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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (40 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Aquí tienes, bebe, así te cobras el salto que has tenido que dar en el camino —le gritó al soldado. Éste aceptó el jarro y se lo llevó a los labios. Sus camaradas lo rodearon de inmediato y comenzaron a reclamar su parte a voz en cuello. Marie volvió a trepar al pescante, y entonces vio a Oda, que se acercaba a curiosear lo que había sucedido.

—¿Qué significa esto? ¿Cómo vamos a hacer negocios si tú le expendes vino gratis a toda esta caterva?

Eva la Negra, que también se había apeado de su carreta, hizo una mueca de desagrado.

—¿Acaso nunca tuviste que sacrificar un jarro de vino para apaciguar a un par de soldados?

Oda apuntó con la nariz hacia el cielo y resolvió no prestar más atención a las demás vivanderas. Eva y Theres se rieron de ella, pero Marie no volvió a mirarla, ya que la caravana había reanudado su marcha y tenía que azuzar a sus bueyes para cubrir el hueco que se había formado delante de ella.

Cuando bien entrada la tarde sonaron los cuernos anunciando que se detendrían, las vivanderas suspiraron aliviadas. Sin embargo, transcurrió bastante tiempo hasta que pudieron hallar un lugar para acampar y, como solía suceder, cuando finalmente llegaron, los mejores lugares ya habían sido ocupados. Les costó grandes esfuerzos encontrar un lugar adecuado para estacionar sus carretas todas juntas y desenganchar a los animales.

Michi tampoco estaba a la vista, aunque Marie hubiese necesitado seis pares de manos de ayuda, ya que Trudi lloriqueaba, muerta de cansancio, mientras que los bueyes daban patadas en el suelo y gruñían inquietos porque habían olfateado el agua y no se dejaban desenganchar. Finalmente, Marie tuvo que pedirles ayuda a dos soldados.

—Si me permites levantarte a cambio la falda, encantado —respondió uno de ellos, sonriendo con expectante ironía.

—Más bien había pensado en un vaso de vino para cada uno.

Los dos soldados se miraron un instante y luego sujetaron a los bueyes para que Marie pudiera por fin quitarles el yugo, los llevaron al abrevadero y les quitaron la mugre más gruesa con unos manojos de pasto. Cuando terminaron, Marie ya estaba esperándolos con dos vasos llenos de vino.

Los soldados brindaron a su salud.

—Por una recompensa como ésta, estamos gustosos a vuestro servicio.

—Hey, Marie, si sigues así, pronto te quedarás sin vino para vender —le gritó Oda, socarrona.

Eva, que ya había terminado su trabajo y se había acercado a conversar un rato con Marie, se volvió con gesto despreciativo.

—Ese problema tú nunca lo tendrás, ya que pagas los favores que te hacen con otra clase de moneda. Pero cuando tengas el vientre más abultado, los hombres preferirán un vaso de vino.

Theres y Donata estallaron en carcajadas, mientras que Oda cubría a Eva con unos insultos que Marie no le había oído decir ni siquiera a Berta, la prostituta errante con la que había recorrido durante un tiempo los caminos hacía más de una década. Sin embargo, Eva no se preocupó por Oda, que seguía a los chillidos, sino que ayudó a Marie a preparar todo para el campamento nocturno. Mientras tanto, Theres y Donata se internaron en el bosque en busca de ramitas para encender una fogata, acompañadas y ayudadas por Görch, el escudero del hidalgo Heribert, y de un soldado a caballo del contingente de Heinrich von Hettenheim.

Mientras Marie iba a buscar agua y la ponía a hervir, separando un poco para quitarse de encima la espesa costra de polvo y hacer lo propio con Trudi, Eva fue a buscar su trípode de hierro, lo puso en medio del círculo formado por las carretas reunidas de las vivanderas y preparó una pila con pasto y maderas para hacer el fuego. Poco después, el enorme caldero que colgaba suspendido sobre las llamas ya estaba despidiendo vapor. Marie y Theres fueron en busca de los ingredientes para preparar la cena y se los alcanzaron a Eva, que en vista de la escasa cantidad de grasa y de carne salada frunció la nariz.

—En fin, supongo que a buen hambre no hay pan duro. Marie se encogió de hombros.

—Tú misma dijiste que debemos ahorrar porque no sabemos cuándo volveremos a recibir abastecimiento.

—No te sulfures tan rápido. Después de todo, una tiene derecho a quejarse un poco. —Eva soltó una carcajada, arrojó el primer bocado dentro del caldero y miró a Marie, desafiante—. Eso sí, tendrás que darme un par de granos más de cebada para el caldo. Seguro que los hombres estarán hambrientos.

—No sólo ellos —respondió Marie trepando a su carreta para traer media medida más. Cuando Eva echó los granos en el caldero con un profundo suspiro de renuncio, Marie se sentó junto a su carreta, sobre una roca plana, y se reclinó contra un árbol para descansar un poco. Trudi, a quien Donata había bajado de la carreta, corrió en dirección a su madre y se acurrucó a su lado.

Eva también había usado la tina de Marie para lavarse la cara y las manos, pero el resto de las vivanderas seguían pareciendo fantasmas. Donata y Theres se miraron y desaparecieron en el bosque mientras parloteaban animadamente entre ellas.

—¡Cuidado, no sea cosa que algún muchacho os sorprenda desde atrás por el camino! —les gritó Oda mientras ellas se alejaban.

Pero la respuesta la recibió de parte de Eva.

—¡Ah, es por eso que ya no te lavas! Haces muy bien, ya que cuanto más hedionda es una mujer, menos le retoza al hombre el alcacer.

—Le retozará menos el alcacer y le picará más la nariz —intervino Marie, burlona, y cosechó una mirada indignada de Oda, que entonces sí se puso de pie y salió corriendo detrás de las otras.

Eva la contempló suspirando.

—Hubiese querido prescindir de esa mujerzuela.

—No eres la única —replicó Marie, levantando la vista porque el aroma de la sopa había atraído a sus huéspedes.

Heinrich von Hettenheim, que había sido el primero en aparecer, se acercó al caldero y olfateó.

—Si sabe la mitad de bien de lo que huele, será un banquete.

El joven Seibelstorff se sentó en el pasto junto a Marie, contentándose con dirigirle una sonrisa, mientras que los dos soldados a caballo se quedaron de pie junto a las carretas, con la mirada clavada en el caldero, como si sólo con la vista pudieran acelerar el proceso de cocción. Detrás de ellos apareció Anselm, que había oído las palabras de su señor y ya se relamía los labios.

—No importa cuán sabroso esté, cualquier cosa es mejor que la comida asquerosa que hay hoy en la cocina del regimiento. Le eché un vistazo y me dio escalofríos. Os aseguro que a los cerdos les arrojan mejor comida.

—Sin embargo, el bagaje imperial también tiene sus ventajas. Por ejemplo, ésta.

Görch, que había sido el último en sumarse al círculo que estaba sentado alrededor del fogón, le dirigió al resto una mirada astuta y sacó de su guerrera una salchicha del tamaño de un antebrazo y una porción de tocino.

—Pero esto no proviene de los víveres para la gente común —bromeó Eva, extendiendo la mano para cogerlos.

El escudero la miró con gesto cándido.

—Pero querida, visto y considerando que los gastos de nuestra alimentación no corren por cuenta del emperador, sino por la nuestra propia, nos merecemos una pequeña indemnización de tanto en tanto.

Eva hizo desaparecer el botín de Görch bajo los leños apilados para el fuego y le sonrió.

—Pero no dejes que el mariscal te descubra. Por lo que he oído, parece que los siervos de Pauer pegan muy fuerte, y si te atrapan, no recibirías menos de veinte azotes.

El hidalgo Heribert, que se había puesto de pie, apoyó la mano en el hombro de su escudero.

—Escucha lo que Eva te dice y deja de robar. Que te azoten durante una campaña puede llegar a significar tu muerte si los tajos se te infectan. Y aunque sobrevivieras, tendría que prescindir de tus servicios durante un tiempo, y eso no me agradaría en absoluto.

En cuanto Eva comenzó a hablar de azotes, a Marie empezaron a picarle los omóplatos de tal manera que tuvo que cerrar los puños y morderse los labios, y la advertencia de Heribert no hizo más que aumentar esa sensación. Sabía muy bien de lo que el joven hidalgo hablaba, ya que ella misma había recibido esa clase de «caricias» a los diecisiete años y había estado a punto de morir como consecuencia de ello.

Marie se sacudió esos recuerdos de pesadilla haciendo grandes esfuerzos, estrechó a Trudi contra su pecho y comenzó a acariciarle los cabellos, ensimismada. En ese momento se dio cuenta de que Michi aún no había regresado, a pesar de que la cena ya estaba lista. La impuntualidad de su pequeño acompañante estaba empezando a convertirse en un problema.

—¿Tenéis idea de dónde está Michi?

Görch asintió.

—Acabo de verlo con Gunter von Losen. Creo que Michi estaba quitándole el polvo a su armadura.

—¡Debería haber aseado a los bueyes en lugar de eso! —protestó Marie. La enfurecía que Michi anduviera precisamente detrás de Gunter von Losen. Aquel hombre era un buen amigo de Falko von Hettenheim, y lo que Timo le había contado sobre la lucha entre Michel y Losen le hacía suponer que éste era tan culpable de la desaparición de su esposo como Falko von Hettenheim. Había llegado la hora de conversar seriamente con el muchacho. A pesar de que ella no lo consideraba su sirviente, aunque además de comida y alimento más de una vez le había dado alguna moneda, él no tenía derecho a trabajar para otros sin su consentimiento, sobre todo teniendo en cuenta que en la campaña ella lo necesitaba más que nunca. Si Michi hubiese llevado a los animales al abrevadero, ella no habría tenido necesitad de sacrificar dos vasos de vino. Pensó en si debía guardarle al niño algo de comer o no, pero antes de que hubiese podido tomar una decisión, Eva decidió por ella.

La vieja vivandera había repartido la comida para los presentes en unos platos y cuencos de madera, y ahora estaba vertiendo dos cucharones llenos en un recipiente de cerámica.

—Toma, esto es para Michi.

Marie recibió el recipiente y lo puso sobre el asiento de su carreta. Mientras estaba dándole de comer a Trudi y cada tanto pescaba una cucharada de su propio plato, las otras tres vivanderas regresaron. Oda, que no había aportado nada para la cena, se sentó de inmediato junto al fuego y cogió el cuenco reservado para Theres.

—¿Qué haces?

Theres intentó arrebatarle el cuenco, cuyo contenido comenzó a agitarse peligrosamente, pero entonces Eva le alcanzó otro.

—Déjala por hoy. Aún tenemos suficiente. Pero si mañana Oda no colabora con algún ingrediente, se quedará con el estómago vacío, eso te lo aseguro.

Sin prestar atención a aquella amenaza, Oda siguió comiendo, y terminó antes de que Theres y Donata hubiesen llegado a la mitad.

—Se nota que tienes que comer por dos —se burló Eva, mirando a su alrededor con gesto interrogante—. ¿A quién le toca lavar hoy?

—Ya que Oda se invitó sola a la cena, podría encargarse ella —propuso Theres, y el resto se manifestó de acuerdo. Oda hizo un gesto agrio, pero luego recogió la vajilla. Sin embargo, su vientre ya abultado no le permitió llevar el caldero también, y Theres se puso de pie.

—Vamos, Oda. Te ayudaré.

Mientras se dirigían hacia el arroyo, bajo la atenta mirada de los guardias, Marie le sirvió un vaso de vino a cada uno de los caballeros, y luego, al ver el gesto de súplica en el rostro de Görch, también les dio medio vaso a él y a Anselm.

Eva entrecerró los ojos al tiempo que meneaba la cabeza.

—¡Me parece que tendré que darle la razón a Oda! Eres demasiado generosa con tus cosas.

—Tampoco es para tanto —repuso Marie—. Después de todo, ambos señores pagan buen dinero por su comida y la de su gente.

El caballero Heinrich le dirigió una mirada rápida al hidalgo Heribert.

—Tampoco hemos pagado tanto. Creo que deberíamos aportar un par de chelines más.

El hidalgo se llevó de inmediato la mano al cinturón y extrajo su bolsa de monedas, que, por cierto, había encogido bastante. Sin embargo, antes de que atinara a sacar una moneda, Marie levantó la mano.

—Aguardad a que haya calculado cuánto nos debéis.

Heribert volvió a anudar su bolsa al cinturón.

—Por favor, no os olvidéis, señora Marie.

Marie entornó los ojos al oír aquel tratamiento, que correspondía a una mujer de clase noble o como mínimo a una burguesa acaudalada, pero no a una vivandera. El caballero Heinrich también frunció el ceño, ya que por más que Marie le agradara mucho, le preocupaba que el hidalgo hiciera el ridículo por su causa. Alzó la copa y brindó a la salud del joven.

—A vuestra salud, hidalgo Heribert, y, por supuesto, también a la tuya, Marie. Rara vez se encuentran vivanderas tan listas como tú.

Heinrich vació su copa de un solo trago y la dejó en el suelo.

—¿Os sirvo más? —preguntó Marie.

El caballero meneó la cabeza, serio.

—Mejor no, prefiero mantener la cabeza fresca.

Ese tono de voz tan lleno de preocupación puso a Marie en alerta.

—¿Ha surgido algún inconveniente?

Heinrich cogió una rama y se puso a hurgar en el fuego.

—Inconveniente es mucho decir. Para mi gusto, los infantes cuchichean demasiado entre ellos cuando ninguno de los oficiales está mirando, sobre todo los flamencos que el emperador mandó reclutar esta primavera. Hasta ahora, esos muchachos sólo han recibido las arras, pero están reclamando en voz cada vez más alta su soldada. Espero que nos encontremos pronto con el enemigo y que podamos hacernos con algún botín para que se tranquilicen un poco.

Eva escupió en el fuego con desprecio.

—Entonces vuestro honorable primo no debería comandar la vanguardia, caballero Heinrich, ya que si ahora nos faltan víveres es porque él saqueó las aldeas antes de nuestra llegada e incineró las provisiones existentes allí.

Heinrich von Hettenheim cerró los puños.

—A mi primo no le interesa si el emperador recupera la corona de Bohemia o no; lo único que le importa es regresar de esta guerra siendo un hombre rico. Espero que Dios sea lo suficientemente justo como para denegarle el hijo varón que tanto ansia.

Aquello había sonado como una plegaria, y Marie, que sabía que el caballero Heinrich albergaba secretas esperanzas de que la herencia de Falko fuera a parar a sus hijos, lanzó una carcajada cristalina.

—Mientras siga casado con la señora Huida, su deseo de concebir un heredero hará que se convierta en padre de muchas mujeres, de modo que algún día podréis acceder a su herencia.

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