Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Marie intentó darle una expresión de seguridad a su rostro y luego giró en dirección al hombre en cuyas manos estaba ahora el destino de ambas.
—Ya podemos partir, señor.
Ottokar Sokolny siguió con la mirada a Vyszo y a sus acompañantes y luego asintió, ensimismado.
—¿Qué le sucede a tu compañera? ¿Acaso está enferma?
—¡Herida! —respondió Marie, ocultando el hecho de que habían sido los propios compatriotas de ese hombre los que habían lastimado tan salvajemente a Anni, a pesar de que ella seguramente era checa. Pero entonces recordó que su gente tampoco era mejor que los bohemios.
—¿Es grave? ¿Puede caminar? —preguntó Sokolny, impaciente.
Marie meneó la cabeza.
—Las heridas están curándose bien. Anni sólo debe tratar de no hacer esfuerzos durante unos días para que no se le vuelvan a abrir.
Sokolny se volvió hacia Anni y le ordenó que le mostrase las heridas. Ella retrocedió asustada, de tal manera que la pierna lastimada se le aflojó de golpe y la hizo trastabillar. Marie la levantó y le sonrió para tranquilizarla.
—No tengas miedo. Este hombre no es un enemigo. Quiere ayudarnos.
—Mi nombre es Ottokar Sokolny —se presentó el hombre, y señaló hacia su acompañante, que se encontraba un poco más atrás—. Éste es Ludvik, mi siervo. Ludvik, ve a cortar un par de ramas del bosque para poder armar una camilla para la niña herida. De ese modo lograremos avanzar más rápido que si intenta ir cojeando detrás de nosotros.
Marie suspiró de alivio. Con todas las desgracias que habían caído sobre ella, una pequeñísima partícula de luz de esperanza parecía seguir brillando aún, y deseó con todas sus fuerzas que esa nueva esperanza no la abandonara en el futuro.
PRISIONERA
El viento soplaba con un silbido constante a través de las grietas de las paredes de la vieja choza, congelando el aliento en la cara. Marie se envolvió más en su pañoleta ya raída, mirando llena de nostalgia el fuego que ardía en la cocina, al otro extremo del único ambiente de la choza. Allí se habían puesto cómodas cuatro mujeres que parloteaban animadamente mientras se calentaban las manos con deleite, en tanto que Marie y el resto de las moradoras debían apretar los dientes para que no les castañetearan con tanta fuerza. Renata, la esposa del capitán taborita Vyszo y ama declarada sobre la suerte o desgracia de las mujeres en aquella choza, les hacía señas de tanto en tanto para que fueran acercándose de una en una a calentarse un rato, aunque a cambio esperaba una profusión de agradecimientos. Si los agradecimientos no le resultaban suficientemente serviles, la mujer en cuestión era privada durante horas d incluso días de aquel lugar junto al fuego.
Marie no necesitaba pensar ninguna frase aduladora, ya que a ella y a Anni jamás las habían llamado junto al fuego, y tampoco podían osar acercarse allí por cuenta propia. Para Renata y sus amigas checas, ellas dos eran una lacra, peor aún, eran dos alemanas a quienes deberían haber degollado en lugar de darles refugio y alimento en el campamento de invierno de un ejército de husitas. De haber sido por Renata, Anni y ella tendrían que haberse cavado un pozo en la nieve para guarecerse del viento helado. Si tenían un techo sobre sus cabezas era sólo gracias a Ottokar Sokolny. De no ser por la influencia del joven conde, a quien algunos fanáticos en el campamento mismo le creían hostil a causa de su origen, ninguna de las dos seguiría con vida.
Un tirón a su pañoleta arrancó a Marie de sus lúgubres pensamientos. Anni se le acercó más, ofreciéndole la punta del harapo que alguna vez había sido una manta. A pesar de las condiciones en las que vivían, las heridas de la niña habían cicatrizado, y además ella había aumentado de peso, lo cual bien podría haberse considerado un milagro teniendo en cuenta las miserables raciones de comida que les asignaban. Sin embargo, la muchacha era muy introvertida para alguien de su edad, y Marie no había vuelto a verla sonreír desde que los husitas las tomaran prisioneras. Como Anni había comenzado a emitir algunos sonidos, a Marie se le ocurrió la idea de volver a enseñarle a hablar. Su sospecha original de que la lengua materna de Anni era el checo pareció confirmarse, ya que la niña recordó las pocas palabras que Marie le dijera en esa lengua con mucha más facilidad que las alemanas, y seguramente habría aprendido su lengua materna mucho más rápido que el alemán de Marie. Sin embargo, en el campamento nadie más se esforzaba por hablar con Anni, y la muchacha se estremecía cada vez que oía el tono de voz áspero que era usual dentro del campamento, como si le recordara inconscientemente que habían sido sus compatriotas los que mataran a los habitantes de su pueblo, tal vez por haber seguido siendo católicos. Marie lamentaba que, a pesar de sus grandes esfuerzos, Anni no lograra articular más que unos balbuceos inconexos, ya que estaba ansiosa de oír una palabra amable o de aliento en su propio idioma. Si bien algunas de las checas hablaban algo de alemán, en su presencia hacían como si no entendieran nada de esa lengua.
Un hombre abrió la puerta de golpe, y junto con él entró en la habitación la tormenta de nieve y un aire aún más helado.
—¡Los líderes necesitan cerveza y alguien que los atienda! —gritó, retirándose de inmediato.
Dos mujeres se apresuraron a dirigirse a la cuba grande que estaba en un rincón y llenaron varios cántaros de aquella bebida áspera. Cuando se disponían a abrigarse y dirigirse hacia la puerta, Renata las detuvo con un grito.
—¿Por qué queréis salir al frío? ¡Que vayan las alemanas!
Antes de que Marie y Anni pudieran darse cuenta, ya les habían puesto los cántaros en la mano y las habían empujado hacia afuera. Los cristales helados que el viento transportaba se les clavaban en la piel como miles de agujas, haciéndoles casi imposible la respiración. Era típico de Renata el hecho de que no les hubiesen permitido cubrirse ni siquiera con las capas sencillas de piel de oveja que usaban las mujeres checas para resguardarse del frío cuando salían al aire libre. Marie animó a Anni con una mirada y salió corriendo para llegar lo antes posible a la choza donde los líderes husitas estaban celebrando su consejo de guerra, pero los cien pasos que tenían que caminar se transformaron en un tormento infernal. Con los dedos ateridos aferrados al asa de los grandes cántaros, después de lo que les pareció una eternidad llegaron por fin a la choza, y así pudieron resguardarse del viento y recuperar el aliento. Marie golpeó la puerta con el pie y gritó la palabra «cerveza» en checo.
Alguien abrió la puerta de golpe, y ellas entraron en medio de un torrente de aire frío que le sopló al guardia nieve y cristales de hielo en el rostro. El hombre cerró la puerta maldiciendo y señaló hacia atrás, hacia el lugar apartado donde se habían reunido los líderes del ejército. El hombre bajito y enjuto que comandaba allí podría haber residido perfectamente en un castillo; sin embargo, había renunciado a cualquier muestra de poder para demostrarles a sus campesinos que aún seguía siendo uno de ellos. Si bien su vestimenta correspondía a la de un hombre sencillo, su rostro delgado y enérgico y la mirada penetrante de sus ojos hundidos delataban por qué justamente él había llegado a ser el segundo comandante de guerra de los husitas. Habiendo sido uno de los antiguos subcomandantes del legendario Jan Ziska, había alcanzado el segundo puesto en el ejército husita, en donde tenía a un solo hombre por encima de él, que también llevaba el nombre de Prokop, pero que, a diferencia de él, llamaba la atención por su figura corpulenta y maciza, por lo que su gente lo llamaba Prokop el Grande. Ninguno de los dos Prokop era de origen campesino, sino nobles provincianos sin importancia que se habían adherido a las enseñanzas del predicador Jan Hus, de la ciudad de Tabor.
En las largas semanas que llevaba como prisionera entre los husitas, Marie ya se había percatado de que se trataba de dos grupos que, si bien estaban unidos para luchar contra el emperador Segismundo, no se ponían de acuerdo en cuanto al resto de sus objetivos. Ambos Prokop pertenecían a los taboritas, mientras que Ottokar Sokolny estaba entre los calixtinos, para quienes la mayoría de las exigencias de los taboritas iban demasiado lejos.
Cuando Marie entró en el salón del consejo, vio que allí estaban reunidos Prokop el Pequeño, Vyszo, Ottokar Sokolny, un predicador husita de expresión fanática y numerosos líderes taboritas. Los hombres levantaron la vista malhumorados cuando las mujeres entraron, pero al advertir las jarras de cerveza extendieron sus vasos dando gritos en dirección a ambas. Marie llenó primero el jarro de Prokop y luego el del predicador, cuya posición allí era más importante que la que desempeñaba el confesor imperial en el imperio. Como los husitas justificaban su levantamiento contra el rey Segismundo sobre todo por motivos religiosos, persiguiendo cruelmente a los católicos en su esfera de influencia, Marie y Anni debían participar de los ritos tradicionales. Si realmente se trataba de herejías, entonces Marie esperaba que la Virgen las perdonara, ya que, después de todo, eran sus vidas las que estaban en juego, y ninguna de las dos se sentía llamada a convertirse en mártir. Por suerte para Marie, tanto Renata y sus compañeras como la mayoría de los hombres en el campamento creían que Jan Hus en persona la había convertido en Constanza, transformándola en un miembro de su Iglesia. Si bien eso no le ahorraba las humillaciones de las otras mujeres, al menos hacía que en términos generales la dejaran en paz y toleraran su presencia y la de Anni.
Profundamente ensimismada, Marie no advirtió que Vyszo le extendía el vaso exigiéndole que le sirviera más. Anni se acercó enseguida y volvió a llenarle el vaso al temido líder. Marie le dirigió a Anni una mirada agradecida, ya que odiaba a ese hombre casi tanto como a Falko von Hettenheim. Se jactaba de haber matado al hombre que había logrado evitar la captura segura de Segismundo por parte de sus guerreros. Incluso llevaba la prueba de ello a la vista de todos: la cota de malla con placas de acero y la espada de Michel Adler. Marie las había reconocido de inmediato al encontrarse con Vyszo por primera vez, y más tarde, a través de relatos de terceros, se había enterado de que Vyszo había atacado a las tropas en retirada del emperador en numerosas ocasiones desde que ella y Anni fueran capturadas el último verano, y que durante esos ataques había matado a muchos caballeros y soldados de infantería. En sus pesadillas veía la carreta de Eva la Negra saqueada, y entre los escombros de la carreta veía a la vieja vivandera tendida en el suelo, sin vida, cargando en brazos a una Trudi bañada en sangre, y estando despierta le parecía ver delante de ella a Vyszo inclinándose sobre Michel para degollarlo. Cada vez que veía a ese hombre debía contenerse para no coger el cuchillo más cercano y pagarle con la misma moneda. La experiencia con Gunter von Losen le había hecho ver lo rápido que puede llegar a morir un hombre vigoroso.
—¡Hola, Marie, yo también tengo sed!
El grito alegre de Ottokar Sokolny la hizo sobresaltarse. Le sirvió enseguida y se dispuso a retirarse junto con Anni, pero en ese momento Vyszo se dio la vuelta y la retuvo.
—¡Os quedáis aquí, alemanas roñosas! ¿O acaso creéis que vamos a servirnos nosotros solos?
Como Marie lo miró asustada, Sokolny repitió en alemán las palabras de Vyszo.
Marie reprimió una sonrisa, ya que en realidad había entendido perfectamente lo que Vyszo había dicho. Como Renata y las demás mujeres se habían negado a hablar con ella en alemán, podía entender el checo bastante mejor de lo que todos sospechaban. Sin embargo, se había guardado sus conocimientos para conservar al menos esa pequeña ventaja. Ahora veía que esa pequeña astucia había valido la pena, ya que si le permitían permanecer allí era porque suponían que ella no entendía nada de lo que hablaban.
Como por el momento todos los hombres estaban bien aprovisionados, Marie dejó ambas jarras en el suelo, se apoyó contra un poste cerca del fuego y se dispuso a aguzar el oído. A diferencia de los príncipes alemanes, que en el invierno despedían a sus tropas para no tener que alimentarlas, los líderes checos se mantenían en grupo y durante toda la estación helada seguían emprendiendo ataques contra las aldeas que aún no habían saqueado, ataques que ellos caracterizaban como «campañas». Marie esperaba que ella y Anni pudieran unirse a alguno de esos ejércitos, ya que por todo lo que había visto y oído, era demasiado peligroso huir a través de los bosques de Bohemia. La habían llevado tan lejos, la habían adentrado tanto en aquellas tierras extrañas que ni siquiera sabía hacia qué dirección debía dirigirse para hallar compatriotas que pudieran ayudarla. En cambio, durante un ataque en territorio imperial, donde los extranjeros eran los husitas, tal vez sí lograra escapar.
Mientras Marie estaba enfrascada en esos pensamientos, Prokop bebió un trago de cerveza y se volvió hacia Vyszo.
—¿Cómo estamos de provisiones?
Antes de responder, Vyszo se rascó la frente, pensativo.
—Nos alcanzan para unas cuantas semanas más.
El predicador se puso de pie y miró a su alrededor con gesto casi de reprimenda.
—¡Debemos partir antes de que se vacíen las bodegas y los graneros enemigos que Dios ponga en nuestras manos!
—Además, ahora todavía podemos transportar la carne de los animales que cazamos sin que se eche a perder por el camino —agregó otro de los líderes.