La dama del castillo (56 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Marie sacudió la cabeza, riendo.

—Dispongo de una protección mucho más eficaz que la brujería. Bien sabes que yo me encontraba en Constanza cuando Jan Hus fue asesinado y que recibí su bendición. Si llegas a hacerme algo, le rezaré al gran mártir para que te castigue.

Hasta el momento, el nombre de Jan Hus siempre la había protegido, y esta vez Przybislav también se estremeció cuando ella nombró al santo, se persignó y pronunció una breve oración antes de desaparecer entre las carretas.

A Marie, la cadena del Lom, por cuya estribación estaban avanzando, le recordaba un poco a su Selva Negra natal, aunque las montañas boscosas aquí eran más bajas y, sobre todo, no parecían tan interminables. Sin embargo, tanto aquí como allá había múltiples peligros que acechaban a los viajeros desprevenidos. El camino que seguía la expedición atravesaba laderas escarpadas llenas de torrentes de aguas que se precipitaban al vacío, convirtiendo el suelo del valle en un arroyo pantanoso. Como los animales de tiro estaban encajados hasta el estómago dentro de las aguas heladas, las mujeres tenían que llevar al hombro los alimentos y el resto de las piezas de armadura mientras los guerreros empujaban los carros y los sacaban con gran esfuerzo de los peores fondos.

Por la noche, cuando volvieron a alcanzar llanuras secas, sólo unos pocos miles de pasos los separaban de su meta. Pero como ya estaba oscureciendo, Vyszo tuvo que hacer acampar a su ejército con gran disgusto. Marie escuchaba con un solo oído las quejas e insultos de los hombres, ya que tenía que ocuparse de Helene, que ya no podía mantenerse en pie. Cortó ramas de abedul medio secas para hacerle un lecho más tibio donde su amiga pudiese pasar la noche. Helene se envolvió en su piel de oveja, se puso la manta más fina sobre la cabeza y los hombros y le apartó la mano a Anni cuando ésta se acercó a ofrecerle un cuenco con guiso. Pero Marie no estaba dispuesta a dejar tirada a Helene, así que le quitó a Anni el cuenco de las manos y comenzó a alimentar a la enferma ella misma. Cuando el cuenco hubo quedado vacío, Marie le palmeó la mejilla.

—¿Ves como si has podido comer? Verás como tener algo caliente en el estómago también le hará bien a tus pulmones.

Helene le cogió las manos y se las apretó con fuerza.

—Eres tan buena conmigo.

—Tú también harías lo mismo por mí. Bueno, y ahora, a dormir, así recuperarás fuerzas.

Marie la ayudó a meterse dentro del abrigo y la manta y luego regresó junto al fuego. Un par de guerreros estaban sentados en ronda, cantando en voz baja una melancólica canción acerca de una muchacha hermosa y un pastor que se amaban y que al fin volvían a encontrarse después de atravesar grandes peligros. Marie tuvo la sensación de que no pocos taboritas añoraban en su interior poder vivir en paz. Pero mientras hombres como Vyszo y Prokop llevasen la voz cantante, y mientras los predicadores de Tabor llamaran a los husitas a emprender la guerra santa contra la Iglesia romana, ninguno de ellos tendría la oportunidad de cambiar el mangual por el arado.

Marie se sacudió esos pensamientos enseguida, ya que no podía ponerse sentimental. En esas tierras estaban ocurriendo cosas que se le iban de las manos hasta al mismísimo emperador y, dadas las circunstancias, lo único que restaba era preocuparse por sí misma y tratar de sobrevivir. Con un gesto brusco les dio la espalda a los que cantaban y fue a buscar su manta al coche. La lana estaba fría y húmeda aunque había estado bajo un toldo, y cuando se envolvió en ella tardó un buen rato en sentirse lo suficientemente tibia como para poder conciliar el sueño. Aquella noche volvió a soñar con Michel por primera vez después de muchos meses. Lo vio enfundado en un abrigo de piel de lobo, sentado en una torre provista de almenas, levantando la vista para mirar las estrellas. Bajo el resplandor del farol que tenía al lado, su rostro parecía triste y perdido, y ella creyó sentir que el corazón de él estaba llamándola. Cuando se despertó a la mañana siguiente, se quedó tendida un rato . más para retener los ecos de aquel rostro de su sueño. Finalmente, Anni le tiró de la manta, señalando la marmita tapada y subrayando con un gesto enérgico la palabra «desayuno», que su boca formaba en dos idiomas.

—¡Ya va, pesada!

Marie se levantó gimiendo, al tiempo que estiraba sus miembros agarrotados, añorando una buena almohada de plumas blandas y un colchón gordo de crin, o al menos una bolsa de paja de avena para la noche. Suspirando, recordó la hermosa y cómoda cama que tenía en Rheinsobern, aunque lo que más deseaba era una gran tina con agua tibia para quitarse toda la mugre que tenía pegada.

En el ejército de los husitas apenas si había posibilidades de darse el lujo de lavarse. Las mujeres que se dirigían al arroyo para asearse junto a la orilla detrás de un arbusto corrían inmediato peligro de que algún hombre las tendiera boca arriba. Marie prefería el tufo ya bastante penetrante que compartía con Anni, Helene y la mayoría de las otras mujeres antes que arriesgarse. Antes de repartir el desayuno, se lavó las manos y la cara en una tinaja de agua que le había traído uno de los hombres. A cambio, el hombre se vio recompensado con un trozo de morcilla del doble de tamaño que el de los demás.

Esta vez partieron en cuanto los espías enviados por Vyszo regresaron, y muy pronto llegaron a un claro grande. Al principio sólo advirtieron un par de pequeños campos sembrados que el año anterior aún debían de haber dado sus frutos, pero después vieron alzarse el castillo frente a ellos, coronando la estribación más norteña del Lom. A primera vista, aquella fortaleza parecía más pintoresca que amenazante, de modo que Marie la examinó detenidamente para calcular su capacidad defensiva. Falkenhain tenía un diseño extremadamente simple que, de acuerdo con sus conocimientos, era prácticamente imposible de hallar en otra parte del imperio, y un punto débil era la ausencia de una barrera exterior. Había un solo patio, de modo que, una vez conquistada la puerta, el enemigo podía atacar los edificios. Los muros y la torre de entrada parecían estar en tan buen estado como el palacio cuadrado que se encontraba en el centro de las instalaciones. El castillo parecía haber sido arreglado hacía poco, y dentro de ese arreglo se habían levantado considerablemente las murallas y las torres. Incluso en algunos sectores todavía estaban trabajando, ya que la corona de almenas aún tenía agujeros, y en algunas partes se elevaban andamios desde el interior que asomaban por la pared.

La llegada del ejército taborita no pasó desapercibida. Marie vio que algunas personas corrían hacia el gran portal y desaparecían allí dentro, luego se cerraron las hojas de la puerta, chapadas en metal, y detrás de las almenas comenzaron a apostarse los guerreros.

—¡Mirad, este Sokolny realmente quiere oponernos resistencia! —exclamó uno de los guerreros, riendo. Luego se paró en la carreta y comenzó a mover su mangual, aullando. En el ínterin, los subalternos y los guardias de Vyszo habían abierto filas, buscando los mejores lugares para acampar. Como querían acorralar el castillo sin dejar ningún espacio libre, había que formar un círculo prácticamente inexpugnable con todas las carretas. Cuando les dieron la señal para avanzar, el conductor de Marie azotó por última vez a su potrillo, guiándolo a través del suelo ablandado de la pradera hasta llegar al lugar que uno de los guardias le había asignado. Allí se bajó, puso las zapatas de freno y desenganchó. Marie se limpió en una mata de pasto los zapatos de madera, completamente embarrados, y fue a buscar al carro los utensilios para cocinar. Aunque los hombres estuviesen atareadísimos preparándose para el sitio, no por ello se olvidarían de la comida.

Capítulo XII

No había un solo hombre ni una sola mujer en la tropa del caballero Heinrich que no deseara mandar al diablo a Marek Lasicek. El checo los había llevado hacia el este a través de unos senderos que únicamente una cabra podría haber considerado transitables, y la mayor parte del tiempo daba la sensación de que estaba conduciéndolos a la buena de Dios a través de los tramos del bosque más inaccesibles que pudiese haber encontrado. Constantemente tenían que estar apartando árboles caídos del camino, temblando de miedo de que alguna patrulla husita oyera sus golpes de hacha; sin embargo, como por obra de un milagro, no se toparon absolutamente con nadie. Aunque eso tampoco fue mucho consuelo, ya que el matorral por el que tenían que abrirse camino parecía consistir únicamente en púas y espinas afiladas, y cada vez que tenían la oportunidad de utilizar algo que pudiese asemejarse a un camino, las ramas que colgaban atravesadas y los árboles caídos los volvían locos.

La tropa había partido de Núremberg con ciento setenta hombres, ya que a los palatinos del caballero Heinrich y a los suizos de Sprüngli se les habían sumado otros sesenta soldados de infantería enviados por los capitanes del emperador. Al principio, el caballero Heinrich se había alegrado de que llegaran refuerzos, pero bastó un solo día para que empezara a maldecirlos, ya que era evidente que le habían endosado a los mayores pelmazos y revoltosos de todo el ejército imperial.

Algunos de ellos desaparecieron a los pocos días, pero los líderes habían tomado esas deserciones más bien como un alivio. La única que se había enfadado por ello era Theres, ya que les había vendido a dos de ellos alimentos y camisas nuevas de fiado. Aleccionada por la experiencia, al resto de los soldados comenzó a cobrarles antes de entregarles la mercancía. Sin embargo, esto no impidió a los siguientes desertores gastar parte de su dinero de bolsillo para adquirir aquellas cosas que necesitaban para sobrevivir un par de días en los bosques.

Al final sólo había quedado alrededor de la mitad de los supuestos refuerzos con la tropa, pero después de una ardua marcha de más de tres semanas se confabularon contra el resto de los soldados. Habían tenido que superar cuestas tan escarpadas que se habían visto obligados a enganchar a todos los animales a un solo carro e incluso así necesitaban al menos una docena de guerreros para empujarlo y sostenerlo hasta que el vehículo llegaba intacto a la cima de la colina. Al otro lado de la loma, sujetaban los vehículos con sogas y los bajaban por medio de cabrestantes, ya que ninguna zapata de freno del mundo habría podido frenarlos. Eva, Theres y los bagajeros tuvieron que quedarse sentados en el pescante de sus vehículos y temblaban de miedo, ya que sabían de accidentes anteriores que, si las sogas se cortaban, se estrellarían con carreta y todo al pie de la ladera escarpada. Para hacer esas maniobras, Eva dejaba a Trudi al cuidado de Michi o bien del hidalgo Heribert, y ellos cargaban a la niña sobre los hombros hasta pasar el tramo peligroso. A pesar de todos los esfuerzos, el camino había castigado tanto las carretas que poco a poco fueron teniendo que dejar más de la mitad de ellas y sacrificar a los animales heridos.

Cuando Marek le anunció a Heinrich von Hettenheim que por fin habían dejado atrás los bosques de Bohemia y que ya estaban cerca de su destino, en la tropa volvió a sentirse por primera vez algo así como alegría. El caballero alzó a Trudi, algo que casi nunca hacía, y le dio unas ciruelas pasas de las provisiones de Eva.

—Te las has ganado en buena ley, pequeñita, ya que en esta marcha has sido más valiosa para nosotros que nuestra bandera.

Marek contempló a la niña con gesto de reconocimiento.

—En eso tenéis razón, señor caballero. Nos ha hechizado a todos, haciéndonos olvidar lo arduo del camino.

Heinrich von Hettenheim se rio con sorna.

—Ahora ya puedes admitir que te has guiado solo por el olfato para conducirnos a tu patria, Marek, ya que este camino jamás puede haber sido transitable.

—¡Sí que lo era! Antes, este camino solía ser muy transitado por caminantes, no así por vehículos de tiro. Los canasteros de Bohemia lo utilizaban para transportar sus mercancías al Alto Palatinado y a la Alta Franconia. Mi cuñado una vez me llevó con él y me mostró el camino. Por aquí terminó huyendo con mi hermana de los taboritas, aunque no les sirvió de mucho. Se afincaron en el siguiente pueblo en dirección al oeste, en una región en la que la gente había permanecido fiel al rey Segismundo, pensando que allí estarían seguros. Pero poco después fueron asesinados durante un ataque sorpresa.

El rostro de Marek reflejaba odio y dolor.

—Por lo que hemos oído, parece que los husitas no perdonan ni a su propia gente.

Marek apretó los puños. .

—Es cierto, pero en su caso no fueron los husitas los que arrasaron con la región, sino la gente de vuestro primo Falko. A ése no les importa si los que mata son fieles al rey o partidarios de Hus. He hablado con algunos sobrevivientes y no quiero ni pensar lo que los alemanes le hicieron a mi hermana antes de matarla.

—Conozco a mi primo lo suficientemente bien. —El caballero Heinrich mostró los dientes y volvió a poner a Trudi en el suelo—. Anda, cariño, ve con la tía Eva.

—¿No más ciruelas pasas? —preguntó la pequeña con desilusión.

—Oh, perdona, las había olvidado por completo. —El caballero le puso en la mano la bolsita de lienzo, en cuyo interior aún quedaba al menos una docena de ciruelas—. Pero no te las comas todas de golpe. Si lo haces, tendrás que ir con demasiada frecuencia a la hierba, y entonces la tía Eva se enojará porque tendrá que detenerse muchas veces, y yo también me enojaré porque no podremos avanzar.

—Sólo un par —prometió Trudi, alejándose con la agilidad de un cervatillo.

El caballero Heinrich se quedó mirando a Marek, cerró los ojos como si estuviese intentando espantar alguna imagen terrible y luego soltó una amarga carcajada.

—A ninguno de mis enemigos lo odio tanto como a mi primo. Pero uno no puede elegir a sus parientes...

Marek asintió con la cabeza, comprensivo, miró hacia el este, donde estaba el castillo de Sokolny, y expresó su esperanza de llegar en menos de dos días.

—Me alegro de regresar a casa, aunque allí nos esperen los verdaderos peligros. Vuestra llegada le dará alas al valor de mi gente.

Heinrich alzó los hombros.

—Temo que estarán decepcionados, ya que seguramente esperarían una ayuda mucho más contundente que el par de siervos de infantería que les traigo.

Marek alzó las manos en señal de rechazo.

—Cualquier ayuda es bienvenida para nosotros, y tal vez vuestros hombres sean los responsables de si logramos conservar Falkenhain o no.

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