Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
El conde Ottokar cerró los puños y lanzó una maldición.
—¡La culpa la tiene ese maldito de Vyszo! Ese estúpido campesino odia a todos los nobles y si fuera por él nos masacraría a todos, igual que a los alemanes.
Marie alzó las manos con gesto interrogador.
—No lo entiendo. Vosotros sois compatriotas y ambos honráis al mártir Jan Hus.
—Yo soy de la nobleza, es decir, soy alguien que aprendió a usar su entendimiento en lugar de gritar todo el tiempo como un energúmeno. Además, pertenezco a la noble unión de los calixtinos, y no a esa banda de amotinados con olor a estiércol que se hacen llamar taboritas. Si fuera por esa chusma, nadaríamos en la sangre de nuestros vecinos y viviríamos de lo que pudiéramos acaparar con nuestros asesinatos y matanzas hasta que no quedase nada más que saquear. A todo esto, nuestro país está hundiéndose porque ya no hay suficientes manos que trabajen la tierra, y sin embargo los líderes taboritas siguen reclutando cada vez más hombres. Hace mucho tiempo que ya no les interesa ni nuestra fe ni la libertad de nuestro pueblo, sino sólo su poder personal. —Ottokar Sokolny apoyó la frente contra el poste que se erguía en medio de la choza para sostener el techo, y fijando la vista más allá del borde de la madera, contempló a Marie con gesto sombrío. Te agradezco la advertencia. Pero ahora deberías irte antes de que anochezca. Hay demasiados canallas en este ejército, y no quisiera que alguno de ellos te arrastrara a su choza y abusara de ti contra tu voluntad. Lamentablemente, no todo el mundo respeta a una mujer bendecida por nuestro santo.
Marie terminó de beber su vaso, hizo una reverencia y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Sokolny se quedó un instante mirando la nada y luego descargó un puñetazo contra el poste.
—Ya me temía que esto iba a suceder.
Ludvik volvió a llenar el vaso y se lo alcanzó a su señor.
—¿Y ahora qué haremos? Si Prokop el Pequeño llega a marchar con su ejército contra el castillo, Falkenhain no podrá mantenerse en pie.
—Sólo queda una salida: Václav debe ponerse de nuestro lado de inmediato y sumarse a nosotros con algunos de sus guerreros. Mis amigos y yo disponemos de influencia suficiente, y ni Prokop el Pequeño ni Vyszo podrán ignorarla.
—¿Cuándo partiréis hacia Falkenhain?
El conde Ottokar meneó la cabeza.
—Yo no partiré, mi buen Ludvik. Debo permanecer aquí para mantener la situación bajo control y tomar parte en el consejo de guerra. Tú viajarás al castillo de mi hermano en mi lugar y lo harás recapacitar. Dile que necesitamos el apoyo de todos los hombres honestos para refrenar la influencia de los taboritas. Si no logramos domesticarlos, terminarán por ahogar nuestra hermosa tierra bohemia en su propia sangre.
Ludvik exhaló un gemido.
—Es un asunto serio viajar solo a casa en esta época del año, pero tendrá que ser así. Sólo espero no terminar sirviendo de alimento a los osos y los lobos por el camino.
Sokolny palmeó a su sirviente en el hombro, riendo.
—Si hay alguien que puede lograr llegar a Falkenhain con este tiempo, ése eres tú, mi buen Ludvik. ¡Tú sabrás cuidarte bien y no olvidarás que te necesito!
—No os libraréis de mí tan fácilmente.
Ludvik fingió bromeando una mueca ofendida y, a pesar de la hora, comenzó a preparar la ropa y el equipamiento para el viaje.
Michel llevaba ya tres inviernos en Falkenhain y, sin embargo, la sensación de que no pertenecía a ese lugar aumentaba cada vez más en su interior. La causa de ello no podía ser Sokolny, que lo había incorporado en el círculo de sus colaboradores más estrechos, convirtiéndolo en su mayor hombre de confianza, ni tampoco el resto de los habitantes de Falkenhain, que lo trataban con suma cortesía y respeto, como si se hubiese criado allí. Era como si algo en su interior quisiera desgarrar desde dentro el velo que cubría su pasado, pero el resultado no eran más que pesadillas y un anhelo casi insaciable por la mujer llamada Marie. Cada vez que sus deberes se lo permitían, se enfundaba en su abrigo de piel de oveja, se sentaba en la soledad ventosa de la torre albarrana a meditar sobre las imágenes de sus sueños, que parecían ser espectros de su vida pasada. Lo único que recordaba claramente después de todo ese tiempo era un gran río por el que pasaban unos barquitos chiquitos que parecían de juguete, como si él los estuviese observando desde lo alto de una colina. Seguramente, él habría viajado por aquel río en algún momento, y no sólo una vez, ya que recordaba hasta el sonido de las olas rompiendo contra las planchas de madera de un barco. Sin embargo, no podía precisar de qué río se trataba, ya que al preguntar le habían nombrado el Elba, al que los lugareños llamaban Labe, y el Danubio, pero ninguno de los dos nombres le había despertado más imágenes.
Cuando el grito del guardián lo arrancó de esas consideraciones, notó que tenía los dedos casi congelados a pesar de los guantes gruesos forrados en piel. Se puso de pie y comenzó a mover sus miembros para volver a entrar en calor mientras miraba hacia la calle que conducía al castillo asomándose por el borde de las almenas que coronaban la torre. Entonces vio a un jinete que iba subiendo la cuesta con su caballo, que trastabillaba de agotamiento a pesar de su vigor, ascendiendo lentamente por el sendero sinuoso que conducía al castillo. El hombre tenía una apariencia deforme, como si llevase varias capas de piel de oveja superpuestas, y en la mano portaba una pica, como si cabalgara hacia una lucha. Michel pensó que si se ponía en camino en esa época del año debía de tratarse de un trastornado o de un fugitivo. Corrió a las escaleras, cogió la soga dispuesta para no resbalarse por los escalones congelados y se apresuró a bajar.
Huschke, el vigía, había llegado antes que él y lo miró con gesto interrogante. Ante una seña de Michel, apartó de su anclaje la pesada viga que trababa la puerta y abrió la puerta izquierda. Michel desenvainó la espada, pero volvió a guardarla en su estuche de inmediato al ver que el hombre no representaba peligro alguno. El jinete estaba por lo menos tan al límite de sus fuerzas como su caballo, que se quedó parado en medio del patio del castillo con las patas temblorosas. Michel se acercó al hombre, le arrebató la pica de las manos ateridas y lo apeó de la montura.
Mientras lo sostenía, llamó a un sirviente, que se asomó curioso por la puerta de la caballeriza.
—¡Jindrich, ocúpate del caballo! Yo ayudaré a nuestro huésped a entrar. —Luego señaló hacia las escalinatas—. Vamos, amigo. Te sentarás junto al hogar, beberás uno de los tragos calientes de Wanda y volverás a ponerte de pie muy pronto.
—Pero que por favor no escatime la cerveza —respondió el otro con una sonrisa lastimera.
En ese momento, Michel lo reconoció.
—¡Ludvik! No me digas que tu señor aún está allá fuera con semejante frío.
—No, he venido solo. Debo hablar de inmediato con el señor Václav para ponerlo sobre aviso.
Con la segura sensación de que más valía un gesto que mil palabras, Michel tomó a Ludvik por las axilas y lo arrastró hacia la cocina. Wanda, la cocinera de Falkenhain, estaba ocupada amasando unas albóndigas, por lo que contempló irritada a los intrusos que habían osado entrar en su reino. Sin embargo, al ver al recién llegado acercarse tambaleando, temblando y morado de frío, se llevó las manos a la cabeza y corrió a la cocina, donde siempre tenía preparada una olla con cerveza aromática caliente para aquellos que debían trabajar a la intemperie.
—¡Anda, bebe! —le exigió enérgicamente al hombre, llevándole a los labios un vaso humeante.
Ludvik puso las manos alrededor del vaso y dejó que su contenido se deslizara por su garganta con inmenso deleite. Después se secó algunas gotas que se le habían derramado en la barba.
—¡Hum, esto sí que viene bien! Después de tres días de cabalgar con este frío y encontrar refugio sólo una noche en un granero medio derruido, éste es el saludo de bienvenida perfecto. ¡Cómo me regocijaba pensando en esta bebida! Mientras venía cabalgando hacia aquí, lentamente iba perdiendo las esperanzas de poder llegar. Todos los pueblos y las pequeñas ciudades de mi juventud han sido arrasados, y al acercarse no se ven más que cadáveres. Ha sido como cabalgar por el infierno.
—¡En eso han convertido Jan Ziska y sus secuaces nuestro hermoso país! —tronó detrás de ellos la voz del conde Sokolny. Se había enterado de la llegada de Ludvik a través de los guardias, y supo de inmediato dónde hallaría a aquella visita inesperada. Se paró junto a Michel y bajó la vista para observar al siervo de armas de su hermano, que se había desplomado en una silla y observaba al señor del castillo con gesto desencajado.
—Perdonad, mi señor, que no os salude con el respeto que os debo, pero es que mis piernas se niegan a responderme.
—Está bien, Ludvik. Alguien capaz de transitar el camino hacia Falkenhain con semejante frío tiene ganado el derecho de permanecer sentado en mi presencia. —Sokolny lo palmeó en el hombro, tranquilizándolo, acercó una silla y contempló a Ludvik con gesto preocupado—. Ahora dime, ¿qué diantres ha llevado a mi hermano a poner en juego tu vida? Sé muy bien cuánto te aprecia.
Ludvik sonrió, cohibido. Después apretó los labios, al tiempo que dirigía una mirada vacilante a Wanda y a sus criadas, que simulaban estar muy ocupadas trabajando cerca de él y aprovechaban para aguzar el oído.
—Traigo noticias, pero no son nada buenas.
El conde hizo señas a Wanda para que se le acercara y señaló con un gesto al sirviente y a Michel.
—Sírvenos tres cervezas, llévate a tu mujerío y déjanos solos.
Wanda se resistía a que la echaran, y se quedó murmurando indignada mientras llenaba los vasos de cerveza caliente.
—¿Qué sucederá con las albóndigas, señor? Si se ponen muy duras, la gente se enfadará.
—Si se enfadan, envíamelos a mí. Y ahora, ¡fuera! —El conde se quedó esperando impaciente a que las mujeres cerraran la puerta y luego miró a Ludvik, invitándolo a que hablara—. ¿Qué ha sucedido?
—Mi señor me manda a pediros otra vez encarecidamente que os unáis a él y al resto de los calixtinos para ayudar a refrenar la influencia de los taboritas. Dijo que de otro modo no os podrá seguir protegiendo. Prokop el Pequeño y sobre todo el tal Vyszo ansian poder aniquilaros, y están planeando atacar vuestro castillo en el transcurso de este mismo año, probablemente después de invadir Silesia.
Ludvik miró a Sokolny con gesto de súplica, pero Sokolny gruñía tan disgustado como un viejo perro guardián.
—Ottokar es un insensato si cree que podrá ayudarme de ese modo. Una vez que esos canallas le hayan tomado el gusto a la sangre, no se detendrán hasta ahogarse en ella. Atacarán Falkenhain, no importa si yo declaro nula mi fidelidad a Segismundo y me uno a los calixtinos o no.
Michel, que había estado escuchando en silencio, compartía la opinión del conde. Después de todo lo que había podido escuchar tenía muy claro que los husitas, sobre todo los taboritas, no dejarían con vida a nadie a quien consideraran su enemigo. Lo único que le sorprendía era cuánto se había abierto ya la brecha entre ambas agrupaciones rebeldes, y pensó que probablemente ése sería el principio del fin de los husitas. Al mismo tiempo era consciente de que de todos modos podían llegar a transcurrir muchos años antes de que se terminara de sofocar aquel incendio en los confines del imperio. Y, entretanto, Falkenhain pasaría a ser un cementerio más, igual que el resto de las tierras circundantes.
—Comparto vuestra opinión, señor conde. Esos taboritas vendrán igual, no importa si os unís a los calixtinos o no. Debemos estar preparados para cuando nos ataquen.
Una sonrisa amarga asomó a los labios de Sokolny.
—Hace años que vivimos esperando el día en que sus hordas avancen hacia Falkenhain, aun cuando deseáramos que ese día no llegase nunca.
De las palabras del conde se desprendía tal desaliento que Michel cerró los puños, irritado.
—No sirve de nada quedarnos temblando de miedo a la espera de que el enemigo nos ataque. Deberíamos pensar qué posibilidades tenemos de dar la vuelta a esta situación.
Sokolny alzó las manos en un gesto de impotencia.
—¿Y cuáles serían esas posibilidades?
—Podríamos comenzar a reforzar la muralla oriental y levantar la altura de la torre de entrada —propuso Michel—, o bien poner todas las carretas en condiciones, cargar lo estrictamente necesario y abrirnos paso hasta llegar al imperio. Con un poco de suerte, podremos lograrlo.
Ludvik lo contradijo, alterado.
—¡Por todos los cielos, no hagáis eso! Seréis demasiado lentos con tantas mujeres y niños. Los taboritas os alcanzarían enseguida y os masacrarían.
—Entonces sólo nos queda luchar y confiar en la misericordia de Dios. Tal vez halléis amigos que estén dispuestos a apoyaros.
Michel intentó sonar más confiado de lo que se sentía.
Sokolny meneó la cabeza con tristeza.
—¿Qué amigos? ¿No has oído lo que acaba de contar? Todos los lugares y los castillos de los alrededores han sido incendiados. El único que todavía puede ayudarnos es el rey Segismundo.
—¡Entonces exigidle que os envíe refuerzos!
Las palabras de Michel resonaron como latigazos en la bóveda.
El conde se quedó mirándolo fijamente unos instantes, como si estuviese intentando leerle la mente, pero luego asintió y enderezó los hombros.
—Esa idea merece ser discutida. Llama a Feliks, a Marek y a los otros capitanes al salón para que podamos deliberar. ¡No, al salón no! Iremos a la habitación de la torre, ya que no quiero que nuestra gente se entere de que estamos en la cuerda floja. Ludvik, ¿te sientes con fuerzas suficientes como para darnos un informe detallado?
Ludvik asintió, solícito.
—Por supuesto, señor conde. Sólo necesito un vaso de cerveza lleno y ponerme algún bocado entre los dientes, y luego podréis saber de mí todo lo que mi señor y yo hemos podido oír acerca de los planes de los taboritas.
—¡Estupendo! Haz que Wanda te dé algo... o mejor, ¡acompáñame! Me encargaré de que nos sirvan algo de comer allá arriba.
El conde se dirigió hacia la puerta, la abrió y llamó a las mujeres. Wanda retrocedió solemnemente al verlo. Su rostro compungido delataba que había estado espiando la conversación.
—¡Espero que sepas mantener la boca cerrada! —le dijo el conde en voz baja pero con énfasis. Después de que la cocinera asintiera atemorizada, señaló con el pulgar hacia abajo—. Ahora puedes volver a ocuparte de tus albóndigas. Y envíame un par de criadas con pan y carne asada para nueve personas a la habitación de la torre.