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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (48 page)

BOOK: La dama del castillo
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Si bien a Marie le costaba un poco seguir la discusión, logró reconstruir su sentido. Como los guerreros campesinos checos estaban de servicio todo el año, no podían cultivar sus propios campos. Por eso, habían tenido que idear otro método para alimentarse a sí mismos y a sus familias, pero también a las ciudades que se les habían unido, y entonces caían como langostas sobre los territorios circundantes. Marie pensó que la comparación con aquella plaga bíblica era absolutamente pertinente, ya que sólo el campamento en el que ella se encontraba albergaba a más de seis mil hombres, y no era más que uno entre muchos. Se preguntó cómo el emperador pretendía sojuzgar a un país que podía enfrentarse a él con tantos guerreros. Mientras los husitas pudiesen abastecerse saqueando los pueblos circundantes, ningún ejército alemán podría derrotarlos.

Para su desilusión, Prokop planeó una campaña a Sajonia y Silesia, regiones que estaban aún más lejos de su tierra natal que la misma Bohemia. Atormentada por sombríos pensamientos, volvió a llenarles la copa a los hombres y, cuando se lo ordenaron, fue en busca de tocino adobado y pan, sirviéndolos como una criada silenciosa y dócil. Mientras lo hacía, prestaba atención a cada palabra para poder reunir toda la información posible, ya que todo lo que oía podía llegar a servirle algún día para escapar. A esto se sumaba que la cerveza les iba aflojando la lengua, llevando a algunos de los líderes a ufanarse de sus hazañas. Trataban de competir unos contra otros, sobre todo cuando hablaban de cuántos muertos dejarían a su paso en la próxima campaña. Ottokar Sokolny los escuchaba con una expresión abstraída en el rostro y sólo daba respuestas parcas cuando le dirigían la palabra. Fue uno de los primeros en retirarse del consejo de guerra.

Marie se quedó contemplándolo meditabunda, ya que ese hombre le resultaba un enigma. Se declaraba abiertamente partidario del grupo de los calixtinos, de los cuales en el campamento había sólo dos o tres más además de él. Sin embargo, a diferencia de sus camaradas, participaba activamente cuando planeaban las campañas, y entraba y salía de la carpa de Prokop el Pequeño como si fuese un subalterno de su estima. Y, sin embargo, hasta ahora Marie no había oído jamás una palabra de él o acerca de él que pudiera indicar aprobación ni mucho menos apoyo a las matanzas que perpetraba el resto. Al comenzar el invierno, la mayoría de los calixtinos se había retirado a sus castillos para pasar un par de semanas junto a sus familias, y los taboritas despotricaban contra ellos, calificándolos de blandos y hombres de poca fe. La mayoría de los guerreros campesinos de Prokop no estaban casados o, al igual que Vyszo, tenían a sus mujeres alojadas allí mismo, en el campamento. Las mujeres husitas también tomaban parte en las campañas, ya que ellas eran las encargadas de procesar el botín. Durante el último otoño, Marie había cortado y salado carne durante semanas enteras, había preparado embutidos, había molido el grano e incluso había ayudado a fabricar cerveza.

—¡Mujer, sírveme más! —le gritó Prokop en un alemán casi incomprensible.

Marie se acercó deprisa y llenó también los vasos de Vyszo y del predicador, los únicos que se habían quedado con su líder. Vyszo se quedó contemplando el líquido amarronado y luego alzó su copa.

—¡Por nuestros triunfos de hoy!

Prokop soltó un gruñido furioso.

—No solamente debemos derrotar a los alemanes, sino que además debemos capturar y matar de una buena vez por todas a ese Segismundo maldecido por Dios y a su yerno austríaco. Sólo entonces nuestra victoria será completa.

—Pero tampoco debemos olvidar a los enemigos que tenemos en nuestra propia tierra —advirtió el predicador—. Aún sigue habiendo ciudades y castillos que han permanecido fieles al traidor, quien en su obcecación todavía se atreve a llamarse rey de Bohemia. ¡Con esa actitud están ofendiendo a nuestro profeta asesinado!

Vyszo hizo un arrogante gesto de desdén.

—Con el correr del tiempo, la escoria que ensucia a nuestro país irá cayendo sobre nuestras manos como una fruta pasada.

Prokop asintió y luego volvió a dirigirse hacia el predicador.

—Las ciudades infieles aún nos pagan para que las dejemos en paz, y por ahora no tengo pensado modificar eso. Nos suministran provisiones, vestimenta y armas, nos funden culebrinas y atienden nuestros molinos de pólvora. No podemos renunciar a ellos hasta nuestra victoria definitiva.

El predicador se levantó de un salto, increpando furiosamente a su caudillo.

—Yo tampoco me refiero a las ciudades cuya población ya está con nosotros y sólo aguarda una señal de nuestra parte para degollar a sus porfiados líderes, sino a hombres tan tercos como Václav Sokolny. Su ejemplo disuade a demasiados otros de adoptar la verdadera fe y unirse a nosotros. Tan pronto como lo hayamos clavado en la puerta de su castillo incendiado, el resto vendrá arrastrándose a nosotros implorando clemencia. Tendríamos que haber acabado con él hace tiempo, pero su hermano ha impedido desde hace años que podamos sacarnos esa espina de una maldita vez.

Vyszo bebió en honor del predicador.

—Tienes razón, ¡el castillo de Sokolny debe caer! He podido enterarme de buena fuente que su hermano está intentando ponerlo del lado de los malditos calixtinos. Debemos impedir que eso ocurra; de lo contrarío, su influencia aumentará peligrosamente, dificultándonos aún más la creación del orden pretendido por Dios.

El predicador hizo la señal contra los demonios malignos.

—¡Václav Sokolny sólo abjuraría en apariencia de su fe romana, burlándose de ese modo del martirio de Jan Hus!

Prokop levantó las manos, aparentemente para calmar los ánimos.

—Menos mal que Ottokar Sokolny se retiró hace un rato. De no haber sido así, ahora volvería a desatarse una discusión. Bien sabéis cuánto aprecia a su hermano.

No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando Vyszo desenvainó su espada y la arrojó sobre la mesa con gran estrépito.

—Bah, no le temo al joven Sokolny ni a su hermano mayor. Si es necesario, hundiré mi espada en el pecho de ambos.

Prokop esbozó una sonrisa maligna, ya que no esperaba otra reacción.

—Por eso tú debes encabezar el ataque al conde Václav, y debes hacerlo este mismo año. Pero antes iremos a Silesia a conseguir suficientes cereales y ganado como para llenar hasta el techo nuestros graneros y despensas.

Vyszo alzó su puño cerrado hacia el cielo y comenzó a relatarle al pastor todo lo que haría con aquella gentuza del castillo de Sokolny. En cambio, Prokop se reclinó hacia atrás, satisfecho, al tiempo que hacía señas a Marie para que volviera a servirle una vez más. Después las envió a ella y a Anni fuera.

Capítulo II

A pesar de que el invierno ya había irrumpido con todo su vigor, los preparativos para la campaña en ciernes continuaban a toda marcha. Marie y Anni fueron llevadas junto con otras mujeres a un viejo granero para coser allí las bolsas de provisiones en las que los husitas transportarían su botín. Era una tarea muy ardua unir los paños duros de tela con una aguja grande y un hilo del grosor de una soga mientras Renata, sentada en una silla en el medio, las vigilaba y las instigaba con la fusta a que mejoraran su rendimiento.

En un momento en el que su instigadora estaba ocupada con una mujer al otro extremo, una muchacha dio un codazo a Marie.

—Dicen que eres alemana. ¿Es cierto?

La muchacha hablaba alemán con un leve acento.

Marie la miró, sorprendida.

—Es cierto.

La otra suspiró aliviada, pero enseguida se inclinó sobre su trabajo para no llamar la atención de Renata.

—¿Sabes? —hablaba en voz tan baja que sólo Marie podía oírla—, no hace mucho que estoy en este campamento, y hasta ayer no oí hablar de ti. Mi padre también era alemán, un fiel servidor del rey. Como no quiso abjurar de él cuando se lo exigieron, los husitas lo mataron. Como mi madre era checa, sus parientes nos ayudaron a escaparnos y a escondernos. Pero más tarde unos vecinos nos delataron, y entonces nos llevaron a un campamento en el que teníamos que trabajar para nuestros opresores. Mi madre falleció el año pasado, y a mí me trajeron aquí hace poco junto con otras mujeres. Las demás saben que soy mitad alemana y por eso me atormentan. Seguro que a ti te hacen lo mismo, ¿no? Me gustaría hablar contigo más a menudo cuando podamos hacerlo. Mi nombre es Jelka, que en alemán quiere decir Helene.

Marie terminó el saco que estaba cosiendo y luego asintió.

—Entonces te llamaré Helene.

—Me alegro. Siempre me ha gustado oír ese nombre, pero cuando lo usan las otras mujeres suena como un insulto indecoroso. —Helene se mordió los labios y se calló, ya que en ese momento Renata pasó junto a ellas agitando la fusta sobre las cabezas de las mujeres que estaban trabajando. Continuó después de que la guardiana volviera a tomar asiento—. Cuídate bien de esa mala mujer. Es peor aún que el mismo Vyszo. Conozco a la pareja de antes. Te matan por pura diversión, como si estuvieran aplastando a una mosca.

Marie se quedó mirando a Helene con curiosidad.

—¿Dices que conoces a Vyszo? ¿Y tienes idea de cómo consiguió su armadura? Él afirma que mató a un caballero alemán y que lo despojó de su armadura como botín.

—Al parecer, él no lo mató, sino que se la quitó a un muerto.

Marie agitó la mano en el aire, irritada.

—Yo también he oído decir eso. ¿Qué hacen los hombres como Vyszo con la gente que matan y desvalijan? ¿Los entierran?

Helene meneó la cabeza.

—Por lo general, dejan a los muertos tirados para asustar a sus enemigos.

Marie volvió a sentir un hálito de esperanza. Si en aquel entonces Michel no estaba muerto, sino sólo herido y desmayado, podía ser que hubiese sobrevivido a los husitas.

—Entonces Vyszo también debe de haber dejado tirado en algún lugar del bosque al hombre a quien le quitó la armadura...

—No. Uno de los hombres que estuvieron allí le contó a un guardia del campamento en el que yo estaba antes que había arrojado a ese caballero al río, furioso porque el alemán se había percatado de la emboscada que pretendía tenderles Vyszo y les había advertido a sus compañeros, de modo que éstos pudieron abrirse paso luchando y espantar a los taboritas.

Marie sintió que su nostalgia por Michel cedía paso a una furia corrosiva. Si eso era cierto, entonces Michel les había salvado la vida tanto a Falko von Hettenheim como a Gunter von Losen y, en retribución, ellos lo habían traicionado. Apretó los dientes e intentó mantener una expresión indiferente en su rostro. Una vez que logró dominar la ira hacia los traidores, tuvo que luchar contra la desesperación, que alargaba sus dedos largos y delgados para atraparla y arrastrarla hacia el abismo negro que acechaba debajo de ella desde que le habían dado la noticia de la muerte de Michel.

Por suerte para ella, Helene continuó la conversación de manera unilateral, relatándole a Marie algunas cosas sobre el pueblo checo y sobre los husitas. Según ella aseveraba, el pueblo entero deseaba la paz, pero hombres como los dos Prokop, Vyszo y otros sojuzgaban a las personas con mano de hierro, acabando con cualquier resistencia. Ese comentario hizo que Marie, cuyo espíritu se debatía en una delgada línea entre la esperanza casi extinguida y los deseos de morir, se acordara de Ottokar Sokolny y de su hermano, a quien Vyszo quería atacar en el transcurso de ese año, y se alegró de poder dar un giro a sus pensamientos y orientarlos hacia otro lado. Se había propuesto advertir al joven noble de los planes de Prokop, pero hasta entonces no había hallado una ocasión oportuna para hacerlo. Aquella noche, cuando fue a guardar el último saco, aprovechó la ocasión para alejarse de las otras mujeres en la oscuridad y deslizarse en secreto hasta el cuartel del conde Ottokar. Golpeó la puerta. El conde le abrió en persona y se quedó contemplándola con asombro.

—¿No hace un poco de frío para andar con semejantes andrajos con este clima?

—¡Es que no tengo nada más abrigado para ponerme! —Marie señaló la entrada—. ¿Puedo pasar? Debo hablar urgentemente con vos.

—¡Entra! De otro modo, este frío acabará por matarte.

Sokolny se hizo a un lado para dejarla pasar.

Su sirviente Ludvik estaba calentando en el fuego una olla con cerveza que, a juzgar por el aroma, estaba sazonada con hierbas y especias. Cuando el hombre vio a Marie, le hizo un guiño a su señor, al tiempo que señalaba hacia fuera con la cabeza.

—Mejor os dejo solos.

Sokolny meneó la cabeza y le ordenó llenar dos vasos. Marie midió a Ludvik con una mirada dudosa.

—¿Podéis confiar en este hombre, señor?

Sokolny ya tenía la curiosidad escrita en el rostro.

—Absolutamente.

Marie recibió el vaso que Ludvik le acercara ante una seña de su señor y bebió un sorbo con cautela para humedecer un poco su garganta.

—Tenéis un hermano llamado Václav —dijo, sin dar ningún rodeo.

Ottokar Sokolny frunció el entrecejo.

—Es cierto.

—El otro día, después de que os retirasteis del consejo de guerra, Prokop, Vyszo y el predicador estuvieron hablando sobre él y resolvieron atacarlo y matarlo en el transcurso de este año.

El conde Ottokar tomó a Marie por los hombros y la miró a los ojos.

—¿Y tú de dónde has sacado eso? No creo que esos tres hayan discutido sus planes en tu lengua materna.

—Como Renata suele darme órdenes sólo en checo, salvo con algunas indicaciones en alemán, me vi obligada a adquirir vuestra lengua, al menos lo suficiente como para entender algo de lo que se habló en el cuartel de Prokop.

Con esa confesión, Marie quedaba completamente en manos de Ottokar. Si él no le creía y la traicionaba frente a Prokop y Vyszo, la harían morir de una muerte tan desagradable como la de todos aquellos que caían en la sospecha de ser traidores.

Sokolny la soltó y comenzó a pasearse por el salón, amueblado con austeridad. Además del fogón que hacía las veces de cocina, había dos bancos de tres patas, una primitiva cama unida con clavos para el joven noble y un lecho de paja para su sirviente. Sólo las armas colgadas de la pared, la armadura de Sokolny y un viejo arcón cuyo blasón representaba un halcón posado en una roca daban testimonio de que allí no se albergaba un simple campesino.

Sokolny no podía ocultar su exaltación.

—¿Estás segura?

—Sí, señor.

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