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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (9 page)

BOOK: La dama del castillo
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El siervo suspiró y escupió hacia el camino.

—No lo toméis a mal, señor, pero en Núremberg he tenido la oportunidad de oír algunas cosas sobre los husitas. Un jinete blindado es uno de los mejores regalos que uno puede hacerles a esos blasfemos. Vos también habéis oído ya historias acerca de las batallas en Morgarten y en Sempach, en las que los helvecios destruyeron a los Habsburgo y a sus aliados. De nada les sirvieron a los Habsburgo sus pesadas armaduras ni sus corceles contra las lanzas del bastión suizo. Parece que los husitas también luchan de ese modo, y hasta ahora siempre se han retirado victoriosos del campo de batalla. ¿Queréis que os enumere los combates y las batallas en las que los husitas obligaron a esos engreídos caballeros a emprender la retirada?

Michel hizo un gesto de desdén, pero Timo no se dejó detener. Cubrió a su señor con una catarata de nombres: las batallas en las cuales los husitas habían ganado, las ciudades arrasadas y saquea das que habían dejado a su paso y los caballeros de viejas y conocidas estirpes que habían encontrado un humillante final bajo las lanzas y los manguales de los rebeldes.

—El año pasado destruyeron hasta los cimientos de la ciudad austríaca de Pretz, hicieron una carnicería con los habitantes de la ciudad que no lograron escapar a tiempo y dicen que lo mismo sucedió en otros cientos de ciudades en Austria, Baviera y Franconia, y también más al norte,, hasta llegar incluso a Sajonia y a Brandeburgo.

Timo levantó la vista y miró a Michel como a la espera de que éste lo felicitara por el informe que le había dado, pero en cambio su señor se limitó a mirarlo con ojos centellantes de enojo.

—Guárdate para ti solo esos relatos disparatados. Ni una palabra de ello a nuestros hombres.

La mirada culpable de su sirviente le hizo comprender que esa antología de rumores exagerados e informes aterradores ya estaba en boca de todos. Claro que Timo no podía ser el autor de esos chismes, ya que él sólo podía haber accedido a esa información durante su estancia en Núremberg. Los chismosos, que no faltaban en ningún ejército, llevaban y traían cualquier palabra que alguno dejaba caer, transformando una brisa en un huracán que destruiría el imperio.

Dos días después, Michel comenzó a preguntarse si esos rumores que Timo había escuchado realmente serían tan carentes de fundamento como él había creído en un comienzo. La expedición militar imperial había avanzado desde Núremberg hacia el este, internándose en las sierras de Sumava, y ahora llevaba varias horas marchando a través de unas lomas extensas, cubiertas de espesos bosques. La expedición no avanzaba ni a la mitad de la velocidad que habían demostrado las huestes de Michel camino hacia Núremberg. La causa de tanta lentitud no era tanto el mal estado del camino, sino más bien la pesadez de los pertrechos y la mala calidad del material. A cada milla ocurría un nuevo traspié. Por lo general, sólo se trataba de una soga que se cortaba y que había que volver a remendar con gran trabajo, ya que no había suficientes sogas de repuesto; otras veces alguna rueda se salía de su eje, y en dos ocasiones tuvieron que cambiar la carga de una carreta que se había descuajeringado a otra. Al tercer día ya se podía vislumbrar que las provisiones no alcanzarían hasta llegar a Bohemia, y Michel se preguntó qué haría el emperador para abastecer a un ejército que sumaba unas tres mil almas entre nobles, soldados y bagajeros, incluyendo a las prostitutas de campaña. De acuerdo con las palabras de Timo, los husitas eran como langostas, y por donde pasaban no dejaban más que tierras yermas que ya no servían ni siquiera para alimentar a los sobrevivientes de sus masacres.

Al llegar el cuarto día, las sospechas de Michel encontraron nuevos fundamentos de qué alimentarse. La expedición militar se detuvo, y cuando Michel hizo parar a sus hombres y se adelantó para ver cuál era la causa de la demora, el corazón se le contrajo de compasión ante el espectáculo de aquellas figuras desdichadas que bloqueaban el camino. Aquellos hombres, mujeres y niños aún tenían el horror grabado en sus rostros, y casi ninguno de ellos llevaba puesta más que su túnica, de modo tal que sus heridas mal curadas quedaban a la vista.

Todos ellos alzaron sus brazos en señal de súplica.

—¡Los husitas vienen detrás de nosotros! Han asesinado a todos los demás e incendiado nuestras aldeas. Sólo nosotros logramos escapar por obra y gracia de Dios.

Eso no era del todo cierto, ya que cuando esas personas dejaron por fin de franquearles el paso, la expedición militar se topó varias veces más con refugiados cuyos relatos estremecieron incluso a los guerreros más curtidos. Los husitas debían de ser unos diablos que provenían directamente del infierno, ya que mataban a sus prisioneros de la manera más cruenta posible, mientras que ellos mismos parecían ser invulnerables por arte del demonio.

A primera hora de la tarde del quinto día divisaron no muy lejos de donde ellos estaban unas columnas de humo elevándose hacia el cielo que no podían provenir más que de una aldea recién incinerada por los husitas. Poco después comenzaron a llegar los primeros campesinos con los rostros aún surcados de espanto y les contaron nuevas atrocidades.

El emperador obligó a las personas a que dejaran el camino de inmediato y ordenó a sus subalternos que se acercaran a él. Entre aquellos a los que el heraldo llamó hacia el frente figuraban Michel y Urs Sprüngli, el jefe de los soldados helvecios, que se había puesto al servicio del emperador con al menos una docena de sus mercenarios suizos y que lamentaba mucho la ausencia de un grupo fuerte de sus compatriotas de Appenzell. Falko y otros caballeros que tampoco habían sido llamados se acercaron de todas formas, em pujando sin consideración a los que habían sido convocados hasta quedar ellos también frente al emperador.

Segismundo masajeaba el mango de su larga espada con ambas manos, y su mirada se desvió varias veces hacia los refugiados, que se habían sentado al otro lado del camino creyendo estar seguros bajo la protección del ejército imperial.

—Señores, hemos llegado a nuestra primera meta. El enemigo está a menos de una hora de distancia, muy ocupado en saquear una aldea. Con la ayuda de Dios podremos sorprender a esos despiadados herejes bohemios y batirlos en forma contundente. Dejad a un pequeño grupo custodiando los pertrechos y preparaos para la lucha. Avanzaremos tan rápido como sea posible.

A la mayoría de los presentes se le notaba que hubiesen preferido mil veces estar en sus castillos natales hablando de las hazañas que realizarían frente a los husitas en lugar de tenerlos realmente enfrente, y por eso los vítores al emperador sonaron algo débiles. Incluso Michel se descubrió deseando volver con su mujer a su seguro Rheinsobern. No podía quitarse de la cabeza las palabras «con la ayuda de Dios», y recordó lo que Marie le había dicho estando en Constanza:

—¡No hay que fiarse tanto de la ayuda de Dios, sino confiar más en las propias fuerzas!

«En fin», pensó Michel, «tal vez Dios nos ayude si le mostramos nuestra buena voluntad».

Aun sin los pertrechos, las huestes avanzaban a paso tan lento que no alcanzaron a sorprender a los saqueadores, ya que cuando por fin llegaron a la aldea, a orillas de un riachuelo, los edificios ya habían sido incendiados y sólo quedaban en pie sus cimientos. Los husitas, cuyos espías evidentemente eran mejores que los propios, se habían replegado todos, hombres y carretas, hacia la cima pelada y llana de una colina no lejos de la aldea, construyendo allí una posición defensiva prácticamente inexpugnable. Varias docenas de carros, todos ellos más pequeños y maniobrables que los que llevaban los pertrechos imperiales, habían sido dispuestos formando una barrera, y los rebeldes incluso habían tenido tiempo suficiente como para levantar barricadas de ramas y arbustos espinosos para tapar los huecos.

Las laderas de la colina eran en la mayoría de sus tramos demasiado escarpadas para los jinetes y, además, los espesos matorrales les ofrecían a los defensores una protección adicional. El emperador sujetó a su caballo y alzó la vista hacia el lugar donde se encontraba el enemigo, como si considerara una ofensa personal esa jugada de ajedrez de los bohemios, al tiempo que abría y cerraba los puños en un gesto de impotencia.

Timo quiso rascarse la cabeza, pero se chocó con el casco.

—Esto no se ve nada bien, señor. Deberíamos cercar a esos hombres allá arriba y asediarlos, ya que si intentamos tomar por asalto su barrera de carros, perderemos la mitad de nuestros hombres antes de llegar a la cima.

Al principio, Michel asintió en señal de acuerdo, pero luego lo pensó mejor.

—Nosotros no llevamos con nosotros provisiones suficientes, en cambio los husitas deben haberse hecho con un gran botín. Además, la cantidad de soldados con los que contamos no alcanza para rodear la colina.

—Entonces, tendrá que ayudarnos Dios.

—En ese caso, sólo nos resta esperar y rezar.

Michel palmeó el hombro de su fiel ayudante y volvió a mirar hacia arriba. Delante de la barrera de carros habían aparecido unos hombres que comenzaron a cubrir al emperador de burlas e improperios para provocarlos. Si bien la mayoría de sus palabras resultaban incomprensibles, ya que la mayor parte de ellos hablaba checo, sus gestos no dejaban lugar a dudas, y aquellos que dominaban el idioma alemán gritaron con palabras terminantes lo que pensaban de su rey oriundo de Luxemburgo y de sus acólitos alemanes. Mientras tanto, agitaban en el aire unas banderas en las que se podía distinguir un ganso. Los caballeros alemanes interpretaron ese símbolo como una afrenta al águila imperial y respondieron acaloradamente a los insultos.

Godewin von Berg se volvió hacia los suyos con gesto enfurecido.

—Mi caballo podrá con esa ladera escarpada, y con sólo cien de vosotros que me sigáis, lograremos que esa calaña emprenda despavorida la retirada.

Sin aguardar una respuesta, espoleó a su caballo y lo impulsó cuesta arriba. El animal cerdeaba a cada paso, exhalando unos quejosos gemidos, pero siguió luchando, subiendo cada vez más y más sin resbalar hacia abajo. Era una demostración incomparable de des treza ecuestre, pero también una tarea infame para el equino. Godewin alcanzó en poco tiempo la barrera de carros, la atravesó al galope y apuntó con su lanza hacia los hombres que estaban en sus carretas agitando sus picas y sus manguales y mirándolo desconcertados.

Durante algunos instantes pareció que el valor de aquel caballero había paralizado a los bohemios. Pero, de pronto, al menos una docena de ellos saltó de las carretas y rodeó al atacante. Los manguales le destrozaron las patas al caballo, haciéndolo caer, mientras Godewin era atrapado por varias picas con gancho al mismo tiempo y arrojado al suelo. Después resonaron fuertes golpes que bajaban de la colina, como si unos gigantes le estuviesen pegando con palos a una olla de hierro. Los imperiales alcanzaron a oír desde el valle los aullidos de Godewin, que se interrumpieron poco después, y vieron cómo su corcel se revolvía en el suelo lanzando unos relinchos de dolor. Un grito salvaje de venganza colmó el aire, y los caballeros se precipitaron junto con algunos de sus acólitos sin preocuparse por el resto de las huestes ni por la llamada de sus líderes. Al principio, sus caballos avanzaban bien, pero cuando la ladera comenzó a tornarse más escarpada, los animales más débiles perdían rápidamente la velocidad inicial y se caían o se tropezaban. Muchos rodaban, aplastando a sus jinetes, y caían arrastrando consigo a los que venían detrás.

Michel, que se había quedado con sus hombres, apenas podía dar crédito a sus ojos. ¿Acaso los señores no se daban cuenta de que esos embates absurdos no hacían más que favorecer al enemigo? Según sus cálculos, por cada uno de ellos habría —al menos— cinco bohemios bien armados esperando el momento de liquidar a los caballeros indefensos tendidos en el suelo con sus clavas y manguales capaces de atravesar las corazas. De pronto, el emperador, que hasta el momento también había permanecido al pie de la colina, comenzó a dirigirse hacia la cima, y un poco más atrás, torturando a su caballo cuesta arriba para no ser el último de los caballeros en enfrentarse con el enemigo, iba Heribald von Seibelstorff, que debía haber liderado la infantería.

Michel advirtió la catástrofe que se avecinaba. Se apeó del caballo, extrajo su espada y señaló con el filo al enemigo.

—¡Soldados, seguidme!

Con esas palabras salió corriendo, y suspiró aliviado al ver que no sólo sus palatinos se habían puesto en movimiento, sino también gran parte de los demás infantes. Un poco más a su derecha, Urs Sprüngli asintió con el gesto, agitó su mandoble y soltó un grito de guerra.

En los minutos siguientes, Michel apenas pudo prestar atención a lo que sucedía más arriba, ya que bastante tenía con encontrar un buen asidero en aquel terreno flojo y escarpado, esquivar a los caballos caídos que pataleaban desesperados en todas direcciones y animar a sus hombres con gritos salvajes. De golpe, un estruendo sordo sacudió el aire. Michel levantó la vista, asustado, y divisó una pequeña nube de humo disipándose delante de uno de los carros. Al mismo tiempo oyó gritos de hombres heridos y los sonidos sobrecogedores que proferían los caballos moribundos.

—¡Esos cerdos tienen cañones! —exclamó Timo a su lado. Michel sacudió la cabeza sin poder creerlo. Los cañones, con los que se podían perforar los muros de los castillos, eran armas para una batalla a campo abierto.

—¡Debe de haber sido un trueno! —le gritó a Timo, animando a seguir a los infantes que se habían quedado paralizados del susto—. ¡Adelante, hombres! ¿O queréis pasar la noche aquí en la ladera?

Los soldados iban pisándole los talones. No habían pasado dos segundos cuando volvió a sentirse una nueva explosión, y esta vez Michel vio la pieza de artillería. Estaba sujeta a una de las carretas y casi parecía de juguete comparada con los cañones que él conocía, pero su efecto era devastador. Al parecer, los enemigos no arrojaban balas de piedra, sino pedacitos de hierro que abrían brechas entre las filas de los atacantes. La línea de los caballeros ya había sido desbaratada y los cañones bastaban para volar en pedazos al resto de los grupos que continuaban avanzando al ataque. Ahora, los primeros hacían dar la vuelta a sus caballos agotados y descendían para escapar del fuego mortal. Pero eso no hizo más que aumentar la confusión. Los husitas bailaban sobre sus carretas y agitaban sus armas.

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