La dama del castillo (10 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Algunos caballeros resistieron al fuego y llegaron a la barrera rante un momento, Michel consideró la posibilidad de obligar a sus hombres a detenerse para que pudieran replegarse lentamente sin que cundiera el pánico. Pero luego prefirió tomar un camino que les ofreciera protección durante el mayor tiempo posible.

Cuando los husitas vieron que las filas de los caballeros comenzaban a disminuir, saltaron de sus carretas en nutridas bandadas y se abalanzaron aullando sobre los imperiales. Los manguales volaban por los aires, destrozando huesos de caballos y armaduras de caballeros, las picas con gancho tiraban a los caballeros de sus corceles, y sobre cada caballero que caía al suelo se abalanzaban tres o cuatro husitas que no se andaban con ningún tipo de rodeos. Entonces cundió el pánico, todos huían sin fijarse en los demás, y de pronto, el emperador, quien a esa altura se había quedado protegido apenas por un par de guardias personales, se vio a sí mismo frente a una horda de bohemios impetuosos que comenzaron a llamar a los compañeros husitas que estaban en la barrera de carros al grito de «¡Zygmunt! ¡Zygmunt!».

Michel se oyó gritar «¡Adelante!» y salió corriendo, sin fijarse en si sus hombres lo seguían o no. Pero cuando se topó con los primeros enemigos e intentó abrir una brecha en el muro triunfante de bohemios rugientes a espadazo limpio, percibió a sus espaldas los gritos roncos de sus propios hombres y el sonido agudo del hierro chocando contra el hierro. Aquel ataque inesperadamente disciplinado tomó por sorpresa a los husitas, que creían que ya habían batido al enemigo, y los hizo retroceder. Incluso los hombres que habían tirado al emperador de su caballo y estaban por rematarlo lo soltaron y huyeron con sus compatriotas. Michel apartó una jabalina que volaba en dirección a ellos, volvió a poner de pie al emperador y lo arrastró con él a pesar de su pesada armadura.

Un bohemio que no quería que le arrebataran el triunfo de asesinar al emperador saltó desde atrás de un arbusto y los atacó por la espalda. Michel advirtió justo en el último momento el mangual listo para descargarse sobre ellos. Sin pensarlo, empujó al emperador hacia abajo, a los brazos de su gente, que contemplaba la escena impotente, se dio media vuelta y embistió con todas sus fuerzas. El mangual le arañó la espalda, le desgarró el sayo de cuero y atravesó algunos eslabones de su cota de malla, pero no le dejó más que una herida superficial abierta en la espalda, mientras que el husita rodaba por la ladera sin cabeza.

Michel no tuvo tiempo de fijarse en su herida, ya que vio cómo los bohemios corrían juntos para atacar con todo su poder reunido a la tropa de infantería que había aparecido de improviso, y entonces ordenó a sus hombres que formaran un cordón alrededor del emperador para protegerlo. Al mismo tiempo les gritó a los caballeros que aún quedaban en la ladera que se unieran a él y a sus infantes.

—¡Si emprendéis la retirada vosotros solos, los husitas os alcanzarán fácilmente! Pero aquí podemos ser nosotros quienes hagamos correr a esos tíos bajo un tumulto de lanzas y jabalinas.

Para su sorpresa, los hombres acudieron a su llamada. Urs Sprüngli condujo hacia él a sus hombres de Appenzell y a varios infantes más, ayudándolo a formar una muralla humana alrededor del emperador, que fue descendiendo paso a paso hacia el valle, manteniendo a los husitas a distancia con sus lanzas y jabalinas. Cerca de la aldea en llamas se fueron uniendo los caballeros e infantes que habían escapado, formando un conjunto desordenado, y ahora atacaban a los husitas por uno de los flancos laterales. De ese modo, aliviaban la tarea de los hombres que rodeaban al emperador.

Michel oyó la voz ronca de furia y excitación del burgrave de Núremberg.

—¡Vamos! ¡Acabad con esos cerdos o seguirán avanzando hasta Núremberg! —gritó mientras conducía a sus hombres.

El ataque de los husitas perdió algo de fuerza en el valle, y Michel logró unir a los infantes y a los caballeros para formar una columna de marcha blindada compacta que fue replegándose como un erizo de mil patas dotado de cientos de púas. Poco después cesaron los ataques de los bohemios, pero cuando los hombres ya estaban empezando a suspirar de alivio, oyeron unos gritos de mujer chillones y penetrantes que provenían del lugar donde estaban los pertrechos. Un instante después, el aire se llenó de gritos salvajes y del rechinar de las armas. Una tropa de husitas había tomado por asalto las carretas de pertrechos y se disponía a incendiarlas, como podía inferirse de las nubes ascendentes de humo que se divisaban a lo lejos. Michel ordenó a sus hombres que aceleraran la marcha. Sin embargo, no llegaron a enfrentarse otra vez, ya que cuando los saqueadores advirtieron la cercanía de los guerreros, desaparecieron como fantasmas entre los arbustos, y sus compañeros dejaron de perseguir a los imperiales. Los espías informaron de que los husitas estaban reuniéndose junto a la aldea destruida.

Michel sabía que no quedaría mucho tiempo para descansar y se dirigió hacia el emperador. Segismundo aún tenía grabados en el rostro el espanto y el pánico mortal, y su mano tembló al cederle en silencio la palabra a Michel.

—Majestad, nosotros también debemos formar una barrera de carros para poder defendernos mejor. Estoy seguro de que los husitas volverán a atacarnos.

Segismundo asintió, ausente.

—Hacedlo, Adler.

Cuando Michel ordenó a sus hombres que empujaran las carretas para juntarlas, poniendo el hombro él también, vio cómo la figura paralizada del emperador recobraba vida de repente y el señor del Sacro Imperio Romano Germánico se ponía a empujar un carro para poner el pesado vehículo en la posición correcta. El resto de los nobles señores siguió su ejemplo y, al igual que los infantes sobrevivientes y las prostitutas de campaña, echaron una mano para mover las ruedas a través del barro espeso. En breve habían formado un rectángulo alargado que les otorgaba cierta protección frente a las flechas enemigas, que les arrojaban casi sin pausa desde la espesura del monte.

Los husitas no se atrevieron a atacarlos abiertamente ni aprovechando la protección de la noche, que se acercaba a gran velocidad, sino que se conformaron con disparar cada cierto tiempo sus cañones desde la cima de la colina a la vez que ordenaban disparar a sus arqueros a todo blanco móvil que se desplazara bajo el pálido resplandor del fuego de vigilancia. Mientras lo hacían, no paraban de aullar y gritar como una horda de demonios. La mayoría de los disparos no causaban ningún efecto y terminaban desvaneciéndose entre las ramas del bosque de hayas macizas, pero el ruido y los quejidos de los heridos dentro de las propias filas enervaba a los aliados imperiales y debilitaba la capacidad de lucha de los sobrevivientes.

Michel calculó que de los más de dos mil caballeros e infantes originales apenas si había quedado la mitad. Los demás estaban muertos, ya hubiesen caído en esa lucha desigual o hubiesen sido asesinados con posterioridad por los bohemios. Los pocos que pudieran haber escapado al bosque caerían tarde o temprano en manos del enemigo, y por eso debían ser contabilizados como bajas. Michel se atrevía a dudar de que aquellos soldados agotados, aún atravesados por el miedo, lograran resistir el inevitable ataque de los husitas. Podrían rellenar parte de sus propias filas armando a los sirvientes, pero era más que dudoso que resultaran valiosos para la lucha. Sólo cabía esperar que el miedo a la muerte guiara sus manos.

Durante un rato, Michel se quedó pensativo, observando cómo las prostitutas atendían a los heridos y hacían todo lo posible para dar ánimo a los soldados. Las mujeres sabían lo que les esperaría si los imperiales eran vencidos allí, y les prometían a la Virgen María y a su patrona, María Magdalena, grandes ofrendas si lograban salir medianamente sanas y salvas de aquella campaña.

En algún momento, ya pasada la medianoche, el estruendo dio paso a un silencio espeluznante. Hasta los ruidos acostumbrados del bosque parecían haberse acallado, y en el cielo ya no se dejaba ver ninguna estrella, de modo que no era posible calcular la hora exacta. Daba la impresión de que el destino estuviese conteniendo el aliento antes de tomar una decisión sobre el emperador. Tal como Michel esperaba, los husitas atacaron poco antes del amanecer, cuando la oscuridad se había transformado en un gris fantasmagórico. Pero si pensaban que iban a encontrarse con un enemigo en parte adormilado, desmoralizado, estaban muy equivocados, ya que esta vez fueron ellos los que sintieron en carne propia lo efectivo de una barrera de carros defendida con fiereza.

Todos y cada uno de los imperiales —desde Segismundo hacia abajo, hasta llegar al más joven de los sirvientes— era consciente de que estaban jugándose su supervivencia, y por eso pelearon con el valor de la desesperación. Michel vio no lejos de él al emperador luchando en primera fila, y a su lado agitaba su espada Falko von Hettenheim, que parecía haber olvidado todos sus pruritos de clase, ya que sus golpes contundentes salvaron tanto como la hoja de la espada de Michel a varios siervos mal armados de un final seguro. A la izquierda de Michel estaba Timo, firme como una muralla viviente, luchando con golpes tan precisos como si se encontrara en un campo de práctica. De tanto en tanto sonreía, como si el asunto le resultara divertido. Al verlo, Michel recordó los tiempos en los que él era apenas un recluta del ejército palatino y Timo aquel sargento que le había enseñado los rudimentos en el oficio de la guerra.

Durante cuatro horas, los bohemios arremetieron contra la barrera de carros de los imperiales sin poder romper la formación, y finalmente resonaron los cuernos llamando a sus guerreros a replegarse. Los abanderados agitaron una vez más sus banderas con el gan so, que, según supo Michel de labios de un hombre de confianza de Segismundo, no representaban una burla hacia el águila imperial, sino que eran un símbolo de Jan Hus, ya que «husa» significaba «ganso» en checo. Luego, todo terminó. Era evidente que los líderes de los husitas se habían dado cuenta de que si seguían atacando acabarían por desangrar a su ejército. Los bohemios desaparecieron como sombras en la niebla matutina, que aún no se había disipado, sino que yacía sobre el ancho valle como una mortaja; se marcharon dejando atrás solamente a sus muertos, que yacían tiesos y yertos alrededor de la barrera de carros. Michel bajó la espada, pesada como el plomo en su mano dolorida, y miró a su alrededor, asombrado. No podía creer que ya hubiese terminado todo; por el contrario, al igual que la mayoría de sus compañeros, suponía que aquella retirada sólo había sido un ardid del enemigo. Sin embargo, el tiempo transcurrió y los husitas no regresaron. Ante una señal del burgrave de Núremberg, un par de muchachos valerosos fueron tras las huellas de los enemigos y finalmente regresaron con la noticia de que los bohemios habían disuelto su propia barrera de carros y se habían replegado en dirección al este. Uno de los caballeros propuso seguir a los enemigos y atacarlos durante la marcha. Pero nadie le hizo caso, ya que los hombres estaban contentos de haber sobrevivido a la batalla. Ninguno de ellos tenía ni fuerzas ni ánimo como para perseguir al enemigo que se replegaba y volver a quedar al alcance de sus cañones.

Michel debía comprobar cuáles de sus hombres aún seguían con vida. Justo cuando se disponía a ocuparse de los que estaban heridos, el emperador lo mandó llamar. Segismundo no dijo una sola palabra, sino que se le echó al cuello y lo abrazó como a un hermano. Por un instante pareció que el emperador rompería en llanto. Sin embargo, volvió a calmarse, apartó a Michel un poco de sí y le apoyó la mano sobre el hombro.

—En el día de hoy me has salvado la vida a mí y a mi ejército. Sin ti, los herejes bohemios habrían podido ufanarse de haber asesinado a su propio rey y habrían aplastado como a gusanos a mis gallardos caballeros y a mis fieles infantes. Arrodíllate, Michel Adler. —Michel obedeció, confundido, y vio cómo el emperador alzaba su espada bañada en sangre tocándole los hombros y la cabeza—. Ahora ponte de pie, caballero imperial Michel Adler. Más tarde, cuando hayamos doblegado al enemigo, te otorgaré un feudo que te dará nombre.

Michel se quedó mirando al emperador sin terminar de entender lo que acababa de sucederle. Falko von Hettenheim había contemplado la escena hirviendo de furia. Ahora ese bastardo del hijo del tabernero había dejado de ser un simple vasallo imperial a quien su señor feudal armaría caballero algún día en agradecimiento por los extensos servicios prestados, pero que, a pesar de esa distinción, en el futuro seguiría teniendo casi el mismo rango; ahora era un bien nombrado caballero imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, con voz y voto en la Dieta Imperial de Regensburgo. Así, ese advenedizo pasaba a tener un rango mayor que él, un descendiente de ocho nobles señores cuyo árbol genealógico no incluía ningún nombre burgués que lo desvalorizara.

Durante la noche, cuando el peligro de un ataque enemigo fue definitivamente descartado, Michel comprendió al fin el significado que esas palabras del emperador tenían para él. Había dejado de ser un vasallo del conde palatino para adquirir el mismo rango que Heribald von Seibelstorff. A partir de ese día, él, Michel Adler, hijo del tabernero de Constanza Guntram Adler, era digno de conducir la infantería del emperador. Michel no podía dormir a pesar del cansancio que sentía, ya que pensaba en Marie y se preguntaba qué diría ella de aquel giro que habían dado los acontecimientos. El destino ya los había elevado mucho más allá de la clase en la que habían nacido y los había bendecido con dinero y felicidad, y ahora además les regalaba honores que los ubicaban incluso muy por encima de la mayoría de las personas de origen noble. Pero, de pronto, Michel suspiró con desencanto al sentir un sabor amargo en el fondo de aquella supuesta copa de felicidad. Por primera vez poseía algo que valía la pena dejar como herencia a su hijo, pero hacía mucho tiempo que había perdido las esperanzas de tener descendencia. A diferencia de sus bienes materiales, el rango que acababa de obtener no podía traspasarse a un niño campesino adoptado, una posibilidad que sí había estado evaluando un tiempo atrás.

Durante unos instantes fantaseó con la idea de aceptar la propuesta de Marie y tomar a una criada bien dispuesta que pudiera darle la alegría de ser padre. Pero la sola idea de tener que recordarle a su mujer el ofrecimiento que ella le había hecho le inspiraba rechazo. Ella cumpliría con su palabra, él lo sabía, aunque probablemente quedaría tan herida por dentro que la relación entre ambos nunca volvería a ser la misma. En su vida sólo había habido una mujer, y esa mujer era Marie. Si quería conservar la felicidad de la que disfrutaban juntos, jamás debería darle a conocer sus anhelos más íntimos, ya que ella sería capaz de remover cielo y tierra con tal de ayudarlo a tener un heredero legítimo. Incluso podría llegar a abandonarlo para que él pudiera volver a contraer matrimonio. Sin embargo, como el matrimonio era indisoluble ante Dios y los hombres, a Marie le quedaría un solo camino: desaparecer silenciosamente y regresar a su antigua vida. Debería salir a vagar por los caminos como una ramera errante, y él no podría empujar a tan cruel destino ni siquiera a su peor enemiga.

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