La dama del castillo (46 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Losen se quedó contemplándole los senos, se puso la mano entre las piernas y gimió de lujuria.

—¡Vamos, Falko, apúrate, ya no aguanto más!

El caballero Falko lo miró con una sonrisa socarrona.

—Supongo que podrás aguantar hasta que haya acabado con esta ramera, amigo.

Después se manoseó la bragueta y extrajo su miembro. Marie supo que ya no había escapatoria. No le quedaba más remedioque volver a hacer suyas las enseñanzas de sus años errantes e intentar vivir aquello como si le estuviese sucediendo a otra persona. Relajó su cuerpo hasta sentirlo como un saco sin huesos, y cuando el caballero la penetró de una violenta embestida, no pudo gozar del triunfo de ver dolor en su rostro u oírla gritar.

Gunter Von Losen contemplaba la escena con ojos lujuriosos, pero luego descubrió a Anni, que se abrazaba a la carreta llorando en silencio, y esbozó una sonrisa maligna.

—Tómate tu tiempo, Falko. Mientras sigas ocupado con Marie, le clavaré mi estaca a la pequeña.

Marie lo oyó a pesar del estado de semidesmayo en el que se encontraba y lanzó un grito furioso.

—¡Dejad a Anni en paz! Está herida, y además es sólo una niña.

Losen no le prestó atención, sino que arrastró a la muchacha lejos de la carreta con un comentario obsceno y le arrancó la túnica del cuerpo. Sin ninguna clase de consideración por sus heridas, la obligó con un brutal empujón a acostarse boca arriba y le separó las piernas.

En ese momento, una ola de odio atravesó el cuerpo de Marie, que deseó tener mil manos para poder despellejar a esos hombres que aullaban a voz en cuello de lujuria. Embebida en su deseo de matar, apenas si notó que el caballero Falko había acabado después de unas últimas y brutales embestidas y ya se apartaba de su cuerpo. Sin embargo, en su rostro no había satisfacción, sino más bien decepción. Se había imaginado miles de veces la sensación de sentir el cuerpo de la mujer de Michel Adler bajo el suyo. Sin embargo, a diferencia de las muchachas de los pueblos bohemios que habían saqueado, ella no había gritado ni se había resistido con desesperación, sino que se había quedado inerte debajo de él como si fuese un animal muerto. Ahora sentía que le habían arrebatado el triunfo y rechinaba los dientes con furia. Alargó la mano tanteando el puñal para al menos encontrar alguna satisfacción matándola, pero entonces miró a Losen, que en ese momento llegó al éxtasis bramando como un toro.

—¿Vas a clavarte a la hembra de Michel también o ya tienes suficiente?

—¡Claro que lo haré! La pequeña no fue más que el plato de entrada.

—¡Entonces haz lo que tengas que hacer! Pero pobre de ti si te olvidas de cortarle el cuello cuando acabes. Yo iré adelantándome y llevaré a nuestra gente al trote. Para mi gusto, hay demasiados de esos malditos bohemios rondando la zona.

Falko se volvió con un gesto de asco y se dirigió hacia su caballo. Durante un momento, vaciló entre irse o quedarse a ver lo que hacía Losen con la ramera. Pero luego se dijo que, al igual que él, su amigo tampoco podría hacer gritar a la mujer de Adler, y se alejó cabalgando.

Losen se incorporó, cogió la túnica de Anni y se limpió del miembro la sangre que se había derramado al desvirgarla. La niña se hizo un ovillo y se quedó sollozando en silencio mientras Marie yacía en el suelo como un arco tenso, a punto de quebrarse. Pocas veces había estado tan cerca de la muerte, y sabía que necesitaría mucha suerte para salir con vida de los próximos instantes. Su mirada buscó el puñal que el caballero Falko le había birlado de la mano, y lo encontró tirado en el suelo, a pocos pasos de donde ella estaba. Antes de que pudiera arrastrarse hasta allí para asirlo, vio que Gunter Von Losen se le acercaba con la bragueta abierta. Losen frotaba su miembro con la túnica ensangrentada para volver a tener una erección.

—Si me haces gozar mucho, tal vez te perdone la vida —dijo con una sonrisa burlona.

Marie se dio cuenta de que mentía. Siempre había sido un fiel acólito de Falko Von Hettenheim y jamás desobedecería una orden de él. Marie comenzó arrastrarse hacia atrás, gimiendo y alejándose de él como si le temiera, y así fue acercándose cada vez más a su pequeño puñal. Losen la siguió, consciente de su superioridad viril, mientras decidía que la tomaría tantas veces como su verga estuviese dispuesta a penetrarla y que la última vez le quebraría la nuca. Embebido como estaba en esos pensamientos, no prestó atención a la mano de Marie, que tanteaba el suelo hasta cerrarse en torno a un objeto pequeño, sino que se paró con ambos pies entre sus piernas, se inclinó sobre ella y le apretó los senos, ardiendo de deseo.

Marie se llevó las rodillas al cuerpo y lo golpeó con todas sus fuerzas. Su talón dio justo en él nacimiento de los testículos y el pene. El hombre soltó un gemido ahogado, se tomó el bajo vientre y comenzó a tambalearse hacia atrás. Marie se incorporó con un movimiento serpentino y antes de que él pudiera atinar a defenderse le clavó el cuchillo en la garganta.

Losen abrió la boca para gritar, pero se precipitó al suelo antes de poder emitir sonido alguno, envuelto en una catarata de sangre.

Marie retrocedió hasta su carreta y sacó el hacha con manos temblorosas. Sin embargo, al acercarse al caballero blandiendo el hacha comprobó que estaba muerto. Escupió a su lado y luego se volvió hacia Anni, que estaba acurrucada cerca de allí, temblando, estrujándose el dolor con unos extraños sonidos que dejaba escapar de su garganta... los primeros sonidos que Marie le oía.

—Ven, déjame ayudarte—le dijo, apartándole las manos, que la niña tenía aferradas al pubis, para poder revisarla. Los muslos de la pequeña estaban manchados de sangre, pero por suerte no había sangre fresca brotándole de la vagina. Marie se subió a la carreta, buscó dos trapos y los humedeció en agua en una de las dos vasijas que contenían agua potable—. Toma, lávate bien ahí abajo —le ordenó a Anni, poniéndole un trapo en la mano. Con el otro se limpió su propio pubis para quitarse los restos de sudor y de esperma, y controló que la niña hiciera lo mismo. Luego volvió a trepar a la carreta, revolvió en las provisiones medicinales de Hiltrud y extrajo un pequeño pote con ungüento y una bolsita con hierbas secas—. Ahora ponte este ungüento en el agujero, ¿entiendes? Hará que se te curen las heridas que ese hombre te provocó. Y luego tienes que masticar estas hierbas. —Marie metió la mano en la bolsa, extrajo un par de hojas y tallos secos y se los metió a Anni en la boca. Como la niña amagara con escupir esa cosa con gusto a bilis, Marie le cerró la boca—. ¿Acaso quieres tener una criatura de ese canalla? ¡Pues entonces mastícalo y trágalo!

Ella también cogió una buena porción y comenzó a triturarla en la boca con furia. Hacía años que había dejado de usar ese método, y sin embargo la había mantenido estéril hasta que bebió el jugo que Hiltrud le preparara. Ahora probablemente destruiría para siempre el sueño de darle un heredero a Michel, pero peor sería correr el riesgo de quedar embarazada de un asesino y violador de mujeres como Falko Von Hettenheim.

Maldijo en silencio al caballero y luego comprendió cuán expuestas estaban allí ella y Anni. Falko Von Hettenheim notaría muy pronto la ausencia de su amigo y enviaría a un par de hombres a buscarlo. Sin la carreta y sin los animales no podría llegar demasiado lejos con la niña herida. Tendría que esconderse en el bosque con Anni y aguardar allí hasta que la niña pudiera caminar bien para entonces dirigirse en dirección al oeste hasta dar con algún territorio habitado. El corazón de Marie se retorció de dolor cuando pensó en su hija, de quien se alejaba a cada paso que daba, y tuvo que dominarse para no darle un par de puntapiés más al cadáver de Losen, Le costó mucho volver a encauzar sus pensamientos hacia lo imprescindible y dirigirse hacia Anni.

—Ven, pongámonos ropa limpia y larguémonos de aquí.

Se subió a la carreta, revolvió entre las cosas de Donata hasta encontrar una camiseta y un vestido y se los puso a Anni, quien se dejó hacer, sumisa. Se veía como una niña que se había puesto la ropa de trabajo de su mamá. Entonces Marie se quitó también el vestido desgarrado y eligió prendas que pudieran resistir algún tiempo los rigores de la vida en el bosque. Calculó qué podría llegar a servirle para la huida. Necesitaba dinero por si volvían a encontrarse con gente, pero también necesitaba algunos alimentos y al menos una muda de ropa para cambiarse. Mientras buscaba rápidamente todo lo que le parecía indispensable para sobrevivir y hacía un hatillo con todo, sus pensamientos volvieron a posarse en Trudi, y le imploró a Dios y a la Virgen que Eva adoptara a su hija y la llevara con ella hasta que llegaran seguras al imperio.

Cuando sacó los bultos del pescante y miró a su alrededor buscando a Anni casi se le congeló la sangre en las venas. Una media docena de guerreros estaban reunidos alrededor de los bueyes con gestos sombríos, mientras que Anni se había aferrado a la rueda delantera izquierda de la carreta y continuaba apretándose el pubis con la mano que le quedaba libre.

Los hombres tenían otra vestimenta y otras armaduras diferentes de las de los caballeros y siervos del ejército del emperador. Solamente dos de ellos llevaban cotas de malla y yelmos, mientras que el resto estaba enfundado en corazas de cuero con placas de acero cosidas. Sus armas consistían en su mayor parte en unas espadas cortas con vainas de cuero sencillas y manguales con púas. Además, tres de ellos poseían unos arcos bien tensados, y en sus espaldas llevaban las aljabas repletas. Uno de los dos guerreros con cota de malla, que parecía ser el líder, llevaba una espada larga pendiendo de la cintura. Su mirada se había posado sobre Marie, a quien observaba más curioso que hostil, y cuando rozó con la punta del pie el cadáver de Gunter Von Losen, su rostro delgado reveló un rastro de sonrisa que hasta le daba un aspecto simpático.

—Nuestro espía ha dicho que mataste a este caballero.

El hombre hablaba alemán con un acento que Marie desconocía; sin embargo, lo entendió perfectamente y asintió sin replicar nada. No sabía cómo podían llegar a reaccionar los hombres ante la verdad y temía que toda esa horda pudiera abalanzarse sobre ella y sobre Anni. Si llegaban a oponer resistencia, las masacrarían de inmediato. Aquellos guerreros sencillos tenían cara de muy pocos amigos, como si la muerte de ellas ya fuera una decisión tomada, mientras que el otro hombre, que parecía ser el subcomandante del grupo y cuya cota de malla medio tapada por un sobretodo era absolutamente idéntica a la armadura de Michel, tal como pudo comprobar Marie con no menos horror, a juzgar por sus gestos coincidía con los demás.

El hombre increpó en checo. al que había hablado primero y le hizo el gesto de degollar.

—Déjate de hablar, Sokolny. Cortémosles el cuello a estas mujeres alemanas y llevémonos como botín lo que podamos necesitar.

Ottokar Sokolny lo midió con una mirada burlona.

—¡Matar gente y saquear! Parece que no sabes hacer otra cosa, Vyszo. En cambio, a mí me interesa saber por qué esta mujer mató a ese caballero.

—¡Pero a mí no!

Vyszo les hizo una seña a sus compañeros. Uno de ellos extrajo su espada y se dirigió hacia Anni.

A pesar de que ambos hombres hablaban entre sí en checo, Marie comprendió que se trataba de su vida y la de Anni. Como las armas no podrían salvarla, tendrían que hacerlo sus palabras. Se paró sobre el pescante para parecer más alta y se opuso extendiendo el brazo con la palma levantada al hombre que estaba amenazando a Anni.

—¡Jan Hus! Fue un gran hombre. Yo lo conocí. Estaba en Constanza cuando lo traicionaron y lo asesinaron.

Marie había soltado aquellas palabras sin tomar aire siquiera. Salvo Ottokar Sokolny, ninguno de los checos entendía alemán. Sin embargo, al oír que mencionaban a Jan Hus, todos se quedaron inmóviles.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó uno de los hombres, excitado.

—La mujer dice que estaba presente cuando mataron al maestro Hus y que lloró por él. ¿Acaso vais a matar a alguien que se profesa a favor de nuestro gran santo?

Ottokar Sokolny cruzó los brazos en el pecho, interponiéndose entre Marie y el resto de los soldados, y aquel que acababa de extender la mano en busca de Anni se quedó mirando a Vyszo, confundido.

—Que nos hable sobre la muerte del maestro Hus —le exigió uno de los guerreros.

—¡Sí, que hable también de la traición y las argucias de los alemanes!

Vyszo apretó los puños con furia. Hubiese querido matar a Marie y a Anni por su propia mano, pero seguramente sus hombres lo habrían tomado a mal. Jan Hus era su mesías, y alguien que había derramado lágrimas por él jamás podía ser su enemigo, aunque ese alguien fuera alemán.

—Nos llevaremos a ambas y decidiremos más tarde qué hacer con ellas. Ahora, fijaos si en la carreta hay algo que pueda servirnos, y luego debemos continuar, de lo contrario perderemos de vista el ejército de los alemanes.

Vyszo iba a darse la vuelta, pero entonces Sokolny, que había traducido las palabras de Marie bastante libremente para favorecerla, levantó la mano.

—Las dos mujeres serán un obstáculo para continuar.

Vyszo se volvió hacia él con un gesto irónico.

—Yo también lo creo. Por eso, tú y Ludvik llevaréis a las mujeres con el ejército —dijo, dirigiendo la mirada hacia un muchacho muy joven que estaba por debajo de él en el rango—. Los demás seguiremos tras las huellas de esos perros alemanes.

A pesar de que el tono no podría haber sido más ofensivo, Sokolny asintió, satisfecho.

—Yo también prefiero escoltarlas yo mismo antes de que envíes a dos de tus degolladores.

Vyszo respondió con un gruñido a ese comentario, y le hizo señas al resto de los guerreros para que lo siguieran. Echaron a Marie del pescante, cogieron todas las provisiones que aún quedaban en la carreta y que podían llevar cargando en la espalda y las guardaron en unos pañuelos. Luego ataron los pañuelos formando un hatillo que hacía las veces de mochila, todo a una velocidad que parecía indicar que se trataba de un procedimiento que practicaban muy a menudo. Marie abrazó a la temblorosa Anni con notable serenidad. Al parecer, por el momento las dejarían con vida, y eso era bastante más de lo que habría podido esperar de su propia gente tras la muerte de Losen.

—Todo saldrá bien, pequeña —le dijo a Anni—. Estos hombres no nos harán daño. Sólo tenemos que asegurarnos de no retrasarlos. Yo te serviré de apoyo y te ayudaré en todo lo que pueda.

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