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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (7 page)

BOOK: La dama del castillo
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La muchacha se alarmó ante la presencia del caballero y retrocedió asustada. Falko se apeó de un salto, cogió a la pastora y la arrastró un trecho, internándose un poco más en el bosque. Cuando ella abrió la boca para gritar, se la tapó introduciéndole su guante derecho.

—Ahora no actúes como si jamás hubieses estado con un hombre —se burló el caballero mientras la tiraba al suelo a pesar de su enérgica resistencia. Ella pataleó con todas sus fuerzas, pero él se lanzó sobre ella, empujándola con todo su peso. Con la mano que le quedaba libre, le levantó la falda por encima de los muslos hasta dejar su vientre desnudo, a merced de la mirada y el deseo del caballero—. Ahora verás lo que es un hombre de verdad —le susurró el caballero a la muchacha en el oído, jadeante. Se movió hasta hallar la posición adecuada y la penetró de golpe con violencia.

En ese mismo momento, Michel notó la ausencia de Falko y se dio la vuelta, buscándolo. Al principio pensó que el caballero estaría descargándose y que por eso se habría rezagado, pero entonces descubrió su caballo bastante alejado del camino, en medio de la pradera en la que pastaban las cabras, donde había delicioso pasto fresco. Como Michel no podía encontrar ni a la pastora ni a Von Hettenheim, tironeó de su caballo, maldiciendo, cabalgó hacia el rebaño y miró a su alrededor. Un ruido que no podía provenir de un animal le delató el lugar donde debía buscar, y entonces fue guiando a su alazán a través de unas hayas cuyas ramas tenían un resplandor verdoso, internándose en la semioscuridad que había debajo de aquel techo de hojas, y al poco tiempo halló por fin a Falko, que seguía embistiendo violentamente a la pastora. El rostro de la muchacha es taba desfigurado de miedo y de dolor, y ella luchaba tanto contra el hombre que tenía encima como contra el guante que había dentro de su boca, que amenazaba con asfixiarla.

—¡Dejad a la muchacha ahora mismo! —le gritó Michel, lleno de ira, pero Falko continuó sin inmutarse. Acabó antes de que Michel lo alcanzara, se levantó con provocadora lentitud y le arrancó a la muchacha el guante de la boca con tal brutalidad que le hizo brotar sangre de los labios. Luego se dio la vuelta hacia donde estaba Michel y le dirigió una mirada desafiante.

—Si queréis a la ramera, adelante. Pero no olvidéis que yo la penetré antes.

La pastora se cubrió con las manos la zona ensangrentada y rompió a llorar.

—¡No soy una ramera!

La mano de Michel tanteó en busca de su espada, y por un instante pareció que desenvainaría el arma y acabaría con Falko.

—¡Sois el cerdo más repugnante que se haya cruzado jamás en mi camino!

Falko von Hettenheim se agachó instintivamente y retrocedió un par de pasos. Pero luego se incorporó e hizo un gesto de desdén.

—Seríais un demente si iniciarais una pelea conmigo por una mísera campesina. Si no la hubiese desflorado yo, lo habría hecho otro en mi lugar, tal vez incluso esta misma noche.

—Dadle al menos un par de monedas como resarcimiento por su virtud perdida.

Michel se enojó consigo mismo antes de terminar de pronunciar esas palabras, ya que se dio cuenta de que con ellas estaba respaldándolo.

—¿Pagarle a una campesina mugrienta? Debería alegrarse de haber sentido dentro de ella a un verdadero hombre por una vez en su vida.

El caballero se dio media vuelta con una horrenda carcajada y se dirigió hacia su caballo.

Michel cerró los puños con impotencia, bajó la vista para mirar a la muchacha que lloraba y se apeó del caballo.

—Debería haberle partido el cráneo —maldijo, al tiempo que le extendía la mano derecha a la pastora de cabras—. Vamos, niña, levántate. No te haré daño.

La pastora se bajó la falda, se enrolló sobre sí misma como un animalito y se cubrió el rostro con las manos. En ese momento Michel deseó que Marie estuviese con él. Ella habría sabido cómo tratar a una criatura tan salvajemente ultrajada. Finalmente abrió su bolsa y extrajo un par de monedas.

—Toma, son para ti. El dinero no podrá devolverte lo que has perdido hoy, pero tal vez te ayude de otro modo. —Como la muchacha no reaccionaba, cogió una de sus manos, depositó sus monedas en ella y le cerró los dedos formando un puño—. Que Dios te acompañe, pequeña. Estoy seguro de que no te ha abandonado, aunque tal vez eso sea lo que crees ahora.

La pastora de cabras se apartó de él aún más, y la furia contra Falko von Hettenheim comenzó a ascender dentro de Michel hasta cerrarle la garganta. Sabía que las posibilidades de pedirle cuentas por sus actos eran casi nulas, ya que eso le correspondía al señor del castillo local, o bien al propietario de la muchacha si es que se trataba de una sierva de la gleba. Pero, por lo general, esa gente jamás iniciaba una querella por una muchacha campesina con alguien que pertenecía a la misma clase social que ellos.

Michel abandonó a la pastora, que seguía sollozando, tomó las riendas de su caballo y salió a campo abierto. Allí divisó a algunos campesinos que ya habían comenzado a sospechar que algo no andaba bien y se dirigían hacia la pradera con hachas y azadas, y entonces volvió a trepar a la montura y azuzó a su alazán. Le irritaba soberanamente tener que poner pies en polvorosa, pero los campesinos lo confundirían con el violador y en su furia ciega querrían desquitarse con el hombre equivocado.

Un jinete siempre es más veloz que cualquier campesino, por más alas que la ira dé a los pies de este último, y el espectáculo de los soldados marchando no alentaba precisamente a los campesinos a buscar pleitos. Por eso, muy pronto fueron quedando atrás, maldijeron a esos señores que habían tomado a una de sus muchachas como presa, y al mismo tiempo dieron gracias a Dios de que la tropa entera de guerreros no hubiese caído sobre su pueblo y sus mujeres. Se reunieron en el linde del bosque, se persignaron y en sus plegarias oraron para que los caballeros y los soldados encontraran una sepultura fría en tierra enemiga.

Michel no estaba dispuesto a dejar pasar por alto la acción de Falko. Guio su caballo hasta alcanzar el tosco rocín del caballero y le dirigió una mirada furiosa.

—No volváis a hacerlo, señor Falko, ya que la próxima vez no podré volver a contener mi mano.

Falko von Hettenheim escupió y miró a Michel fijamente a la cara con gesto burlón.

—¡Atreveos, bocón!

La mano de Michel se deslizó hacia el mango de la espada, pero entonces los demás caballeros llevaron también la mano a sus armas, con evidentes intenciones de apoyar a su compañero. Como los acólitos de estos últimos también se preparaban para la lucha y sus propios hombres parecían alegrarse de poder darles una amarga lección a esos caballeros que tanto odiaban y a sus infantes, Michel dejó caer la espada y levantó la mano.

—¡Regresad al orden de marcha! ¡Y pobre de aquel que provoque una riña! —Luego se volvió hacia Falko y agregó, furibundo—: Estáis advertido. La próxima canallada la pagaréis.

Hettenheim parecía tener intenciones de seguir provocándolo, pero Godewin von Berg, que sabía tan bien como Michel que los sobrevivientes de un enfrentamiento armado eran castigados con penas muy severas si, a diferencia de Falko, no tenían parientes ni amigos poderosos en la corte del conde palatino, tomó a Hettenheim del brazo y lo retuvo.

—No vale la pena entrar en una riña por algo así —le susurró, preguntándole en voz igualmente baja qué había sucedido.

Falko rechinó los dientes.

—El bastardo hijo del tabernero se puso prepotente porque me follé a la pastora de cabras.

—¿Qué? ¿Pudiste clavar tu estaca en un pedazo de carne jugosa de hembra? Por Dios, Falko, tú sí que tienes una suerte obscena. Maldición, ¿no podrías haberme llevado contigo?

Falko von Hettenheim le dirigió una socarrona mirada de soslayo.

—Una pastora de cabras para dos hombres... eso no habría sido muy placentero para ti, y además no habrías llegado a disponer de ella porque ese bastardo hijo del tabernero te lo habría impedido.

—Entre los dos podríamos haberle quitado la prepotencia de una paliza.

Godewin clavó la vista en la espalda de Michel y lamentó no haber estado allí.

Von Hettenheim se quedó elucubrando la manera de provocar una ocasión oportuna para acabar con la vida de Michel Adler con ayuda de Godewin. Una vez que ese bastardo hubiese sido eliminado, él podría convertirse en líder de aquel ejército y hacerse con el dinero que aquel desvergonzado llevaba en el arcón de una de las carretas para darle un destino mejor que un par de hogazas de pan y un poco de carne fresca. Ante esta idea, Falko von Hettenheim soltó una carcajada. Claro que sí, él usaría ese dinero para comprar carne... deliciosa carne de mujer.

Mientras Falko von Hettenheim esperaba el momento oportuno para empujar a Michel a cometer una imprudencia y deshacerse así de él de una vez por todas, éste buscaba con la vista al resto de las tropas que se encaminaban hacia el punto de reunión en Núremberg. El emperador había leído una convocatoria a todos los nobles del Imperio, y el papa Martín V, a quien Segismundo había puesto en el Trono de Pedro en el Concilio de Constanza, había equiparado la lucha contra los husitas a las cruzadas contra los musulmanes. Sin embargo, no se cruzaron con ninguna otra tropa en mucho tiempo. Cuando por fin se toparon con dos caballeros francos y su séquito, Michel se alegró de que no fueran más que unos pocos, ya que los dos aristócratas no tardaron en unirse a Falko von Hettenheim, ignorándolo de forma casi insultante y tratando a sus lanceros como si fuesen siervos de la gleba.

Durante dos días, Michel observó aquella insufrible situación con los puños cerrados, hasta que finalmente llegó el escándalo que preveía. Al caer la noche, los hombres de Michel habían dispuesto sus cinco carretas en círculo en un pequeño claro a la izquierda del camino formando una barrera, mientras que los caballeros y sus hombres prefirieron acampar más allá del camino, bajo un par de hayas que habían sido partidas por rayos. Cuando Michel fue a servirse un vaso de vino del barril que estaba sobre el caballete, se le acercó Gunter von Losen, uno de los caballeros francos, extendiéndole un vaso en actitud exigente.

—Tabernero, sírveme del mejor que tengas.

Su voz desbordaba sarcasmo.

Michel aspiró profundamente, reprimiendo el deseo de echar por tierra de un puñetazo a aquel hombre que apenas le llegaba al mentón. Con una sonrisa suave, cogió el vaso de Gunter, lo puso debajo del agujero de la piquera y lo llenó hasta el borde. El caballero esbozó una amplia sonrisa y les dirigió una mirada triunfal a sus nobles congéneres, que seguían la escena con gran expectación. Sin embargo, cuando quiso coger su vaso lleno, Michel se lo impidió.

—Me habéis llamado tabernero, por lo tanto, os trataré como tal. El vino cuesta tres kreuzer, a pagar por adelantado, ya que no otorgo crédito. Esto rige a partir de ahora también para el resto de los caballeros y sus acólitos.

Gunter von Losen aspiró profundamente para evitar ahogarse.

—¡No podéis hacer eso! ¡Ese vino le pertenece al conde palatino!

Michel le apoyó la mano derecha sobre el hombro con tal fuerza que lo obligó a ponerse de rodillas.

—Os equivocáis, amigo. El vino ha sido pagado con mi dinero, al igual que el resto de las provisiones que llevamos, y no pienso seguir compartiéndolas con gente como vos. Así que comeréis lo que hayáis traído, y no creáis que podréis saquear a los campesinos por el camino. Si lo intentáis, acabaréis muy mal.

El caballero franco se quedó mirando a Michel, indignado.

—¡No podéis hacer eso con nosotros! ¿Acaso somos mercaderes como para andar cargando provisiones? Más vale que nos atendáis porque si no, tomaremos lo que necesitemos de los campesinos, os guste o no.

De esa forma, Losen puso a Michel frente a un dilema, ya que él no hubiese querido darle nada más a esos caballeros altaneros, ni siquiera una corteza de pan duro. Pero como jefe de la tropa era responsable por los caballeros palatinos, y por eso decidió tratar de llegar a un acuerdo.

—Los caballeros y la gente que partió conmigo desde Rheinsobern recibirán alimento suficiente como para no pasar hambre. Pero vos, vuestro amigo y vuestra gente me tienen sin cuidado. Desapareced o rogadle a los palatinos que os arrojen un par de mendrugos.

Su interlocutor se puso de pie, morado y boquiabierto, pero luego volvió a cerrar la boca sin decir palabra. Furioso, extendió la mano para coger su vaso al mismo tiempo que se daba la vuelta para emprender la retirada. Pero Michel alzó la mano con el recipiente por encima de su cabeza.

—Tres kreuzer.

—¡Al diablo, tabernero bastardo!

El caballero mostró los clientes, aunque no se atrevió a coger a Michel del brazo y bajar el vaso, sino que dio media vuelta y se fue. —Olvidasteis algo.

Michel volcó el vino con gesto apesadumbrado y le arrojó al otro el vaso vacío. Losen lo atrapó, regresó con el resto entre gruñidos y maldiciones y les transmitió lo que Michel le había dicho. En respuesta, el resto de los caballeros y sus hombres cubrieron a Michel con miradas asesinas.

Él no se dejó amedrentar ni por las expresiones furiosas ni por los gestos amenazantes, y ordenó al cocinero y a sus ayudantes que las raciones que les tocaban a los aristócratas y sus infantes fueran escasas, y que no les sirvieran vino si no se lo pagaban. Su gente, que ya se había enfadado en más de una ocasión con aquella estirpe de arrogantes, sonrió complacida mientras se mofaba de los acólitos de los caballeros nobles, que ahora tendrían que beber agua, mientras que ellos mismos saboreaban el delicioso vino de Michel. Esto no contribuyó a mejorar el clima dentro de las huestes, de ahí que Michel suspirara aliviado cuando la ciudad de Núremberg comenzó a divisarse a lo lejos.

Media milla antes de llegar a la puerta de la ciudad, que saludaba a los viajeros desde sus dos torres, un mariscal imperial salió al encuentro de los recién llegados y les asignó un lugar para acampar a orillas del Pegnitz. Cuando Michel le preguntó por qué los hacían acampar tan lejos de la ciudad, el hombre le mostró los dientes.

—Es por las mujeres. Es para que los hombres se atengan a las prostitutas de campaña y no anden por la ciudad acechando a las mujeres burguesas.

—Una idea muy razonable. Pero ¿dónde están las prostitutas?

El procurador señaló hacia un lugar un poco más adelante, río arriba, en donde un grupo de carpas de colores asomaba resplandeciente por entre los verdes alisos de la vegetación.

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