Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Allá están sus carpas, a la derecha para los aristócratas y a la izquierda para los soldados rasos. >
Michel iba a preguntarle qué lado le correspondía a él, ya que no era un aristócrata, pero tampoco un soldado. Sin embargo, como de todos modos no tenía interés alguno en requerir los servicios de una prostituta, se quedó con la pregunta en la punta de la lengua, se tragó sus palabras y en su lugar le preguntó al procurador dónde podía completar sus provisiones y qué tropas se habían reunido hasta el momento.
—Espero que no hayamos sido los últimos en llegar —agregó con una sonrisa de disculpa. —Ya lo creo que no.
La expresión agria en el rostro del procurador revelaba que hasta entonces habían llegado allí muchos menos guerreros de los que él y su señor imperial esperaban. Ese hecho asombró a Michel, ya que él se había imaginado que los condes y los caballeros del imperio confluirían hacia allí desde todas partes si el emperador los llamaba. Pero cuando poco más tarde salió a caminar por el campamento para hacerse una idea de la situación, se dio cuenta de que la afluencia de hombres no tenía la fuerza de un torrente, sino más bien de un arroyuelo. No habían llegado hasta allí más de quinientos caballeros bien y fuertemente equipados para participar de la cruzada de Segismundo, y el resto del ejército tampoco superaba los mil entre soldados de armas livianas a caballo, arqueros y lanceros a pie, de los cuales casi ninguno estaba tan bien armado como los infantes de Michel. No sumaban ni la mitad los siervos de guerra que poseían una vestimenta medianamente adecuada para un combate y armas que merecieran recibir el nombre de tales. La mayoría vestía sus túnicas de campo y tenía aspecto de no saber qué hacer con la lanza que habían puesto en sus manos.
Timo sacó a Michel de aquellas observaciones sombrías.
—Perdonad, señor, pero las carpas ya están armadas, y los hombres quieren saber si pueden hacer una visita a ¡as mujeres.
Michel se quedó unos instantes pensando y finalmente habló.
—Dale a cada uno dinero suficiente como para que pueda pagarse una prostituta y dos vasos de vino en las tabernas, pero no más que eso. No quiero que los muchachos se embriaguen.
—Estaré atento para que eso no suceda, señor.
Timo sonrió avergonzado, ya que sabía que la noche sorprendería a algunos de sUs camaradas ebrios en un rincón. Pero si el resto se comportaba decentemente, no llamarían la atención, y de eso sí que se encargaría.
—¿Y qué hay de los caballeros? ¿Seguiremos abasteciéndoles? En realidad, ya no tenemos por qué darles más comida, ya que armaron sus carpas con otra gente.
Timo se quedó mirando a su señor con una expresión casi de súplica, ya que odiaba con toda el alma a aquellos huéspedes arrogantes.
Michel le apoyó la mano en el hombro.
—No les debemos nada a esos caballeros, así que si ellos no quieren saber nada de nosotros, que los alimente otro.
—Estoy totalmente de acuerdo con vos, señor.
Timo regresó con una sonrisa satisfecha al lugar donde se encontraba su gente, que lo esperaba llena de expectación y vitoreó a su capitán antes de ponerse en fila para recibir las monedas que le tocaban. Michel se alegró al oír que lo aclamaban: eso significaba que el altercado que mantenía con los caballeros no había menguado su popularidad en el seno de sus propias filas, sino que más bien la había aumentado. Ahora esos muchachos lo seguirían dondequiera que fuese, incluso hasta el mismísimo infierno. Mientras seguía caminando por el campamento, Michel escudriñó en busca de algún rostro conocido. Durante el Concilio de Constanza había tenido la oportunidad de conocer a mucha gente de alto rango y renombre y a muchos otros jóvenes valientes, pero o todos ellos habían cambiado tanto su aspecto durante los últimos diez años que ya no era capaz de reconocerlos, o ninguno de ellos se hallaba entre las filas del ejército imperial.
Cuando el sol ya comenzaba a desaparecer en el horizonte, el campamento empezó a alborotarse, ya que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico había venido cabalgando desde Núremberg para darles la bienvenida a los recién llegados, y los soldados se aglomeraron para admirarlo. Junto a Segismundo cabalgaba Friedrich, el burgrave de Núremberg, leal al emperador, de quien había conseguido en feudo la marca de Brandeburgo. Ciertos rumores aseguraban que Friedrich también se había hecho ilusiones de obtener el electorado de Sajonia, pero finalmente Segismundo se lo había transferido al margrave de Meissen. Tal vez había sido el miedo a los husitas lo que había motivado al burgrave a tragarse su inquina por el supuesto desaire y a inclinar nuevamente su cabeza ante el emperador. Sin embargo, para desilusión de los soldados allí reunidos, no apareció ningún otro noble caballero del imperio. Michel se sintió abatido, ya que esperaba encontrarse allí con el conde palatino Ludwig, y al igual que los demás, también él lamentaba la ausencia de los hijos de Eberhard von Württemberg, de Ludwig, landgrave de Hesse, y del príncipe elector de Sajonia y margrave de Meissen, Federico el Pendenciero, quien a pesar de su apodo evitaba pisar aquel campamento militar tanto como los duques bávaros y los señores del territorio de los Habsburgo. Todos ellos le habían denegado al emperador su ayuda militar con los pretextos más diversos para obligarlo de ese modo a hacerles concesiones, y ahora parecían querer repetir esa estrategia.
Michel seguía allí de pie, ensimismado en sus pensamientos, cuando el sol en declive del ocaso arrojó uña sombra larga sobre él.
—¡A ti te conozco de alguna parte!
Segismundo de Luxemburgo, rey de Sajonia, rey de Hungría, duque de Brabante, duque de Silesia, margrave de Moravia y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se detuvo delante de él y lo observó con expresión exigente.
Michel se apresuró a flexionar la rodilla.
—Michel Adler, a vuestro servicio, su majestad. Yo fui uno de los capitanes palatinos durante el Concilio de Constanza.
—Oh, sí, claro. Ya me acuerdo. Tú eres el joven que por entonces desposó a la muchacha burguesa condenada injustamente por prostitución.
El emperador asintió, satisfecho, dio una palmada en el hombro a Michel y se dejó conducir por él hasta donde se encontraban los lanceros palatinos. Si bien algunos de los hombres seguían en las carpas de las prostitutas o en los puestos de los taberneros, al emperador le agradó lo que veía.
—Una infantería con armadura liviana que tenga movilidad es precisamente lo que necesitamos para combatir a los husitas, Michel. Si contaras con mil de estos hombres contigo, te nombraría en recompensa caballero del imperio y te daría un hermoso feudo.
—Lamentablemente, no son más que ciento veinte, mi noble señor.
Michel no pudo contener una sonrisa, ya que el elogio del emperador lo había dejado perplejo. Lo observó con disimulo y constató que Segismundo había envejecido mucho más de los diez años que habían pasado desde su último encuentro.
La barba larga del emperador, que le llegaba hasta el pecho, estaba surcada de mechones grises y, al igual que sus cabellos, tenía un aspecto desgreñado y descuidado. Las arrugas en su rostro también estaban mucho más marcadas que por entonces, y su expresión iba de un momento a otro del agotamiento profundo, casi diríase de la total desesperanza, a un optimismo sin límites, para luego volver a perderse en un ensimismamiento sombrío. Un rasgo terco en tor no a su boca daba cuenta de las muchas decepciones vividas. Incluso la vestimenta de aquel señor que reinaba sobre el Sacro Imperio Romano Germánico parecía carcomida por los estragos del tiempo, aunque seguía estando confeccionada con un género de aspecto suntuoso y finamente trabajado. Encima de su armadura liviana, el emperador llevaba una guerrera roja que le llegaba casi hasta el suelo bordada con águilas, leones y otros blasones negros y dorados, tal y como le correspondía a aquel noble señor por ser propietario de tantos y tan vastos territorios.
—Bien, bien —murmuró Segismundo, mientras se despedía con una palmadita amistosa de Michel, quien se quedó rascándose la cabeza, confundido, después de que el emperador le diera la espalda. Las cosas no deberían ir nada bien para Segismundo si se alegraba tanto de la llegada de apenas un centenar de infantes y saludaba al líder de esas tropas, que no pertenecía a la nobleza, como si se tratase de un viejo amigo.
Michel se quedó contemplando cómo el emperador se alejaba sin darse cuenta de que los caballeros palatinos que habían levantado sus carpas río arriba lo observaban con expresión sombría. Falko von Hettenheim hubiera dado la mitad de cuanto poseía con tal de que el emperador se dignara a mirarlo aunque no fuese más que una vez, y hervía de rabia al ver que Segismundo le había regalado tanta atención a Michel.
Godewin von Berg se puso al lado de Von Hettenheim y se encogió de hombros.
—Espero que con nuestra actitud durante la marcha no nos hayamos metido en camisa de once varas, ya que por lo visto Michel Adler posee amigos muy influyentes.
Ese comentario no contribuyó en exceso a suavizar la furia de Falko. Iba a reconvenir a su vecino con aspereza, pero finalmente lo dejó plantado sin decir nada y se acercó a Gunter von Losen, que profesaba un odio tan intenso como el suyo hacia el hijo bastardo del tabernero.
En realidad, Segismundo hubiese querido aguardar hasta reunir tropas suficientes en Núremberg, pero una semana después de la llegada de Michel aparecieron unos mensajeros cabalgando a toda prisa, con sus caballos echando espuma por la boca, trayendo malas noticias. Los husitas habían partido en diversas columnas hacia la marca de Meissen, Austria y el Alto Palatinado, y una de sus huestes se dirigía infatigablemente hacia Núremberg.
Cuando Michel se enteró de las noticias, comenzó a entender el porqué de la ausencia de los grandes del imperio. El yerno del emperador, Alberto V de Austria, estaba más preocupado por sus propias ciudades que por la corona bohemia de Segismundo, y el duque de Sajonia también prefería defender su territorio a dejarlo sin protección, a merced del enemigo. Sin embargo, al defender sus intereses particulares, estos señores no hacían otra cosa que fragmentar sus fuerzas en lugar de unirse para doblegar a los bohemios.
A Michel no le quedó mucho tiempo para reflexionar sobre aquella situación desacertada, ya que durante los dos días sucesivos comenzaron a reunirse a orillas del Pegnitz los acólitos del burgrave de Núremberg, lo cual indicaba que se acercaba el momento de la partida. Por eso le ordenó a Timo que mantuviera a sus hombres alejados del vino y que tuviera todo listo para una pronta partida, e hizo muy bien, ya que, a la mañana siguiente, los cuernos y las trompetas comenzaron a resonar desde las torres del castillo indicando que era hora de partir, y el emperador atravesó las puertas cabalgando seguido por su séquito.
A diferencia de su última visita al campamento, esta vez el emperador había elegido un atuendo especialmente suntuoso, que le hacía sobresalir entre sus caballeros como un faisán entre unas gallinas. Su coraza constituía la maravillosa obra de arte de un forjador de armaduras y le calzaba como anillo al dedo. Las ataujías de oro en los brazales y quijotes del emperador resplandecían bajo la luz del sol tanto como el casco, adornado con una corona de oro, y el gabán, debajo del águila imperial, que tenía bordado en hilos de oro un león a punto de saltar, señalando que Segismundo marchaba al frente de batalla sobre todo en calidad de rey de Bohemia.
El burgrave Friedrich y el resto de los nobles señores también estaban armados como si la batalla estuviese a punto de comenzar. Sin embargo, no parecían saber si alegrarse de que las huestes partieran de una buena vez o lamentar la escasa cantidad de guerreros con los que tenían que partir. Detrás del emperador había unos quinientos caballeros blindados y unos mil quinientos soldados a caballo e infantes. A ellos se sumaban los pertrechos, compuestos por varias docenas de grandes carretas tiradas por bueyes con sus correspondientes conductores y boyeros, cocineros, cirujanos de campaña, artesanos, un número cercano a los cien sirvientes y por lo menos el doble de prostitutas de campaña y vivanderas, que se alinearon al final de la caravana, inmediatamente detrás del grupo de Michel.
El emperador había nombrado capitán de las tropas de infantería al caballero imperial franco Heribald von Seibelstorff, un hombre de mediana edad de rostro redondo, enmarcado por una barba rojiza, quien con su armadura negra, que le sentaba a la perfección aunque carecía de adornos, daba la impresión de ser un valiente y experimentado guerrero. Sin embargo, hasta el momento había pasado revista a los soldados alistados por el emperador y al resto de los infantes una sola vez de forma rápida, y al hacerlo había vertido un par de frases ofensivas. Para él, la guerra sólo parecía tener validez si se desarrollaba como un desafío caballeresco entre dos ejércitos blindados y, en ese tipo de contiendas, los siervos y los soldados no tenían nada qué hacer. A Michel le parecía un error por parte del emperador haberle confiado la dirección de sus infantes precisamente a ese hombre, ya que él mismo había tenido la oportunidad de reunir experiencia con los infantes del conde palatino y estaba firmemente convencido de que podría haber conducido a las tropas muchísimo mejor que Von Seibelstorff.
De ahí en adelante, el caballero imperial tampoco siguió ocupándose de su gente. Ni siquiera había dado la orden de marcha, sino que le había encomendado a Gisbert Pá"uer, el procurador, la tarea de poner orden en aquella infantería de tan variada composición, de la cual, salvo los palatinos de Michel, apenas una docena provenía de la misma región. A su vez, Pauer se limitó a impartirles un par de órdenes sucintas a los líderes de cada grupo, a menudo autoproclamados, y luego volvió a cabalgar hacia delante para estar cerca del emperador, de manera que no había ningún oficial controlando a la gente.
Timo, que marchaba junto al caballo de Michel, se abrazó a su lanza como si quisiera asfixiarla y se quedó mirando hacia delante como si no pudiese dar crédito a lo que veían sus ojos. Finalmente, sacudiendo la cabeza, habló.
—Señor, ¿podéis decirme cómo quiere el emperador ganar una guerra con esa banda de gallinas que va delante de nosotros? Esos hombres se desperdigarán por todas partes en cuanto un bohemio suelte una ventosidad.
—¡Bueno, bueno, Timo! Este ejército tampoco es tan malo. El camino es largo, verás que las filas ya irán cerrándose a lo largo de la marcha.