momento de venderla.
Me observó al terminar su historia, y se me ocurrió que por mucho que me hubiera puesto al corriente de la biografía de Jay Rainey, por mucho que me hubiera mostrado la magnitud de la operación contra nosotros, no me había ayudado en nada a resolver el problema. De hecho, podría decirse que sólo había dado otra vuelta de tuerca… conmigo.
—Martha —empecé a decir—, ¿cuál es exactamente su relación fiduciaria con Marceno?
—Bueno, ya le he dicho que he tratado de ayudar un poco. Eso es todo.
—Quiero decir específicamente. Por contrato. ¿Es una consultora que cobra por horas, una corredora de fincas que trabaja a comisión o un pez gordo?
—Ésa es una pregunta ridícula, señor Wyeth. Soy una anciana que sólo trata de…
—Dado que no responde, asumiré que es usted un pez gordo. Se está jugando algo aquí. Desde el punto de vista legal, eso significa que está asociada con Marceno. Y eso a su vez significa que sus intereses están alineados, Martha. Es como si estuviera hablando directamente con él.
Se quedó mirándome con una expresión preocupada.
—¿Qué hay enterrado en ese terreno, Martha?
Ella sacudió la cabeza una vez, como si yo le hubiera pegado.
—Nada.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé —siseó.
—Entonces, ¿puede afirmar algo en un sentido u otro?
—En ese terreno no hay nada que vaya a perjudicarlos.
Eran virutas de una respuesta.
—Entonces, ¿por qué no se lo dice a su socio? Tienen los mismos intereses, ¿no?
—No es lo que usted cree.
—Y, ya que tocamos el tema, me parece que tiene usted un conflicto de intereses, Martha. Usted era la agente del vendedor. El letrero de su agencia estaba entre las malas hierbas.
—Eso no es cierto.
—¿Cómo cree entonces que di con usted?
Ella no pudo responder.
—Usted era el agente del vendedor y sin embargo representaba los intereses del comprador. ¿Está al corriente de eso Jay? Y, por cierto, ¿sabe Marceno que el hombre que encontró el cadáver era su sobrino?
—No puedo contestar a esas preguntas, y aunque pudiera, no lo haría.
Se dispuso a levantarse. Pero yo rodeé la mesa y cogí su bastón.
—Martha, ha venido a la ciudad para presionarme, ¿verdad? Del mismo modo que la está presionando Marceno a usted.
—No.
—Quiere demandarme, ¿sabe? Y a Jay también.
—No me diga.
¿Qué clase de respuesta era ésa?
—¿La ha enviado Marceno?
—No.
—Le dijo que fingiera que nos ayudaba.
—¡No, señor Wyeth!
—O bien sabe qué hay enterrado en esa propiedad y no quiere que nadie más lo sepa, lo que significa que está en un verdadero aprieto con el señor Marceno (y yo podría explicarle a él todo, por cierto), o… —balbucí un momento, tratando de comprenderlo—… o no sabe realmente qué hay enterrado pero teme que haya algo. Algo terrible. Como un cobertizo lleno de arsénico o algo así. En ambos casos, me parece a mí, está segura de que Jay Rainey no tiene ni idea de lo que hay. ¡Como yo lo estoy! Y sin embargo, está permitiendo que Marceno nos ataque a él y a mí. ¿No es cierto?
—¡Deme mi bastón!
Pero no lo hice.
—Acabo de comprender qué quiere, Martha, por qué ha venido a la ciudad.
—Lo dudo.
—No, lo he entendido.
—¿Qué? —gritó ella más alarmada que nunca.
—Pretendía que yo lo averiguara por usted. Todo ha sido un gran error. No estaba previsto que ocurriera. Hay algo enterrado allí y ni siquiera usted sabe qué es, y quiere que yo lo averigüe. Jay no lo sabe, de modo que él no le sirve. Marceno no sabe que usted sabe qué hay allí o que Jay no lo sabe. Usted quiere que yo lo averigüe como sea, y si sabe qué hay, no va a decírmelo. Y espera que informe a Marceno en lugar de a Jay, pero de forma que no parezca que usted está detrás. Sí, está en un aprieto con los dos hombres, Martha, y está descargando la presión sobre mí.
Le entregué con delicadeza el bastón y ella se levantó. Fuera la esperaba el coche de alquiler. Mientras cogía el bolso, hizo una mueca, y a pesar de su edad avanzada, vislumbré que era una mujer de negocios inteligente.
—Muy bien, señor Wyeth. —Tragó saliva—. Muy bien.
—No cuente con mi colaboración, Martha.
—No lo haré. Pero… —Puso sus viejas manos arrugadas en el bastón y se atrevió a inclinarse hacia mí, tanto que vi sus dientes cortos y los pelos de su barbilla—. No espere que el señor Marceno tenga paciencia con usted.
—¿Conmigo?
—Con usted.
Se echó hacia atrás, completamente segura de su posición. De pronto comprendí que Martha Hallock me había llevado ventaja en todo momento.
—¿Le ha dicho a Marceno que yo sé lo que hay allí?
No me respondió. Pero su silencio era bastante elocuente.
—¿Y le ha dicho que Jay no lo sabe?
Ella asintió.
—¿Y si lo averiguo y se lo digo a Jay?
—Oh, señor Wyeth —dijo ella, dando su primer paso hacia la puerta—, yo que usted no lo haría.
* * *
En el escaparate se leía «STEINWAY», y esa noche me abrí paso a través de padres e hijos nerviosos que pululaban frente a un espacio circular en cuyo centro había un enorme piano de cola e hileras de sillas. Eran familias adineradas. Deambulé hasta el fondo, que seguía con elegancia por un pasillo que daba a una sala tras otra con bonitos pianos de caoba, marfil o cerezo, algunos nuevos, otros arreglados, y cada uno de ellos costaba decenas de miles de dólares. De pie frente al grupo, una mujer con un peinado ambicioso daba las gracias a la compañía Steinway por dejarles ese espacio para el recital, y recordaba que, si alguno de los padres estaba interesado en comprar un piano, había un representante para ayudarlos. Los padres tenían un aspecto cansado y resuelto, complacidos de ver tocar a sus hijos y al mismo tiempo armados de valor para aguantar un recital más. Y entonces vi a Jay, sentado a un lado con un programa en las manos. Iba igual de bien vestido que en el partido de baloncesto, con un buen traje, y parecía otro corpulento y orondo corredor de Wall Street, banquero o ejecutivo que mataba una hora con cierta actitud distante, atribuible a preocupaciones urgentes sobre asuntos importantes y de muchos dólares.
Sally Cowles fue la undécima en tocar. Su interpretación de «Für Elise» de Beethoven no destacó ni por buena ni por mala, sino que fue correcta, un poco de juego de pedal y los acordes adecuados. Pero su resolución era manifiesta, y miraba la partitura y luego sus manos, y las notas llegaban más o menos a tiempo. No es que importara; se la veía tan encantadora y llena de espíritu que, de haber sido su padre, me habría dicho que la niña no tenía talento musical pero que era feliz e iba a irle bien en la vida, que era una triunfadora.
Aproveché para observar a Jay, a quien veía de medio perfil, con la vista clavada en Sally Cowles. Permanecía inmóvil, encorvado como un tallador de diamantes, minucioso en su examen, parpadeando de vez en cuando. Vi un rostro lleno de dolor Sí, en su rostro había dolor, una especie de sufrimiento incomprensible. Cuando la niña terminó su interpretación, se levantó de un salto e hizo una nerviosa y formal reverencia, cautivando al público con su torpeza. Se apresuró a volver a su asiento y se sentó con profundo alivio al lado de una mujer de treinta y pocos años con un niño pequeño en el regazo. Era la mujer que yo había visto por la ventana de Allison. La niña se encogió de hombros ante algo que le dijo su madrastra y se rió con una amiga sentada al otro lado, y luego se concentró en la siguiente actuación, que daba un niño gordo de rizos pelirrojos con mucho más talento.
Jay bajó la vista, como si se preparara para algo, luego volvió a mirar a Sally Cowles, que no podía imaginarse el interés de él. En ese momento ella se reía detrás del programa con su amiga, bastante maleducada en realidad, encogiéndose en su asiento. Su madrastra se inclinó y le habló con severidad, y la niña se irguió obligada pero volvió a comunicarse en secreto con su amiga. Mientras tanto el niño gordo llenaba dulcemente la sala de Mozart. Sally Cowles era muy guapa pero no parecía ser consciente aún de ello. Más adelante eso complicaría sin duda su vida. La belleza siempre lo hace.