Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Al contrario de la que era su costumbre, en esta ocasión le había ocultado a Marie la gravedad real de la situación en las regiones orientales del imperio. El Alto Palatinado, situado en la frontera con Bohemia, que teóricamente estaba bajo las órdenes de su señor y era gobernado por sus primos Juan y Otto, estaba a punto de volver a ser atacado y devastado por los husitas, e incluso en Sajonia, en Franconia y en Austria la gente estaba aterrorizada por los guerreros bohemios, que querían vengar a su mártir Jan Hus y sacudirse el yugo de los barones y condes alemanes. Los husitas caían sobre los territorios vecinos como una plaga de langostas, dejando tras su paso únicamente tierras abrasadas.
—¡Hay que detenerlos!
—¿Perdón?
Ante la pregunta de Marie, Michel se dio cuenta de que había pronunciado esas últimas ideas en voz alta.
—¡La revuelta bohemia! —replicó él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos—. Bajemos.
En la cámara donde se hallaban sus armas lo aguardaba su siervo Timo, un hombre mayor, robusto, con una cicatriz blanca como la nieve que le nacía en la frente, le cruzaba la nariz y terminaba atravesándole la mejilla derecha. Timo acompañaría a Michel en calidad de primer sargento y furriel. Esa mañana desempeñó sus servicios como de costumbre, trajo la armadura de Michel y le ayudó a ponérsela. Marie también intervino para ajustarle las correas de cuero y para acomodarle la ropa a su esposo. Como alcaide de Rheinsobern, a Michel le había sido conferido el derecho de vestir la armadura de un caballero. Sin embargo, para esta campaña Michel había desistido de una armadura completa, que le limitaba mucho los movimientos, y había optado por una cota de malla con una placa de acero en el pecho que le llegaba hasta los muslos. Su sayo y sus calzas de cuero estaban provistos de placas de acero remachadas, y en la cabeza llevaba un bacinete sin visera con un protector para la nuca. Una vez que se hubo puesto la armadura, Michel movió los brazos y dio unos pasos hacia atrás y hacia delante para evaluar su movilidad. Marie se quedó observándolo con la cabeza ladeada y sonrió unos instantes abstraída, pero enseguida volvió a ponerse seria. A sus ojos, Michel parecía uno de esos legendarios héroes de guerra cuyas hazañas narraban los juglares. Sin embargo, lo que importaba en una batalla no era tanto la apariencia ni el armamento, sino la experiencia de combate, y Michel adolecía de esa experiencia a pesar de las campañas en las que había participado al servicio del conde palatino en sus años mozos.
«No subestimes la capacidad de tu esposo», se reprochó en sus pensamientos. Para no apesadumbrarle aún más, apoyó su mano sobre la de él, le sonrió animándolo, y lo acompañó hasta el salón principal, en donde ya se habían reunido los caballeros que habrían de acompañarlo y sus propios subalternos. En los últimos años, aquella sala despojada y con corrientes de aire se había transformado en un salón de caballeros distinguido y de aspecto confortable al mismo tiempo. Sin embargo, a pesar de los tapices bordados que adornaban las paredes, los trofeos de caza y las alfombras tejidas, ese día a Marie se le antojó que aquel lugar era increíblemente frío e inhóspito. Por eso se alegró cuando Michel les invitó a todos a salir. El patio interno, flanqueado por un lado por la casa de armas construida contra el muro del castillo y por el otro por el edificio principal, ya estaba lleno de gente que se agolpaba entre las cinco carretas grandes y los caballos de los caballeros.
Los siervos de infantería armados por Michel estaban recibiendo las lanzas que cargarían al hombro durante la marcha. Michel los saludó con una sonrisa. Durante los últimos días había hablado con cada uno de sus hombres y se sentía muy seguro de todos ellos. Pero no sucedía lo mismo con los catorce caballeros que el conde palatino había puesto expresamente a sus órdenes junto con sus acólitos. Algunos de los caballeros de la nobleza le habían dado a entender con claridad que les desagradaba sobremanera el hecho de tener que obedecer las órdenes de un alcaide burgués, hasta el punto de que tampoco su gente estaba dispuesta a dejarse comandar por él o por alguno de sus subalternos. Michel pensó que tendría que ir resolviendo ese problema sobre la marcha. Estaba orgulloso de que el conde palatino lo hubiese designado para liderar las tropas y no pensaba permitir que le quitaran el control.
Mientras su mirada se paseaba por las carretas y los hombres, Marie se detuvo a su lado, lo abrazó y le dedicó la más dulce de sus sonrisas.
—¿No quieres que te acompañe un trecho, sólo uno o dos días de marcha?
Michel meneó la cabeza, sonriendo.
—Será mejor que te quedes aquí. Sería injusto para los que ya han tenido que dejar a sus familias atrás. Además, preferiría tener los ojos puestos en mis nuevos camaradas antes que dejar que se embelesen con tus encantos.
Si bien Michel había pronunciado esas palabras en tono de broma,; Marie comprendió lo que Michel tenía en mente. Quería detectar a los rebeldes y ponerlos en su lugar, y ella podría distraerlo de esa tarea. Marie asintió con una sonrisa preocupada. —Tienes razón. Será mejor que no pierdas de vista a tus hombres, ya que no todos están dispuestos a servir bajo tus órdenes.
Sin dar su nombre, Marie había hecho una referencia solapada a Falko von Hettenheim, un caballero arrogante y presumido para quien lo único que importaba era ser de linaje noble con una lista de antepasados que se remontara al pasado más remoto posible. El mismo día de su llegada, creyendo estar a solas con los de su misma clase, el hombre había difamado a Michel, diciendo que no era más que el hijo de un tabernero y un inútil advenedizo. Marie lo había escuchado, y había tenido que contenerse con enorme dificultad para no enfrentarse a ese muchacho presumido y avergonzarlo delante de todos de forma no muy femenina. Era sabido por todos que Michel había venido al mundo siendo el quinto hijo de un tabernero de Constanza, y no de un caballero, pero que le había demostrado al conde palatino su valor, recibiendo como recompensa por sus méritos el puesto que ahora ostentaba.
Pero el caballero Falko se creía con derecho a disponer de todo aquel que no fuera de su mismo rango como si fuese un siervo de la gleba. El día anterior había acechado a Marie en un corredor, la había arrastrado a una habitación vacía como si se tratase de una criada cualquiera, le había levantado la falda y restregado sus caderas contra los muslos. Cuando él necesitó una mano para abrirse el pantalón, ella logró zafarse y librarse de él. Los insultos que él le profirió aún continuaban resonándole en los oídos, al igual que sus palabras acerca de que una ramera como ella debía quedarse quieta. Marie había pensado si debía contarle o no a Michel aquel episodio, y finalmente optó por el silencio. Dado que Michel y Falko von Hettenheim debían marchar juntos a la guerra, prefería no provocar ninguna pelea entre ellos.
Michel notó que Marie tenía los labios fruncidos y la tomó entre sus brazos.
—Ya llegó la hora, amor mío. Te deseo lo mejor. Deséame lo mismo tú también.
—¡Te lo deseo de todo corazón, y ya ansio la hora de volver a verte!
Marie lo abrazó, lo besó en la boca y luego retrocedió unos pasos. Timo trajo el caballo de Michel, un vigoroso alazán algo más pequeño que los caballos de batalla de los caballeros, pero a cambio más resistente y veloz. Michel se montó con agilidad, cogió la brida en su mano derecha y alzó la izquierda para captar la atención de sus hombres.
—Partimos. ¡Un hurra por nuestro conde palatino!
Los palatinos agitaron las lanzas y exclamaron «¡Hurra!» aviva voz, mientras que del resto apenas se oyó un débil eco.
Luego fueron alineándose uno tras otro detrás de la caravana que Michel encabezaba, Falko von Hettenheim tuvo que contenerse para no impedir que el alcaide de origen plebeyo lo precediera, pero condujo a su caballo de manera tal que la cabeza de su animal casi tocaba la pierna de Michel. Cuando la mirada del caballero se posó en Marie y luego en la espalda de Michel, en su rostro se reflejaron la envidia y el odio, ya que no podía evitar la comparación entre la bella señora del castillo y su desgarbada e insulsa esposa, que hacía mucho tiempo que había dejado de atraerlo. Sin embargo, no podía rechazar a su consorte, ya que era la hija del conde Rumold von Lauenstein, a quien el conde palatino tenía como un vasallo de muy alta estima e íntimo consejero.
Si ese inútil hijo de un tabernero hubiese sido un campesino cualquiera o un burgués de poca monta, lo habría apuñalado allí mismo, se habría apoderado de su mujer y se habría aprovechado de ella hasta hartarse. Pero ahora tendría que saciar su apetito con prostitutas de campaña y aldeanas, que podía poseer a su antojo, y atenerse a lo que le correspondiera como botín de guerra a! terminar las batallas. Había oído que las mujeres en Bohemia eran bellísimas, de modo que probaría sus encantos hasta que se agotaran, no importaba si debía forzarlas o si se sometían por propia voluntad.
Enfrascado en esos pensamientos, Falko había dejado caer las riendas, por lo que su caballo empezó a rezagarse hasta quedar trotando junto a Godewin von Berg.
Godewin, amigo de la infancia de Falko, le dio con el codo y le sonrió detrás de la visera levantada.
—¿En qué pensabas tan ensimismado?
—En las hembras que montaré por el camino —respondió Falko sin mentir.
—Ojalá encontremos suficientes para todos nosotros. Ese bastardo hijo del tabernero quiso hacerse el cortés y se negó a contratar prostitutas de campaña.
Godewin suspiró, dolorosamente resignado.
Falko soltó una carcajada maligna.
—Tal vez el alcaide rata de albañal temió que su hembra se alistara entre las mujeres a la venta. Parece ser que, antes de que él la desposara, era una ramera errante. Para mí sigue siendo un misterio por qué nuestro conde palatino puso como alcaides de Rheinsobern a ese par de roñosos indignos.
—Tal vez doña Marie haya sabido levantarse la falda ante las personas adecuadas. Ha de ser uno de esos bocados que no se encuentran todos los días. A mí también me gustaría visitar su entrepierna.
Aquellas palabras de Godewin aumentaron la excitación de Falko de tal modo que la bragueta comenzó a apretujarle hasta provocarle dolor.
—Quisiera regresar ya mismo y clavarle la parte más dura de mi cuerpo hasta chocar contra lo más hondo de sus entrañas.
Godewin echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¿No estarás afirmando que posees un hueso en el lugar donde otros hombres suelen tener un trozo de carne por lo general flaccida?
—Al menos puedo afirmar que lo tengo más grande que tú.
El caballero Falko le enseñó los dientes y espoleó a su caballo hasta que volvió a juntarse con el alazán de Michel. A sus ojos, Godewin no era más que un lunático y un bravucón, pero estaba seguro de que, cuando llegara el momento de la verdad, se echaría como un perro rastrero ante ese alcaide sin rango ni nombre. Ese mocoso aún no había entendido que, en la guerra, lo importante era la propia gloria, y él, Falko von Hettenheim, jamás se la cedería al infame hijo de un tabernero, por más que el conde palatino lo nombrase líder.
Cuando Michel vio asomar a su lado la sombra del caballo, se dio la vuelta hacia donde estaba Falko, y pudo leer su rostro como un libro abierto. En realidad, lo leyó mejor que si de un libro se tratase, había aprendido a leer y a escribir gracias a las enseñanzas de Marie pero aún seguía costándole muchísimo descifrar más de un par de renglones. Falko se retorcía de rabia por tener que obedecer las órdenes de un hombre que ante sus ojos no era un hombre, sino un don nadie. Sin embargo, no podía modificar la situación, ya que para cuando él llegó a unirse a la tropa junto con su escudero, dos soldados de caballería y cinco arqueros mal equipados, el conde palatino ya había elegido a Michel como líder. De ahí que, al menos por el momento, no le quedaba más remedio que subordinarse a él.
Michel estaba convencido de que lograría imponerse ante Von Hettenheim y los otros caballeros, pero intuía que no le resultaría nada fácil. Por su propia seguridad tenía que afirmar su posición an tes de que llegara el momento de las primeras batallas. Además, había otra circunstancia que le preocupaba. Lo más natural para unas huestes de la envergadura de las suyas habría sido tomar algunas de esas barcas grandes propias del Rin, navegar hasta desembocar en el Meno y desde allí continuar remontando el río con unas embarcaciones más pequeñas sirgadas por caballos*. De esa manera habrían recorrido las tres cuartas parte del viaje cómodamente por agua, ahorrando la energía de los hombres y los animales. Pero entonces el camino habría demandado como mínimo el doble de semanas que el que estaban transitando ahora, y el conde palatino había dado la orden de unirse cuanto antes a las tropas del emperador Segismundo en Núremberg.
A pesar de los problemas que le acarrearía el camino que aún tenían por delante, Michel estaba de buen ánimo. Las carretas que acarreaban los bártulos y las provisiones estaban en excelente estado y tan repletas de alimentos y armamento que no necesitaba perder tiempo reponiendo provisiones. En realidad, las provisiones que tenía estaban destinadas a él y a sus infantes, pero, le gustara o no, también tendría que alimentar a los caballeros y a sus séquitos, ya que la mayoría de ellos no llevaba consigo más que dos caballos de carga con los enseres personales de sus nobles señores. Finalmente, Michel mitigó sus reservas con la idea de que acaso ese gesto de generosidad permitiría que los miembros de la nobleza terminaran de aceptar que era él quien estaba al mando.
Involuntariamente paseó su mirada por sus acompañantes nobles, que lo seguían en forma tan desordenada como un grupo de pollitos, sin preocuparse por sus infantes, y se preguntó cuál de los hombres sería el primero en ceder. Estaba seguro de que no sería Falko yon Hettenheim, sino más bien Godewin von Berg, cuya actitud y expresión revelaban lo inseguro que se sentía. Michel saludó sonriendo alegremente al hidalgo con un gesto de la cabeza y comprobó que el joven respondía a su saludo casi temeroso.
Marie se quedó de pie en el patio del castillo hasta que la última carreta hubo rodado a través de las puertas y el crujir de las ruedas de hierro sobre el adoquinado hubo cesado. Al fin, el único testimonio de que desde ese patio habían partido a la guerra doscientos hombres valientes era un par de montoncitos de bosta. Marie se rodeó el cuerpo con los brazos, ya que sentía escalofríos de solo pensar lo que tendrían que pasar Michel y sus hombres en aquellas lejanas tierras bohemias. ¿Qué destino les aguardaría allí? ¿Una campaña corta y gloriosa y un regreso feliz o... la muerte?