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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (53 page)

BOOK: La dama del castillo
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En la puerta de ciudad, los soldados rasos y los bagajeros eran rechazados de inmediato si no venían con algún mensaje y podían mostrar una carta lacrada a modo de prueba. Por eso, al llegar a la ciudad, Michi se puso detrás de un carro tirado por un flaco rocín sobre el cual iba sentado un solo hombre, y se puso a empujar el coche desde atrás como si fuera con él. Como seguía teniendo ropa de campesino, los guardias cayeron en la trampa, de modo que Michi pudo franquear las puertas sin que nadie opusiese resistencia. Una vez que quedó fuera del alcance de su vista, soltó el carro y se deslizó por entre los transeúntes hasta meterse en una callecita lateral. Poco después llegó a una casa torcida por los años, de estructura angosta y paredes entramadas, cuya pared posterior había sido construida apoyándose contra la muralla de la ciudad, e hizo sonar el llamador carcomido por el viento y el clima.

Pasó un rato hasta que abrió una mujer mayor de rasgos toscos cuya voz tenía el sonido de una bisagra oxidada.

—¡Ah, conque eres tú! ¿Y qué es lo que quieres ahora?

—¡Necesito hablar con Timo!

—Iré a ver si está.

La anciana se dio la vuelta y volvió a meterse en la casa arrastrando los pies. Michi se quedó parado en la puerta, ya que si la seguía, la mujer le bombardearía con insultos y aseguraría que quería robarle. Cuando volvió a oír su voz disonante, que se escuchaba desde fuera procedente del primer piso, volvió a preguntarse cómo Timo podía soportar vivir en casa de esa bruja. Ya le había preguntado al cojo en varias ocasiones por qué se quedaba con una mujer tan descortés, pero él siempre le había respondido con evasivas.

Timo le decía que él no tenía problemas con la señora Lotte y que el alquiler que ella le cobraba era barato; lo que le había callado al muchacho era que el cura seguramente no habría aprobado la manera en que convivían él y aquella viuda posadera. El antiguo siervo de armas de Michel aún seguía considerando un milagro haberse encontrado con Marie el Verano pasado. Ella le había dado tanto dinero que, si lo administraba con mesura, podría vivir un par de años con la señora Lotte, disfrutando de algo más que del tibio lecho de su anfitriona. Si bien la noticia de la desaparición de Marie le había afectado, al mismo tiempo tenía la sensación de que, a partir de ese momento, era dueño de su propia vida. Su posadera le había reforzado esa actitud, llevándolo entretanto al punto de considerar a Michi cada vez más molesto.

—¡Hola, Michi! ¿A qué se debe esta vez el motivo de tu visita? —preguntó de forma no precisamente amable.

Michi se estremeció al oír aquel tono rudo, pero se enderezó y miró fijamente al cojo.

—Tienes que ayudarme sí o sí, Timo. La tropa a la que pertenezco marchará hacia la guerra en pocos días, y no puedo llevar a Trudi conmigo. Por favor, quédate con ella hasta mi regreso, y si al llegar el otoño aún no he regresado, entonces tendrás que llevarla a Rheinsobern, a casa de mi madre. Seguramente ella te recompensará.

Timo asintió inconscientemente, ya que sentía que le debía cierta lealtad a la hija de Michel y de Marie.

—Por mí, no hay ningún problema, pero debo hablar primero con la señora Lotte para ver si ella quiere acogerla. Aguarda un momento aquí.

Timo dio media vuelta y volvió a entrar en la casa cojeando, apoyado sobre sus muletas. Como había dejado la puerta entreabierta, Michi pudo espiar la conversación entre ambos. Tal como temía, la señora Lotte comenzó a protestar, negándose a permitir que una criatura mendicante —tal fue la manera en que se refirió a Trudi— entrara en su casa. Pero cuando Timo le explicó que Trudi era la heredera de un caballero imperial y que seguramente el emperador les daría una abundante recompensa si le llevaban a la niña, el tono de su voz adoptó otro color. Michi, en cambio, tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Jamás habría esperado que su antiguo amigo lo traicionara de ese modo. Marie le había contado a Timo que quería preservar a su hija del destino de ser pupila de un noble señor, y él, Michi, se sentía atado a esas palabras como si se trataran de un legado divino.

Se quedó escuchando un rato más cómo Timo y la señora deliraban imaginándose todo lo que harían con la recompensa, luego se dio la vuelta y salió corriendo. Cuando Timo regresó al poco tiempo, halló vacío el lugar en la puerta. Se dio la vuelta, encogiéndose de hombros, y volvió a entrar en la casa arrastrando los pies.

—El muchacho se ha ido. Se ve que se cansó de esperar a que yo regresara, pero creo que volverá a aparecer mañana o pasado.

Su posadera frunció el ceño.

—¿Estás seguro de que el emperador nos recompensará?

A pesar de que Timo asintió, la expresión en el rostro de la señora Lotte comenzó a tornarse cada vez más escéptica.

—¿Has pensado en qué haremos para acercarnos al noble señor? Lo más probable es que sus guardias nos rechacen en la misma puerta.

Timo llevó el labio inferior hacia delante y frunció el ceño. De alguna manera se había imaginado que bastaría con acercarse al cuartel del emperador llevando a Trudi de la mano para que lo saludaran afectuosamente. Pero ahora se daba cuenta de que la única garantía que podía ofrecer para certificar el origen de la niña era su palabra, y el emperador le pediría certificados y más testigos. Decepcionado, volvió cojeando hasta la pequeña cocina repleta de hollín y se dejó caer sobre una de las sillas que había allí.

—Creo que tienes razón, Lotte. No tiene sentido, ya que jamás podríamos probar el origen de la niña.

—¿Y entonces qué vamos a hacer con la criatura? ¡No necesito una boca inútil más que alimentar! —respondió la mujer, tras lo cual regresó a sus ollas.

Capítulo VIII

Cuando Michi volvió al campamento, ya habían llegado los refuerzos esperados; entre ellos, alrededor de medio centenar de mercenarios suizos comandados por Urs Sprüngli. El hombre de Appenzell había participado ya en unas cuantas campañas contra los husitas. Sin embargo, cuando Heinrich von Hettenheim le reveló adónde se dirigía la caravana, meneó la cabeza, incrédulo.

—¡No hablaréis en serio! ¿Cómo haremos para atravesar el territorio enemigo con menos de doscientos hombres? ¿A qué infradotado se le ha ocurrido semejante disparate?

—Al emperador.

La voz de Heinrich von Hettenheim no sonaba siquiera una pizca más amable que la del suizo. La tropa de Sprüngli era apenas un poco menos numerosa que la suya, y no tenía el menor interés en los roces que necesariamente esto causaría en torno al mando.

—Yo no pedí que vos y vuestros hombres vinierais —agregó, disgustado.

—Yo tampoco pedí que me enviaran a este camino al cielo. Pero ya que estamos aquí, tratemos al menos de llevarnos bien. Tenemos un largo camino por delante, y tendremos bastante con resistir a los husitas. Vos sois el comandante de la tropa y os acepto como mi comandante también. Pero no creáis que me callaré la boca si algo no me gusta.

Con su discurso sin pelos en la lengua, el suizo se granjeó llanamente la simpatía del caballero Heinrich, que le hizo una señal a Eva para que trajera dos vasos de vino y brindó con Sprüngli.

—¡Por el éxito de la campaña! ¡Que Dios y los santos nos acompañen!

—Si llegamos allá sanos y salvos, peregrinaré hasta la abadía de Einsiedeln y le encenderé una vela a la Virgen María el día de la Consagración. —Sprüngli soltó el aire de los pulmones—. Pero lo de infradotado no pienso retirarlo.

Apuró su vino, se despidió del caballero Heinrich y regresó con sus hombres. Von Hettenheim se quedó mirándolo unos instantes, se dejó caer sobre una silla y dirigió a Eva una mirada significativa.

—En lo que respecta al emperador, debo decir que incluso me atrevo a darle la razón a Sprüngli.

Eva volvió a llenarle el vaso y se sirvió uno también.

—Mejor que bebamos nuestro vino nosotros antes de que caiga en manos de los husitas. —Eva se rio como si aquél no fuese el primer vaso que había bebido en el día. Sin embargo, su mirada era clara y resuelta—. No me gusta que Michi y Trudi vengan con nosotros, señor Heinrich.

El caballero se encogió de hombros.

—No podemos dejarlos aquí. Si lo hiciéramos, tendrían que sentarse a mendigar en las escalinatas de la iglesia de San Lorenzo. ¿Cuánto tiempo crees que pasaría antes de que el resto de los mendigos los echaran y los guardias de la ciudad los arrojaran a los caminos?

—Podría ser un destino más piadoso que el que los amenaza si se quedan con nosotros.

Eva entrecerró los ojos y se quedó mirando con la vista perdida hacia fuera a través de la vejiga de cerdo rota que había en la abertura de la ventana.

—Por Michi no necesitas preocuparte. Entre los bagajeros tenemos niños incluso menores que él. Vosotros dos tendréis que seguir ocupándoos de la pequeña igual que antes.

Se notaba que las preocupaciones del caballero Heinrich iban mucho más allá del destino de dos niños. Sin embargo, Eva no cejaba en su empeño.

—Preferiría dejar a ambos en Núremberg. Pero no tengo dinero suficiente como para poner a Michi de aprendiz con un buen maestro, y dudo que alguien quiera aceptar a Trudi en su casa.

Heinrich von Hettenheim se quedó contemplándola con gesto pensativo.

—Deberías confiar en la misericordia de Dios, Eva, y no perder de vista que tú y los niños habéis sorteado ilesos la última campaña. Mientras estés con nosotros, podremos regresar esta vez también.

—¡Quiera Dios que así sea, señor, y si tenemos que morir en los bosques de Bohemia, esperemos que al menos el Señor se apiade de nuestras almas! —Eva volvió a servirse una vez más y se bebió de un trago el contenido—. ¡Está algo agrio pero qué bien hace!

El caballero Heinrich le extendió su vaso.

—Sírveme a mí también una vez más, Eva. Tal vez el vino me ayude a ahuyentar las sombras que me nublan el ánimo.

Eva se rio, pero luego lo miró con gesto de advertencia.

—Todavía podéis beber, pero en cuanto hayamos llegado a los bosques de Bohemia necesitaréis mantener la cabeza fresca.

—No te preocupes, cuidaré bien de mi cráneo. —El caballero soltó una carcajada y se dispuso a abandonar la habitación.

Sin embargo, Eva lo retuvo.

—Quiero daros las gracias por habernos hecho llegar a mí y a Theres una parte de las provisiones enviadas.

—Eso os servirá de indemnización por las pérdidas sufridas el año pasado —declaró el caballero, tras lo cual abandonó la choza con una sonrisa animada que no le salió del todo bien. Le costaba más que en otras oportunidades encarar los preparativos para la campaña, ya que en lo más profundo de su ser estaba convencido de que ninguno de ellos regresaría. No le quedaría más remedio que vender al enemigo su vida y la de sus soldados al precio más caro posible. Por ese motivo, ordenó a sus hombres que pusieran sus armaduras en condiciones óptimas y luego salió a buscar a la gente de Sprüngli. Los de Appenzell le causaron buena impresión, aunque sus miradas dejaban entrever que ellos también creían que se trataba de una situación sin esperanzas. Por último, inspeccionó los pertrechos, que a menudo constituían un impedimento para un avance más rápido de los ejércitos. Como tendrían que pasar por unos cuantos tramos montañosos muy escarpados y mantenerse apartados de las antiguas rutas comerciales, no podían llevar carretas demasiado grandes y pesadas. Por eso, el caballero Heinrich resolvió que, además de los carros ambulantes de Eva y de Theres, que eran de los más livianos, llevaría un par de carretas campesinas de dos ruedas, y halló a un carretero en la cercana ciudad de Stein que le vendió cinco carros a un precio muy alto. Conseguir esos carros implicó un gran agujero en su caja de guerra aunque recientemente se había vuelto a llenar, pero no quería ahorrar en nada de lo cual pudiese llegar a depender la vida de todos. Por esa razón, reemplazó los bueyes que habían sobrevivido el invierno por otros más jóvenes y briosos, y mandó que mataran al resto y trocearan su carne para salarla y completar así las provisiones.

Al cabo de casi una semana, los preparativos habían concluido, y como la nieve ya prácticamente se había derretido por completo y únicamente en los lugares más altos podía llegar a esperarse aún un último coletazo del invierno, ya no había nada que impidiese la partida. El caballero Heinrich volvió a inspeccionar una vez más su pequeño ejército, ya que no se hacía ilusiones en lo referente a las dificultades que tenían por delante. El camino hacia Falkenhain les quitaría a él y a sus hombres la última partícula de energía. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente se montó sobre su caballo y dio la orden de partida, parecía tan relajado y confiado como si se tratara simplemente de viajar desde Núremberg hasta Fürth. Gisbert Pauer los escoltó un trecho, y al llegar a la frontera de la torre albarrana de Núremberg se encontraron con Falko, el primo de Heinrich, que quería ver con sus propios ojos si su odiado pariente se dirigía a la perdición que él le había deparado.

Capítulo IX

E1 invierno helado, que mantenía a Bohemia en sus fauces despiadadas, no había impedido a los husitas realizar campañas en las regiones más templadas de Austria, al norte del Danubio. Sólo encontraban resistencia en casos muy concretos, ya que la mayoría de las ciudades y los castillos ya los habían atacado y saqueado antes. Los señores habían obligado a los sobrevivientes de esas campañas de saqueo a reconstruir sus casas y a volver a cultivar sus campos, haciéndolos volver a caer una vez más víctimas de los asesinos incendiarios. Los husitas se encargaban con más meticulosidad que nunca de liquidar a cada uno de los que no lograban huir de ellos, y aquellos que lograban escapar daban gracias a Dios demasiado pronto, ya que las noches aún eran muy frías, y sin alimento ni un fogón por las noches para calentarse, los hombres morían como moscas. Al final, ya ni siquiera a varios kilómetros a la redonda había suficientes manos como para enterrar a los muertos.

Los taboritas que regresaban se pavoneaban a voz en cuello de sus hazañas. Marie sentía escalofríos cuando escuchaba aquellos horrores, pero al mismo tiempo se fortalecía su voluntad de huir cuanto antes. Mientras servía a los husitas día tras día como una esclava en el viejo granero, escuchaba en secreto los relatos que los guerreros les contaban a los guardianes e iba reuniendo los conocimientos necesarios para lograr escapar y sobrevivir a la huida. Su propósito se veía dificultado por el hecho de que no podía abandonar ni a Anni ni a Helene, que la había tomado mucho cariño. La joven sufría aún más que ella el poder de Renata, ya que el nombre de Jan Hus no la preservaba de lo peor. La mujer de Vyszo descargaba en primera instancia sobre Helene el odio que sentía hacia los alemanes, y muchos hombres hacían lo mismo. A pesar de que los predicadores taboritas llamaban a los soldados a tener una vida casta y agradable a ojos de Dios, ellos utilizaban el origen de Helene como excusa para violarla una y otra vez. Los años de guerra habían embrutecido a la mayor parte de los hombres, y los líderes que ahora llevaban la voz cantante sabían que los escrúpulos mareaban tanto a los santurrones que los convertían en malos guerreros. Prokop el Pequeño, Vyszo y sus secuaces coincidían con Falko von Hettenheim en que un buen soldado era solamente aquel que se alegraba de saquear y vejar, y guiaban a sus tropas según ese criterio.

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