James Potter y La Maldición del Guardián (5 page)

BOOK: James Potter y La Maldición del Guardián
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—¿Cómo fue el partido, James? —preguntó Bill desde su asiento junto a su hijo Louis.

James se encogió de hombros y sonrió.

—Bastante bien. No se mató nadie. Cogí la Snitch.

Louis sonrió burlonamente.

—Rose ya nos lo ha contado todo.

James puso los ojos en blanco mientras Bill reía y le palmeaba el hombro.

—¡Oh! ¡Arthur estará aquí de un momento a otro! —se apuró Molly, retorciéndose las manos en el delantal y mirando alrededor, a su familia reunida—. Sé que se me olvida algo. Es tan horriblemente difícil sorprenderle. ¡James! ¡No te has cambiado la camisa! ¡No! ¡No te sientes en el sofá! Es demasiado tarde para hacer algo al respecto, supongo...

—Mamá —la consoló Charlie—, calma. Es una fiesta de cumpleaños, no una campaña militar.

Ella soltó un rápido suspiro, dejando que Charlie le masajeara los hombros durante un momento.

—Todo lo que puedo decir es que menos mal que aceptó ese puesto de consultor en el Ministerio. Al menos le mantiene lejos de la Madriguera unas pocas veces a la semana. De otro modo, nunca le habría sacado de aquí el tiempo suficiente como para preparar algo así. Especialmente desde que ese personaje de Merlín devolvió ese horrible coche... ¡Oh! ¡Eso es lo que olvidaba! ¡Ronald! ¿Te has ocupado...?

—El juego de llaves de tubo —asintió Ron cansinamente—. Recién llegados de la ferretería muggle. Todo envuelto y sobre la mesa junto con los demás regalos. Le encantará, mamá. Cálmate o George y yo tendremos que sacar el whisky de fuego.

—¡Shh! —siseó la madre de James, mirando con fijeza al fuego de la chimenea—. ¡Aquí viene!

Ginny se inclinó hacia adelante, aferrando el brazo de Harry y tirando hacia ella. La habitación se quedó en silencio mientras todo el mundo contenía el aliento, preparando el grito.

Las cenizas del hogar se arremolinaron, y entonces súbitamente estalló una llamarada verde. Llameó, y una figura se materializó en medio de ella, brincando al suelo delante de la reja con un salto bien practicado.

—¡Sorpresa! —gritó todo el mundo, pero la fuerza del grito decayó en la segunda sílaba. El recién llegado no era Arthur Weasley. Se hizo un repentino y torpe silencio mientras todo el mundo miraba a la inesperada forma de Kingsley Shacklebolt.

La cara de Kingsley se mostraba grave. Recorrió con la mirada la habitación, estudiando las caras, hasta que vio a Molly.

—Oh, no —dijo Molly simplemente.

La cara de Kingsley no cambió. Juntos, él y Molly miraron a un lado, hacia el reloj de la familia Weasley.

—¡Oh, no! —dijo de nuevo Molly. Alzó lentamente la mano derecha llevándosela a la boca, con los ojos muy abiertos y brillantes.

Todo el mundo en la habitación miró al reloj mágico, el reloj que mostraba el paradero de todos los miembros de la familia Weasley y su estado. La mayoría de las manecillas de los miembros de la familia señalaba hacia "La Madriguera: Sala". La manecilla de Arthur Weasley señalaba directamente hacia abajo, hacia dos pequeñas palabras rojas.

Ya no está.

—Arthur Weasley era el más excepcional y honorable de los hombres —decía Kingsley con su calmada y comedida voz—. Con aquellos a los que amaba, era impecablemente gentil, leal, y sabio. Con aquellos que merecieron su ira, fue justo, persistente, y cuando fue necesario, feroz. Pocos de los que crecimos con él habríamos supuesto que este hombre de hablar suave, incluso cómico, se enfrentaría algún día al mayor enemigo de su tiempo. Y aún así lo hizo, firmemente, y con la clase de callado valor que llega sólo tras haber amado bien y ser bien amado a su vez.

James estaba sentado en la segunda fila, entre Albus y Lily. Miraba furiosamente a la cara de Kingsley mientras éste hablaba, concentrándose en las palabras, intentando muy duramente no mirar a la caja de madera pulida que había tras el hombre grande. La tapa estaba abierta, mostrando un interior acolchado y de un blanco nevado. Junto a James, Lily sorbía por la nariz quedamente y se apoyaba contra el hombro de su madre. Albus se sentaba totalmente recto, con la cara blanca y pálida. La diminuta iglesia de Ottery St. Catchpole estaba abarrotada y hacía calor.

—Durante su vida, Arthur —siguió Kingsley— vio cosas grandiosas y horribles. En su familia, encontró el más puro de los deleites, y lo que es más importante, era el tipo de hombre que sabía cómo disfrutarlo. También presenció la más horrible de las pruebas y soportó los mayores sacrificios. Y aún así su corazón fue lo bastante puro como para no amargarse por ello. El odio no tenía cabida en este hombre. El vicio no le conocía. La corrupción no podía doblegarle.

Débilmente, James era consciente de que muchos miembros de la familia y amigos habían venido de lo ancho y largo del mundo para estar presentes. Había visto entrar a Hagrid, e incluso ahora, podía oír al medio-gigante sonándose la nariz una fila por detrás de él. Luna estaba allí junto con su nuevo y flaco enamorado, Rolf Scamander, que con su traje marrón y sus enormes gafas, a James le parecía vagamente una versión humana de uno de esos insectos ingeniosamente disfrazados por la naturaleza para parecer una rama seca. Neville Longbottom estaba presente también, al igual que los Diggory, que vivían cerca en el pueblo. Un sorprendente número de compañeros de trabajo del abuelo en el Ministerio habían venido también, la mayoría directamente de Londres.

Justo delante de James estaba sentada su abuela. Los hombros de Molly se sacudían, pero no emitía ningún sonido. Junto a ella, Bill la rodeaba con un brazo. Los ojos de Bill brillaban. Fruncía muy ligeramente el ceño mientras Kingsley seguía.

—Hay hombres que dedican sus vidas a la justicia, que estudian y planean, que ocupan grandes cargos. Hay hombres que buscan poder e influencia, que se elevan a posiciones de gran autoridad y toman decisiones transcendentales. Y hay hombres que dedican sus vidas a entrenarse para la guerra, cuyas habilidades con la varita y la espada son legendarias, que son los primeros en la batalla y los últimos en la retirada. Arthur Weasley no era ninguno de esos hombres. Era mejor. Su benevolencia no surgía de la culpa. Su posición no nacía del orgullo. Y su lucha no fue una búsqueda de gloria. Con su corazón firme, era sin esfuerzo lo que la mayoría de nosotros intentamos ser por pura fuerza de voluntad. Era un hombre sin malicia. Un hombre de deber y lealtad. Un hombre con la fuerza de la justicia y el amor. Pero sobre todo, Arthur Weasley... era un padre... un marido... y un amigo.

Por primera vez, Kingsley bajó la mirada. Apretó los labios, y después se quitó las gafas. Todavía mirando hacia abajo, al pequeño podio ante él, concluyó:

—Arthur Weasley era el mejor de su raza. Y le echaremos de menos.

En el silencio que siguió, James luchó por contener las lágrimas. Era todo tan confuso. Cuando al principio entendió lo que estaba ocurriendo esa tarde en la que estaban todos de pie en la sala mirando a la manecilla del abuelo en el reloj Weasley, se había sentido extrañamente embotado. Sabía que debía sentir pena, o furia, o miedo, pero en vez de eso, no sentía nada. Cuando la familia se había deshecho en una conversación confusa... exigencias de explicaciones, expresiones de pena... Harry había llevado a Lily, Albus y James arriba, al dormitorio que con frecuencia compartían.

—¿Entendéis lo que significa esto? —les había preguntado, mirándolos uno a uno a los ojos, con la cara seria y triste. Lily y Albus habían asentido en silencio. James no. Si hubiera entendido lo que le había pasado al abuelo, habría sentido algo, ¿no? Harry los había apretado a los tres en un abrazo, y James pudo sentir la mejilla de su padre en el hombro. La había sentido caliente.

Ahora, mientras James observaba a su abuela y al tío Bill aproximarse al ataúd, apenas podía tantear los bordes de esta repentina y monumental pena. La garganta le dolía de contenerla. Sus ojos ardían y parpadeó una vez más, obligando a las lágrimas a retroceder. Le avergonzaba dejarlas salir, y aún así sentía que estaba mal contenerlas. Estaba desgarrado en medio de las dos opciones.

¿Por qué el abuelo tenía que morir de un ataque al corazón, de todas las cosas posibles? Este era el hombre que se había enfrentado a la serpiente de Voldemort y había sobrevivido para contarlo. ¿Cómo podía un hombre que había luchado contra los villanos más despiadados de todos los tiempos, que había hecho tan terribles sacrificios, haber muerto de forma tan estúpida al final? La injusticia de ello pesaba como una losa sobre el corazón de James. ¿No se había ganado el abuelo una recompensa por todo eso? ¿No se merecía al menos unos pocos años más para ver crecer a sus nietos? Se iba a perder el primer año de James en el equipo de Quidditch de Gryffindor. No asistiría a la boda de su hijo George ni sabría los nombres de los hijos de este. Nunca desenvolvería su juego de llaves de tubo muggle, nunca lo usaría para terminar las alas caseras de su preciado Ford Anglia. Este se quedaría allí en el granero, a medio pintar y con un faro todavía colgando, hasta que se herrumbrara y perdiera cualquiera que fuera el alma que el abuelo le había dado. Nadie más se preocuparía por él. Finalmente, sería remolcado a alguna parte, y eliminado. Enterrado.

Al final del pasillo, Harry se puso en pie, ayudando a Ginny. Lily y Albus se levantaron también, pero James permaneció sentado. Miraba fijamente hacia adelante, con las mejillas ardiendo. Simplemente no podía. Después de un momento, Ginny condujo a Albus y a Lily por el pasillo hacia el ataúd. James sintió a su padre volver a sentarse a su lado. Ninguno intentó hablar con el otro, pero James sintió una mano en la espalda. Le reconfortó un poco. Pero solo un poco.

Unos minutos después, la habitación estaba casi completamente vacía. James parpadeó y miró alrededor. Apenas había notado que todo el mundo había ido saliendo poco a poco, dirigiéndose afuera, al cegador sol veraniego. Harry todavía estaba sentado junto a él. James le miró, estudiando la cara de su padre durante un momento, y después bajó los ojos. Juntos, se levantaron y recorrieron el pasillo.

James nunca antes había estado en un funeral, pero había oído hablar de uno. El del tocayo de Albus, Dumbledore el director, que había significado mucho para su padre. Había oído hablar de cómo, en el funeral de Dumbledore, el fénix Fawkes de repente había remontado el vuelo y la tumba había estallado en llamas durante un breve y glorioso momento. Cuando James se aproximó al ataúd de su abuelo, deseó que ocurriera algo así. James no había conocido a Dumbledore, ¿pero cómo podía ese viejo haber sido más noble que su abuelo? ¿Por qué no ocurría algo igual de glorioso y hermoso para Arthur Weasley? Y aun así, tristemente, James sabía que no pasaría.

Subió los escalones hasta el ataúd y miró dentro. No podría haberlo hecho si su padre no hubiera estado allí con él, con su gran mano sobre los hombros de James. El abuelo tenía el mismo aspecto de siempre, pero diferente. Su cara estaba mal, sin embargo. James no podía especificar exactamente qué era, y entonces lo comprendió: el abuelo estaba simplemente muerto. Eso era todo. De repente, sorprendentemente, un recuerdo saltó a la cabeza de James. En él, vio al abuelo sentado en un taburete fuera del viejo granero de la familia, sujetando a un James mucho más joven sobre su rodilla, mostrándole un aeroplano de juguete. Lo sostenía ante los maravillados ojos del pequeño James y lo hacía volar hacia delante y atrás sobre el banco de trabajo, imitando los ruidos de los motores. James no sabía cuándo había sido, pero lo veía ahora en su memoria: el abuelo estaba haciendo volar el avión hacia atrás, con la cola por delante. Sonreía al pequeño James, guiñando los ojos. "Es como una escoba con cientos de muggles en ella —dijo, riendo ahogadamente—. Sabes, en realidad nunca he visto a ninguno volar. Espero hacerlo algún día, James, mi niño. De verdad lo espero".

James cerró los ojos tan fuerte como pudo, pero no sirvió de nada. Dejó escapar un gran sollozo seco y se apoyó contra el borde del ataúd. Harry Potter puso un brazo alrededor de los hombros de su hijo y le abrazó firmemente, meciéndole lentamente mientras lloraba, desesperada e impotentemente, como el niño que todavía era.

—No era realmente su cumpleaños, por supuesto —estaba diciendo Molly a Audrey, la esposa de Percy, mientras estaban de pie al sol en el patio de la Madriguera, con tazas de ponche en las manos—. En realidad nació en febrero. Esta iba a ser su fiesta de setenta y ocho y medio cumpleaños, más o menos. ¡Pero era la única forma de sorprenderle! Por supuesto, debería haber sabido que al final encontraría una forma de reírse el último, que Dios le bendiga. Oh, Audrey.

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