La dama del castillo (2 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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—Deja que las otras mujeres cacen ciervos. Yo te amo tal y como eres.

—Ésa sí que es palabra de hombre.

Konrad von Weilburg le hizo un guiño a Michel y le dio a la señora Irmingard un beso en los labios. Ella se dejó besar entre risitas, pero enseguida se apartó haciendo una señal hacia las mesas del banquete.

—Deberías pensar en tus invitados en lugar de en tu propia diversión. Salir de cacería despierta el apetito, y no querrás que alguien piense que en el castillo de Weilburg dejamos a nuestros huéspedes con el estómago vacío.

—Por supuesto que no. ¡Venid todos a la mesa y ocupad vuestros sitios! Tenéis servido todo lo que el estómago y el hígado puedan desear. —El señor Konrad abrazó a su mujer, la alzó y la llevó en volandas hasta su lugar—. Y ahora atrévete a decir que no te trato como mereces —declaró, alegre.

—Por hoy te daré la razón.

La señora Irmingard lanzó un beso con la mano a su esposo e instó a sus invitados a que se sirvieran a su gusto. Mientras se llenaban los estómagos reinó un silencio interrumpido únicamente por los ruidos de los mordiscos a la carne y de los eructos. En cuanto los invitados empezaron a saciar su hambre, comenzaron a comentar las anécdotas de la cacería. Los comensales elogiaron la labor de los cazadores que habían logrado mayor número de piezas y se burlaban de la torpeza de los menos afortunados. Al cabo de un rato, los mayores desviaron la conversación hacia la política.

Gero, el esposo de la señora Luitwine, se quedó mirando su plato vacío como si allí se hallara el origen de todos los males del mundo y dejó escapar un suspiro.

—Ojalá el año que viene vuelva a encontrarnos otra vez aquí, sentados alegremente y disfrutando.

—¿Qué podría impedírnoslo? —preguntó desconcertado el anfitrión.

—¡Esa maldita rebelión en Bohemia! El emperador volverá a solicitar a Ludwig su apoyo militar, y el conde palatino no puede negarse a ello, ya que incluso el Alto Palatinado se halla en juego. Me temo que, cuando llegue el próximo otoño, algunos de los nuestros estarán añorando regresar a casa.

—O puede que estén muertos... —añadió otro con voz quebrada. El resto lo amonestó por agorero, pero todos se estremecieron al escucharlo. La rebelión en Bohemia no era una revuelta más desencadenada por unos pocos nobles displicentes, ni una rebelión campesina fácil de reprimir, sino una sangrienta guerra entre el emperador Segismundo, que ostentaba la corona del Reino de Bohemia, y los herejes husitas, quienes habían ganado la mayoría de las batallas hasta el momento.

—Esperemos que el conde palatino sea lo suficientemente astuto como para no exigir que nos unamos al ejército, sino que tome voluntarios a quienes la gloria y el botín les importe más que una alegre cacería en su tierra natal.

Konrad von Weilburg alzó su copa y brindó en honor de sus invitados, con la esperanza de poder disipar la sombra que se había cernido sobre el grupo.

Capítulo II

La fiesta se prolongó hasta bien entrada la noche y continuó en el salón de los caballeros hasta que las campanas dieron la medianoche, momento en el que algunos de los invitados tuvieron que ser trasladados con la ayuda de las criadas y los siervos a sus habitaciones. Marie y Michel habían bebido menos vino que la mayoría, por lo que a la mañana siguiente pudieron desayunar en abundancia. Luego se despidieron de sus anfitriones y emprendieron el regreso a Rheinsobern.

—Volved a visitarnos antes de que la nieve torne intransitables los caminos —los instó el caballero Konrad, mientras su esposa Irmingard le pedía a Marie que le enviara al castillo al mercader que le proporcionaba sus telas.

—Lo haré con gusto —le prometió Marie, al tiempo que Michel la subía a su delicada yegua marrón, cuyo trotar lento no le hacía ningún honor a su nombre: Liebrecilla. Michel montó también en su caballo, saludó con la mano a los Weilburg y al resto de los invitados y cabalgó hacia las puertas. Marie lo seguía de cerca mientras que Timo, el siervo de Michel, un muchacho con el rostro surcado de cicatrices, se mantenía a una distancia prudencial para no importunar a la pareja.

Michel cabalgaba a un ritmo sosegado para que Marie fuera a la par de él y ambos pudieran conversar. Con todo, al cabo de un rato ya habían llegado a la llanura del Rin, y desde allí divisaron la ciudad de Rheinsobern, que se erigía al pie de un ramal de la Selva Ne gra y constituía su hogar desde hacía diez años. Bajo su regencia, el lugar se había convertido en un activo centro comercial cuyos campanarios saludaban a los viajeros desde lejos. Rodeaba la ciudad una fuerte muralla de protección que Michel había hecho ampliar en dos sectores, creando así espacio para construir casas nuevas. El castillo de Sobernburg, el hogar de Michel y Marie, se encontraba en un promontorio que se erguía en el centro de la ciudad. Allí también se habían reforzado las murallas durante los últimos años y además se habían construido torreones nuevos; sin embargo, la fortaleza seguía teniendo la apariencia de un cajón gris toscamente esculpido que desentonaba con el paisaje otoñal, revestido de su hermoso follaje amarillo y rojo.

Marie dirigió su mirada hacia el norte, hacia el lugar en donde se encontraba la magnífica granja de cabras de su amiga Hiltrud en medio de un conjunto de granjas más pequeñas. Con Liebrecilla habría podido llegar allí en poco tiempo, y durante algunos instantes tuvo que esforzarse para resistir la tentación de cabalgar hasta allí. Hubiese querido pasar unas horas en la acogedora cocina de su amiga, bebiendo un té delicioso mientras conversaba con ella. Pero era la señora del castillo de Sobernburg y no podía descuidar sus obligaciones. Después de tres días de ausencia, debía regresar primero allí para asegurarse de que todo estuviese en orden antes de dedicarse a su propia diversión.

Michel le acarició la espalda con suavidad.

—De repente, pareces tan callada...

Marie le sonrió.

—¿De veras? Es que acabo de decidir que esta tarde iré a visitar a Hiltrud.

—Si no te molesta, te acompañaré. El vino aromático de la señora Irmingard no estaba mal, pero el de Hiltrud sabe muchísimo mejor. —Michel se inclinó hacia Marie riendo con alegría y le dio un beso en la mejilla—. Te amo, mi amor.

—Y yo a ti.

Marie se entregó a la agradable sensación que le habían provocado las caricias de Michel, y hubiese querido invitarlo a sus aposentos en cuanto llegaran. Sabía que sus criados, sobre todo Marga, el alma de llaves, la considerarían una desvergonzada por irse a la cama con Michel a plena luz del día, pero aun así, tenía ganas de darse Un revolcón entre las sábanas con él. Le dirigió una mirada insi nuante, que él respondió con una sonrisa, y azuzó a Liebrecilla para que acelerara el paso.

Pero sus intenciones iban a tener que quedarse en nada, al menos de momento, ya que poco antes de llegar a la ciudad, Marie descubrió no lejos del camino a una pareja que se besaba abstraídamente bajo un haya. Marie reconoció el peinado y el vestido de la muchacha y sujetó instintivamente las riendas de su yegua.

Michel también aminoró el paso.

—¿Qué sucede?

Marie señaló hacia la pareja, que en su ardorosa pasión ni siquiera había notado la presencia de los jinetes.

—Me pregunto qué tiene esta Ischi en la cabeza, ¡cómo se le ocurre encontrarse en secreto con un joven!

Michel soltó una carcajada.

—¡Yo no lo llamaría precisamente en secreto!

Sin embargo, sabía muy bien a qué se refería Marie antes de que ella resoplara indignada. Ischi era su criada personal, su preferida entre los criados del castillo de Sobernburg, y hasta entonces jamás le había dado motivos de queja. Descubrirla ahora en brazos de un joven la había escandalizado notoriamente, ya que la señora del castillo era responsable de la moral de sus criadas. Si alguna de ellas llegaba a quedarse embarazada, tenía que ser azotada o incluso desterrada de la ciudad como castigo. En esos casos, el sacerdote también hablaba con la dueña de la casa, examinando su conciencia y obligándola a arrepentirse de su descuido con oraciones y penitencias.

Marie sacudió la fusta en el aire con violencia, poniendo nerviosa a Liebrecilla. Michel se apresuró a tomar las riendas, que ella había dejado caer en un descuido, y tranquilizó a la yegua para que dejara de cocear.

—En primer lugar, cuando estás montando debes conservar la calma. Liebrecilla es tranquila y mansa, pero tampoco es un fardo de paja con el que uno puede hacer lo que quiera.

—Lo siento.

Marie bajó la cabeza compungida, pero enseguida volvió a dirigir la vista hacia el lugar donde se hallaba su criada. Hasta entonces siempre había estado convencida de que Ischi le guardaba lealtad únicamente a ella, pero ahora se preguntaba si podía seguir confiando en una muchacha que frecuentaba hombres a sus espaldas.

—Tengo que aclarar este asunto. Adelántate, yo te alcanzo enseguida.

De momento, había relegado al olvido aquel rato agradable que pensaba pasar con Michel. Marie guio a la yegua hacia donde se encontraba la pareja. Michel se quedó un instante observándola, al tiempo que meneaba la cabeza. Luego le hizo señas a Timo, que se había quedado detenido a cierta distancia, y espoleó a su caballo. Le parecía que Marie también podría haber dejado para más tarde la charla con Ischi. Después de eso, seguramente ya no estaría de humor para seguirlo a sus aposentos cuando regresara.

Cuando Liebrecilla se acercó al galope hacia el lugar en donde estaba la pareja, ambos se sobresaltaron. Los ojos de Ischi no reflejaban el sentimiento de culpa que Marie hubiese esperado, y su furia se dirigió no tanto a la criada sino más bien al joven. Se trataba de Ludolf, el hijo y futuro sucesor de Elias Stemm, el maestro tornero y consejero de Rheinsobern, uno de los notables de la ciudad. Era seguro que el muchacho no tenía intenciones honestas, ya que en los círculos que frecuentaba, las criadas se consideraban a lo sumo un pasatiempo de carácter pasajero y, por lo general, las dejaban plantadas al poco tiempo, incluso, y sobre todo, si el encuentro dejaba secuelas que fuesen motivo de grave castigo para la muchacha. A ojos de Marie, Ischi era demasiado valiosa como para que un muchacho sin escrúpulos se aprovechara de ella, por eso decidió intervenir en aquel asunto.

Probablemente, la expresión de rostro reflejaba con suficiente claridad sus intenciones y pensamientos, ya que Ludolf la miró como si estuviese a punto de librar una batalla perdida de antemano.

—Señora, seguramente os habéis llevado una mala impresión de nosotros, pero permitidme que os asegure que no se trata de lo que pensáis.

Ischi se interpuso y se sujetó al estribo de Marie.

—¡Señora, os lo ruego, no os enfadéis! Ludolf y yo nos amamos, y si Dios quiere contraeremos matrimonio.

—¿Te lo ha prometido para que te entregues a él? —preguntó Marie, sarcástica.

Ischi sacudió enérgicamente la cabeza.

—No, señora, Ludolf no me ha solicitado nada por el estilo. Sigo siendo tan inmaculada como el día de mi nacimiento. Haced que la partera me revise si no me creéis.

Al no notar en los ojos de la muchacha ninguna señal de que estuviese mintiendo, la expresión de Marie se suavizó. Incluso sus labios esbozaron una sonrisa fugaz. Ludolf notó cómo su furia cedía, se puso al lado de Ischi suspirando de alivio y la rodeó con el brazo.

—Señora, os juro que sólo tocaré a Ischi cuando ella sea mi esposa. No será fácil lograr que mis padres aprueben esta unión, pero si vos habláis con ellos, tendrán que dar su consentimiento.

—¡Sí! ¡Señora, os lo ruego, hacedlo por mí! ¿Acaso no os he servido fielmente durante todos estos años?

A Ischi comenzaron a llenársele los ojos de lágrimas, ya que sabía que el suyo era un amor sin esperanzas.

Sin embargo, a Marie le pareció que hacían una buena pareja. Ischi era pequeña y delicada, y poseía un rostro bien formado, con grandes ojos azules y preciosos cabellos castaños. Ludolf le sacaba apenas media cabeza y aún era bastante delgado, aunque se podía adivinar que con el tiempo ganaría en peso y corpulencia. Sin embargo, sus manos, ya capaces de moldear verdaderas obras maestras en el torno, con toda certeza seguirían siendo tan delgadas y flexibles como lo eran ahora. Su rostro tenía una apariencia más sincera que bella, y en sus ojos claros había una expresión que inspiraba confianza.

—Está bien. Me ocuparé de vuestro asunto, aunque no me agrada la idea de tener que buscar una nueva criada tarde o temprano.

Marie asintió para otorgarle más énfasis a sus palabras y se vio recompensada por los rostros encendidos de felicidad de la pareja. Sin embargo, tampoco quería ponérselo todo tan fácil.

—Pero primero quiero estar segura de que vuestra mutua inclinación es sincera. Si dentro de un año aún deseáis contraer matrimonio, yo misma lo dispondré todo para vuestra boda. Hasta entonces, os comportaréis con decencia en vuestros encuentros, y no quiero oír ni un solo comentario negativo sobre vuestra conducta. ¿Habéis entendido?

Ischi le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—¡Os lo agradezco tanto, señora! —exclamó con efusividad, como si Marie acabara de permitir que celebraran la boda de inmediato. Ludolf también expresó su agradecimiento en forma muy elocuente y juró obedecer la voluntad de Marie y volver a ver a Ischi únicamente con su consentimiento.

Marie les interrumpió a ambos con un gesto brusco de sus manos.

—Daos un último beso y regresad a vuestros quehaceres. El padre de Ludolf seguramente se mostrará más inclinado a consentir una boda si ésta le da alas a las manos de su hijo.

—Tenéis razón, señora. Realmente debo darme prisa si quiero terminar con el trabajo que tengo para hoy.

Ludolf atrajo a Ischi brevemente hacia sí, le estampó un beso en los labios y se marchó deprisa hacia la ciudad.

La muchacha se quedó unos instantes contemplándolo alejarse y luego levantó la vista hacia Marie, avergonzada.

—¡Os ruego que me perdonéis por no haber hablado antes con vos, señora! Sé muy bien cuan bondadosa sois.

—¡Oh, pero también puedo llegar a ser muy mala! —respondió Marie, sonriendo—. Ahora ven, apresúrate, ¿o quieres que desate sola los broches de mi traje de montar?

En ese momento recordó que también podría haberla desvestido Michel, y se reprochó por no haberlo acompañado.

La muchacha se agarró del estribo para no quedar rezagada, y a pesar de que el camino hacia Sobernburg era cuesta arriba no se agitó en ningún momento, ya que Marie hizo que Liebrecilla fuese al paso. Cuando doblaron para entrar en el patio del castillo vieron a cuatro criadas jóvenes sentadas bajo la sombra de la torre de entrada, jugueteando. Marie las examinó y se preguntó cuál de ellas podría servir para suceder a Ischi. La elección le resultaría harto difícil, ya que Ischi era una joya de las que no se encontraban todos los días, por eso se alegró de contar con un año por delante para escoger y conocer a otra.

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