La dama del castillo (45 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Al pronunciar esas palabras, su rostro adquirió una expresión tan vengativa que Losen deseó no quedar expuesto a la ira de su amigo jamás.

Capítulo VIII

La orden de escoltar al emperador cogió completamente por sorpresa a Heinrich Von Hettenheim, por lo cuál prácticamente no le quedó tiempo para despedirse de Marie y del resto de las vivanderas. Heribert Von Seibelstorff también se hallaba entre los que escoltarían al emperador y estaba absolutamente fuera de sí por tener que dejar atrás a Marie. Como ambos escuderos debían acompañar a sus señores, ya no quedaría nadie para proteger a las vivanderas. Por un lado, Marie se alegró de poder escapar por un tiempo de las miradas románticas del joven Seibelstorff, pero la sola idea de estar inmersa en la retaguardia, que los husitas seguramente atacarían primero, hacía que el corazón se le subiera a la garganta.

A la mañana siguiente, Eva, Theres y ella se quedaron contemplando cómo el emperador se replegaba junto con los caballeros responsables de su seguridad, dejando a su ejército en medio del territorio enemigo. Si bien Segismundo se preocupó por transmitir una imagen de confianza, las vivanderas percibieron su miedo y se preguntaron si acaso los enemigos ya estarían en marcha hacia allí.

Cuando la tropa de jinetes quedó fuera del alcance de su vista, Eva escupió con desprecio.

—Ahí se va cabalgando, el noble señor, para salvar su pellejo imperial. Le importa una mierda lo que nos suceda a nosotros.

Marie indagó en la expresión de la anciana.

—¿Tú también tienes la sensación de que está huyendo del enemigo?

—¿De qué otra forma definirías su comportamiento si no? —respondió Eva con ironía.

Theres se puso en medio de las dos y las cogió de los hombros.

—He oído que quien manda ahora aquí es Falko Von Hettenheim, que regresó ayer.

Marie apretó los dientes. Esa noticia era peor que la de la avanzada husita. Podría decirse que ahora estaba a merced del hombre que había traicionado a Michel, ya que no había nadie más en todo el campamento que pudiese llegar a intervenir si él le ponía las manos encima. Lo único que podía hacer era mantenerse alerta para que él no la sorprendiera bañándose o buscando agua en el manantial, ya que al menos le cabía esperar que él no quisiera arruinar su reputación violándola en medio del campamento. Siguió conversando un rato más consus compañeras, que estaban demasiado preocupadas por sí mismas como para darle particular importancia a los nervios de ella, y finalmente regresó a su carreta.

Allí encontró a Anni temblando en su lecho, semiinconsciente, dando golpes a su alrededor. Por eso volvió a cambiarla y comenzó a hablarle suavemente para tranquilizarla.

—Te haré un té para que puedas dormir tranquila.

Mientras ella se ocupaba de Anni, Trudi descendió de la carreta sin ser vista y se dirigió tambaleando hacia donde estaba Eva para suplicarle que le diera ciruelas. La vieja vivandera le acarició los cabellos.

—¡Pero claro, Trudi! Yo siempre tengo algo rico para ti. ¡Ven conmigo!

Mientras la pequeña seguía a Eva dando gritos de júbilo, Marie puso el caldero de agua a calentar en el trípode que estaba sobre el fuego y comenzó a cambiarle los vendajes a Anni.

—Las heridas están sanándote muy bien, mi pequeña. En realidad, ya deberías estar fresca como una lechuga en lugar de quedarte temblando en la cama. No tienes fiebre. ¿De qué tienes tanto miedo? ¿Estás recuperando la memoria?

Anni se encogió de hombros, meneó la cabeza y contempló a su cuidadora con gesto desamparado. A Marie no le quedó más remedio que alcanzarle el té preparado con hierbas tranquilizantes y contemplar cómo su protegida bebía el mejunje en pequeños sorbos. Por un instante, a Marie se le apareció ante la vista el rostro de Michel, y se preguntó qué sería de él. ¿Estaría llevando una vida miserable, mudo y sin memoria como ella? ¿Estaría en la puerta de una iglesia, sentado en las escalinatas, extendiendo la mano para recibir las limosnas piadosas que los ricos hacían repartir a sus sirvientes? No había prácticamente ninguna otra opción para un sobreviviente que la guerra habría convertido en un lisiado desamparado. Marie reprimió esa idea enseguida, le secó a Anni los cabellos mojados de sudor y esbozó una sonrisa. Sin embargo, al darse la vuelta comenzó a retorcerse las manos en el pecho porque si ella no llegaba a sobrevivir a aquella campaña fallida, quizá tampoco quedarían esperanzas para Michel.

Entretanto, Falko Von Hettenheim había dividido en tres secciones al ejército dejado por el emperador y había dado la orden de partir a la primera apenas una hora después de la partida de aquél. Como comandante había puesto a Volker Von Hohenschalkberg, a quien entregó una parte del bagaje, varias prostitutas y a Theres, la vivandera. Recibieron la orden de partir tan de repente que a Theres casi no le quedó tiempo para despedirse. Eva tuvo que ayudarla a aparejar a los bueyes porque de otro modo no habría estado lista a tiempo.

Cuando ya estaba sentada en el pescante, Theres se acordó de Marie y se puso a mirar en la dirección en la que se encontraba su carreta para ver si la encontraba, pero no vio a nadie. Iba a volver a bajarse, pero los guardias apuraban con tal vehemencia la partida que sólo atinó a gritarle a Eva que le mandara a Marie saludos de su parte.

—¡Dile que volveremos a encontrarnos en el punto de reunión!

Diciendo esto, sacudió el látigo y puso en marcha a los bueyes. Eva agitó los brazos y se quedó mirándola unos instantes, luego alzó a Trudi y regresó a su carreta para preparar todo por si ordenaban una partida repentina.

Poco después se retiró la segunda sección. La tropa salió detrás de la gente del caballero Volker, pero debía desviar el rumbo a las pocas millas. En esta sección iban la mayoría de los pertrechos, el resto de las prostitutas y Oda. Cuando la vivandera se puso detrás de los soldados de infantería, dispuestos en una larga doble fila, en lugar de despedirse de Eva le dedicó un resoplido de desaprobación.

En último término habían quedado, además de Eva y de Marie, otros doscientos caballeros y soldados a caballo armados, un centenar de soldados de infantería y aquellos bagajeros que se necesitaban para las carretas de provisiones que quedaban. A Marie le generaba aún más inquietud que a su compañera el hecho de haber tenido que quedar precisamente en la sección comandada por el caballero Falko, pero intentó consolarse con la idea de que en unos pocos días podría volver a reunirse con Heinrich Von Hettenheim. Hasta entonces tendría que mantenerse alerta y bajo ningún concepto debía permitir que la alejaran del resto.

Si Falko Von Hettenheim hubiese podido leerle los pensamientos a Marie y el miedo que escondía detrás de su semblante sereno, se habría sentido aún más triunfante. La sabía atrapada como un gorrión en su mano, y mientras avanzaba por entre las filas de los soldados ordenándoles que se prepararan para la partida, ya comenzaba a saborear su venganza de antemano. Al igual que Gunter Von Losen, ese día había renunciado a vestir su armadura, ni siquiera llevaba una cota de malla, sino apenas un sayo de cuero firme debajo de la guerrera. Le sonrió a su amigo, que ya tenía una expresión de deleite anticipado en el rostro, al tiempo que señalaba hacia las carretas de las vivanderas.

Losen asintió con una sonrisa irónica y se dirigió deprisa hacia la carreta de Eva.

—Hey, vieja, engancha de una buena vez, partiremos de inmediato. Hoy irás delante de la carreta de provisiones.

Eva no cuestionó la orden, sino que apretó los labios y fue en busca del primero de sus dos jamelgos escuálidos para engancharlos a su carreta. Al hacerlo, echó un vistazo hacia donde estaba Marie, que se había retrasado haciéndole las curaciones a Anni y ahora tenía tanto para hacer que no sabía por dónde empezar. Cuando Eva terminó de enganchar el segundo caballo, quiso ir a ayudarla, pero Gunter Von Losen la obligó a subirse al pescante con gritos furiosos.

—Arranca de una buena vez, maldita bruja, las carretas de provisiones ya están partiendo.

—Pero Marie... —repuso Eva.

—Marie irá la última. ¡Y ahora mueve ese carro destartalado de una vez por todas!

Como Eva no reaccionaba, el caballero le arrebató el látigo y la amenazó con él. Eva agachó la cabeza, asustada, y estaba por azuzar a sus caballos cuando vio que Trudi estaba parada al lado de su carreta. Sabía que Marie no podría atender a la niña mientras enganchaba a los bueyes.

—Alcanzadme a la pequeña y avisadle a Marie de que está en mi carreta —le pidió a Gunter Von Losen. Éste hizo un gesto despectivo, y amagó con dar media vuelta e irse, pero entonces recordó que Falko no quería llamar la atención. De modo que cogió a Trudi como si fuera un paquete y la puso en brazos de Eva.

—Aquí está la criatura. ¡Ahora, mueve de una vez esos caballos famélicos o me encargaré de que te quedes aquí como botín para los husitas!

Eva chasqueó la lengua y puso en marcha a sus mansos caballos, guiándolos hacia el camino al tiempo que dejaba escapar Un silbido estridente. Tal como esperaba, Marie asomó la cabeza desde el interior de su carreta y la miró con expresión interrogante.

—¡No te preocupes por Trudi! ¡Me ocuparé de la pequeña hasta la próxima parada! —le gritó.

Marie hizo señas de que le había entendido y continuó trabajando denodadamente. Era la primera vez que el ejército partía con semejante apuro, y eso no la ofuscaba menos que el hecho de que otra vez Michi no aparecía por. ninguna parte. Maldijo su impuntualidad y se juró enviarlo de regreso con sus padres en cuanto se le presentara la ocasión.

No sospechaba que esta vez estaba siendo injusta con el muchacho. Si bien Michi había ido con Losen para ayudar a su escudero a ensillarle el caballo, mientras le ajustaba la cincha al animal se dio cuenta de que Marie lo necesitaba mucho más.

—Continúa tú solo, Lutz. Debo ir con Marie —exclamó mientras salía corriendo. Sin embargo, no fue demasiado lejos, ya que a los pocos pasos apareció Losen de repente y lo cogió de la nuca.

—¿Adónde quieres ir?

Michi luchaba inútilmente por zafarse.

—¡Debo ayudar a Marie a enganchar a los bueyes!

—Ya se las arreglará sola. ¡Ve adelante a ayudar a los bagajeros!—le. gruñó el caballero.

—Ellos pueden hacerlo sin ayuda, pero Marie...

En ese momento, Losen lo soltó y le propinó una cachetada que lo arrojó al suelo.

—¡Vas a obedecerme, pedazo de mocoso desgraciado!

Michi se llevó la mano a la mejilla dolorida y notó que tenía sangre en los dedos. Asustado, levantó la vista en dirección al caballero, a quien hasta entonces había considerado un amigo, y cuando éste amagó con pegarle con el puño cerrado, se levantó espantado y salió corriendo detrás de la carreta de provisiones.

Entretanto, Marie lloraba de impotencia. El descanso prolongado no les había sentado bien a los bueyes, que se mostraron aún más tercos que de costumbre. Marie pudo ponerle el yugo al primero a duras penas, y después tuvo que atarlo a un árbol con las riendas porque quería escapársele con carreta y todo. Pero el segundo buey terminó siendo aún más terco. A pesar de que Marie lo sostenía de la argolla de la nariz y le pegaba con el bastón, el animal la arrastró una docena de pasos más por el campamento antes de permitirle a regañadientes que lo enganchara.

Cuando Marie finalmente lo logró, echó un vistazo rápido a su alrededor. Además del desbarajuste que había dejado el ejército, lo único que había quedado cerca era la carreta saqueada de Donata. La tropa ya se había puesto en marcha y la cola de la expedición se alejaba cada vez más de donde ella se encontraba. Por suerte, los bueyes estaban lo suficientemente descansados como para poder salvar rápidamente la distancia que la separaba de los demás, aunque para ello tendría que castigar con el látigo a los indóciles animales. Pero justo cuando estaba a punto de arrancar se dio cuenta de que Anni se había bajado de la carreta para aliviar sus esfínteres.

Marie saltó a tierra y estaba ayudando a la niña a trepar al pescante cuando aparecieron al lado dos jinetes. Se trataba de Falko Von Hettenheim y su amigo Losen. La expresión en sus rostros le infundió miedo a Marie, que alargó la mano en busca del látigo. Sin embargo, Falko fue más rápido que ella. Le arrebató el látigo y lo meció unos instantes en su mano. Luego tomó impulso y descargó un sonoro latigazo sobre Marie.

Al sentir en la piel el contacto con la tira de cuero, Marie soltó un gemido. No tenía sentido pedir auxilio, porque la cola de la expedición militar ya había desaparecido detrás de la primera curva y, aunque la hubiesen oído, probablemente nadie habría regresado a ayudarla.

Apretó los dientes y miró los lomos de sus bueyes. «Debo hacerlos andar y saltar con Anni a la carreta», pensó. Sabía que probablemente Falko sería más rápido que ella, pero al menos debía intentarlo. Como si hubiese estado leyéndole el pensamiento, el caballero extrajo su espada y la enterró en el cuerpo del primer animal. El buey se desplomó con un gemido, volvió a cocear una vez más y luego se quedó inerte. Casi en el mismo momento cayó al suelo sin cabeza el segundo animal tras un golpe de espada de Gunter Von Losen.

Marie retrocedió hasta que sintió la carreta a sus espaldas, pero antes de que pudiera pensar con claridad, Falko arrimó su caballo hasta donde estaba ella, la cogió de los cabellos y la arrastró un trecho. Luego la arrojó al suelo de un violento empujón. Marie se incorporó de un salto e intentó huir al bosque, en donde habría podido esconderse en la espesura de los árboles para escapar de los jinetes, pero en ese momento el caballero se apeó del caballo y se le echó encima.

—Ahora sí que tendrás tu merecido, ramera —exclamó, sujetándole los hombros contra el suelo.

La mano de Marie se deslizó por el costado de su falda buscando su cuchillo, pero esta vez Falko estaba prevenido y se lo birló de un puñetazo.

—¿A quién querías matar, a mí o a ti? —se burló, al tiempo que le introducía la mano por debajo de la falda y la pellizcaba en su zona más sensible. Marie pataleó como una salvaje tratando de quitárselo de encima, pero Gunter Von Losen, que se había acercado con mirada lujuriosa, la cogió del tobillo izquierdo y le giró la pierna dolorosamente. En ese momento, Marie sintió que volvía a Constanza, a la mazmorra en la que había sido ultrajada por tres canallas, y lanzó un grito de espanto.

Falko apoyó el codo sobre su cuello, de modo que no podía ni respirar ni defenderse y luego le subió la falda entre risas, dejándole el pubis al descubierto. Después se llevó la mano a la bragueta para abrírsela, pero se lo pensó mejor y le arrancó la blusa de un solo tirón.

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