La dama del castillo (44 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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Cuando Górch apareció a mediodía, Marie le pidió que la ayudara a bajar a Anni de la carreta y depositarla sobré un lecho blando de follaje. El escudero participó activamente en el traslado, mientras le informaba a Marie de que su amigo Anselm le había transmitido al caballero Heinrich la petición de las vivanderas.

—Mi señor en persona, Anselm y yo nos turnaremos para montar guardia para protegeros —agregó, diligente. Marie asintió agradecida y le cortó un trozo extra de tocino del ancho de un pulgar. Górch lo degustó con gran apetito, luego guardó en un canasto los cuatro cacharros de cerámica en los que Eva había servido el almuerzo para ambos caballeros y sus escuderos y se dirigió con su carga hacia el sector del campamento en el que Heinrich von Hettenheim se había instalado con su gente.

Marie estaba convencida de que como muy tarde a la mañana siguiente el ejército reanudaría su marcha, pero el emperador, que seguía aguardando a los jinetes que había enviado, se quedó en su carpa, adornada con cintas de color púrpura y blasones bordados, sin poder tomar una decisión y lamentándose de su suerte. Los sucesos de los últimos días parecían haberle arrebatado el último resto de su capacidad de acción, ya que no daba la orden de seguir avanzando, pero tampoco terminaba de decidirse a retroceder.

Marie estaba contenta con esa pausa, ya que la tranquilidad permitiría que las heridas de Anni sanaran mucho más rápido que viajando en la carreta a saltos. La muchacha se recuperaba a una velocidad asombrosa y muy pronto ya no quiso estar acostada sin hacer nada. Górch, que siempre andaba dando vueltas por la carreta de Marie para ayudar un poco y obtener a cambio unos tragos de vino, comenzó a llevarla a caminar unos pasos, y más tarde le hizo una muleta para que pudiera cubrir distancias cortas a pesar de su pierna lastimada. Si bien Marie la regañaba cuando andaba demasiado entre las carretas de las vivanderas, observando todo con curiosidad, al mismo tiempo estaba feliz de que Anni comenzara a mostrar alegría de vivir. Evidentemente, el destino no solamente le había arrebatado la voz, sino que también le había borrado los recuerdos de la masacre en su pueblo natal.

Esa noche, tras un sueño largo y confuso, Marie se quedó despierta un buen rato, preguntándose si acaso Michel habría tenido un destino similar al de Anni. ¿Podría ser que estuviese viviendo como un mendigo en alguna parte, mudo y sin memoria? Si ése era el caso, sólo le restaba esperar hallarlo pronto para poder llevarlo a algún lugar en donde estuviese a salvo.

Los días siguientes podrían haber sido ideales para recuperar fuerzas de no haber sido porque su situación se tornaba cada vez más desesperante. Heinrich von Hettenheim y el resto de los caballeros maldecían y protestaban por estar condenados a la inactividad y porque las condiciones en el campamento iban empeorando día a día. Durante el día, el confesor del emperador predicaba la virtud de la paciencia durante los largos sermones ordenados por Segismundo, virtud difícil de sostener, incluso para los mejor predispuestos, en vista de los excrementos humanos y de animales que iban acumulándose y del agua que ya casi no podía beberse, por lo que noche tras noche seguían desertando más soldados. Algunos de los caballeros francos y suabos comenzaron a hablar primero en voz baja pero luego cada vez más abiertamente de separarse del ejército y emprender por cuenta propia el camino de regreso a su patria, mientras que los leales presionaban al emperador para que tomase una decisión.

Con gran espanto comprobaron que Segismundo, que siempre se había caracterizado por sus titubeos, se aferraba a su investidura como un niñito caprichoso, lamentándose lloroso por la ausencia de los grandes señores del imperio, sobre todo la de su yerno, Alberto V de Austria. En vista de esta situación, los caballeros imperiales, que solían sentirse orgullosos de no tener que llamar «su señor» más que al emperador, también comenzaron a desear tener en lugar de aquel anciano tembloroso un líder que tomara las riendas de la situación con energía para poder terminar aquella campaña con éxito a pesar de todos los contratiempos.

Al caer la tarde del sexto día, finalmente surgieron esperanzas cuando los soldados que estaban de guardia anunciaron que se acercaba un grupo numeroso de jinetes con banderín imperial. Sin embargo, no se trataba de refuerzos, sino de la avanzada de Falko von Hettenheim, a la cual se habían unido algunos de los caballeros enviados. Los hombres estaban agotados y en su mayoría tan heridos que necesitaban atención, por lo cual durante los siguientes días y semanas terminarían siendo un estorbo más que un refuerzo. Más de un caballero en el campamento se puso a buscar en vano a sus amigos y parientes dentro del grupo de hombres que había acompañado a Hettenheim, ya que más de la tercera parte de ellos había perecido en las profundidades de los bosques de Bohemia.

Falko von Hettenheim hizo detener a sus hombres cerca de las vivanderas y buscó a Marie con ojos ardientes. Luego se apeó de forma abrupta del caballo, arrojándole las riendas a un siervo que se acercó corriendo.

—Lleva al caballo a caminar un rato y cepíllalo bien —le ordenó al hombre mientras se dirigía con paso firme hacia el sector del campamento en donde estaba la suntuosa carpa del emperador. Segismundo estaba esperándolo en la entrada.

—Por fin llegáis, señor Falko. ¡Ved en qué situación tan calamitosa me habéis sumido! —lo saludó, malhumorado.

Falko se enjugó el sudor y el polvo de los ojos y le mostró los dientes.

—No he hecho más que cumplir vuestras órdenes, su majestad. Sólo que esperaba que avanzarais a mayor velocidad. He perdido a muchos de mis hombres porque los bohemios lograron infiltrarse en nuestras filas, por lo cual hemos debido luchar para abrirnos camino hacia vos.

Por un instante, pareció que el emperador mandaría castigar a Hettenheim de inmediato por aquellas palabras reprobadoras, pero luego volvió a echar los hombros hacia delante y entrelazó las manos.

—La suerte me está siendo adversa, señor Falko. Constantemente hay soldados que desertan, y ya no puedo confiar tampoco en aquellos que han permanecido conmigo. Ante el primer husita que se nos cruce en el camino, huirán como liebres.

—Si fuera sólo un husita, o cien, o incluso mil, podríamos acabar con ellos —respondió Falko von Hettenheim, frunciendo el entrecejo—. Pero su líder, ése a quien llaman Prokop el Grande, venía pisándonos los talones con más de seis mil hombres y quinientos carros, y llegará aquí a más tardar en cuatro días.

Segismundo sintió pánico.

—¿Habéis dicho seis mil bohemios? ¡Por Dios, estamos perdidos!

Falko von Hettenheim cruzó los brazos delante del pecho y observó al emperador con gesto sombrío.

—Si nos disponemos a luchar, sin duda. Pero aún estamos a tiempo de emprender la retirada de forma ordenada. Pero debemos darnos prisa, ya que los bohemios avanzan a una velocidad asombrosa.

El emperador alzó las manos.

—¿Qué me aconsejáis?

—Vuestra vida es demasiado valiosa como para permitiros caer en manos de los bohemios, su majestad. Por esa razón, propongo que mañana al amanecer os pongáis en marcha con un grupo de caballeros valientes y leales y que os repleguéis cuanto antes a Núremberg o a cualquier otro lugar fortificado en donde podáis poneros a salvo de la chusma bohemia. El resto del ejército deberá seguiros con un intervalo de algunas horas, tomando distintos caminos para despistar al enemigo y distraerlo de vuestra posición. Si Dios nos ayuda, todos lograremos sobrevivir, y si no, al menos de este modo perderemos solamente parte de las tropas, y no al ejército entero.

Falko Von Hettenheim pronunció esas palabras con tanta fluidez como si ya las hubiese preparado con anterioridad.

El emperador asintió, visiblemente impresionado.

—¿Seréis vos el encargado de escoltarme?

El caballero Falko levantó la mano en señal de rechazo.

—No, su majestad. Con vuestro gentil permiso, preferiría encargarme de comandar las tropas que queden rezagadas. Necesitarán un comandante que conozca el territorio y a los bohemios para poder evitar pérdidas desmedidas. En cambio, vos necesitáis de un guerrero valiente que sepa obedecer órdenes. Por eso propongo a mi primó Heinrich como líder de vuestra escolta. Él sabrá luchar si algún grupo bohemio se atreve a ponerse en vuestro camino.

El emperador parecía indeciso, ya que hubiese preferido confiar su propia seguridad a Falko Von Hettenheim. Sin embargo, siendo la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico, no podía dar la impresión de que era capaz de abandonar a sus caballeros y a sus soldados con tal de salvar su propio pellejo, y si había algún hombre capaz de poner a salvo los tristes restos de su ejército, a sus ojos ese hombre era el que tenía enfrente. Pensó en las hordas de husitas, que de acuerdo con las palabras de Falko se acercaban a toda marcha, y sintió escalofríos. Prokop el Grande, el tosco comandante de los rebeldes, haría todo lo que estuviese a su alcance para hacerle prisionero, y entonces él correría la misma suerte que el sacerdote martirizado del pueblo saqueado. Según le habían dicho, los husitas habían proferido amenazas de ese tipo en reiteradas ocasiones. El emperador sacudió sus pensamientos sombríos con un profundo suspiro y miró a Falko Von Hettenheim con una expresión de súplica tan intensa como si estuviese esperando que obrara el milagro de salvar su corona bohemia.

—Seguiré vuestro consejo, señor Falko. Impartid a vuestro primo la orden de reunir el grupo de hombres que me acompañarán y asignadle una parte del bagaje.

—Oh, no, señor, os suplico que no os recarguéis con bagajes. ¡De hacerlo, avanzaréis de forma demasiado lenta, y entonces los bohemios podrían alcanzaros! —rechazó Falko con vehemencia, al tiempo que ocultaba una sonrisa. Parte de su plan consistía en mantener el bagaje junto al cuerpo principal del ejército. Sólo así lograría apoderarse sin problemas de Marie Adlerin y terminar de perpetrar su venganza contra ella y su esposo.

—Tenéis razón, señor Falko, los bagajes no harían más que retrasar innecesariamente mi retirada.

El emperador suspiró profundamente y le hizo señas a János para que se acercara.

—Llama a mis sirvientes. Partiremos mañana al amanecer, pero no con carretas, sino que llevaremos nuestro equipaje sobre los animales de carga.

El húngaro asintió en silencio y abandonó la carpa. Falko Von Hettenheim se frotó su sucia barbilla con la mano derecha, que estaba enguantada, intentando disimular un poco su alegría.

—Si me lo permitís, su majestad, me gustaría comer algo e ir a ver a mis hombres, que tampoco han probado bocado durante los últimos dos días.

El emperador levantó la mano en señal de consentimiento.

—Hacedlo, señor Falko, pero no olvidéis encargaros de mi escolta.

Falko inclinó la cabeza, sonriente.

—Estará lista para acompañaros mañana a primera hora, su majestad.

Con estas palabras, Falko dio media vuelta y salió detrás déjanos. Sin embargo, una vez fuera, no se dirigió hacia donde estaba el carro de provisiones, sino que caminó por entre las carpas hasta encontrar el blasón de Gunter Von Losen. Su amigo franco ya estaba aguardándolo sin poder contener su impaciencia. Sin embargo, antes de que pudiera hacerle la primera pregunta, Falko le ordenó encargarse de servirle un potente tentempié.

Gunter Von Losen mandó a su escudero a buscar la comida y se quedó examinando a Falko con gran curiosidad.

—Tienes cara de haber sufrido una campaña muy dura.

Falko Von Hettenheim hizo un gesto de desdén.

—Lo de siempre. Sólo los últimos días fueron un poco más críticos porque una patrulla bastante importante nos había bloqueado el camino de regreso. Sufrimos algunas bajas, pero seguramente los bohemios lamentaron el encontronazo mucho más que nosotros.

Gunter Von Losen asintió, impresionado.

—Deben de haber sido los mismos tíos que la semana pasada arrasaron con un pueblo y masacraron a sus habitantes pocas horas antes de que nosotros llegáramos. El emperador debe de estarte muy agradecido por haber acabado con esos cerdos.

—El emperador tiene pánico de que los bohemios lo atrapen y se diviertan haciéndole esas barbaridades a él —se burló Falko—. Está demasiado viejo para conducir a un ejército a librar una batalla, y tal vez lo esté también para llevar las coronas que ostenta. Le aconsejé regresar mañana temprano a Núremberg con un grupo suficiente de hombres que lo cubran.

—Y el comandante de esa escolta eres tú —lo interrumpió Gunter Von Losen, riendo.

Falko esbozó una amplia sonrisa irónica.

—¿Acaso crees que estoy loco? Esa tarea es ingrata, por lo que va mejor con mi honorable primo. Yo comandaré las tropas que se queden rezagadas.

—¿Tropas? Aquí no hay ningún ejército, aquí sólo hay hordas.

—Mayor aún será mi gloria si logro que la mayoría de la gente regrese sana y salva a su hogar.

Falko iba a decir algo más, pero en ese momento entró en la carpa el escudero de Gunter Von Losen trayendo una salchicha enorme, una hogaza de pan y un buen trozo de tocino.

—Enseguida traeré agua para lavarse y un jarro de vino —prometió, sin aliento, tras lo cual volvió a salir corriendo de inmediato. Falko extrajo su puñal, cortó una buena porción de tocino y se la metió en la boca. Mientras masticaba con la boca llena, observó a su amigo levantando una ceja.

—Has mantenido vigilada a Marie, ¿no es cierto?

Losen asintió y luego soltó una carcajada.

—¿Sigues pensando en esa mujerzuela incluso en la situación fatídica que estamos atravesando?

Falko dejó los dientes al descubierto y sonrió sin alegría.

—No he pensado en otra cosa que en ella durante toda la campaña. Cada vez que tenía una hembra bohemia debajo de mí, me imaginaba que era la mujer de Michel Adler, y mientras les apretaba la garganta, fantaseaba con el momento en que tenga el pescuezo de esa mujerzuela en mis manos y vaya retorciéndoselo lentamente.

—¡Yo también quiero poseerla! Si la matas antes, no soy más tu amigo —respondió Losen con un destello de lujuria en los ojos—. A propósito, me he enterado de algunas cosas más gracias al mocoso que anda con ella. No fue fácil sonsacarle la información, pero sé que la mujerzuela lleva algo de oro encima. Ese oro podría venirnos muy bien.

El caballero Falko se encogió de hombros.

—Por mí, puedes quedarte con todo el oro, y también puedes usar a la mujerzuela, pero después de mí. ¡Juro por Dios que me pagará esas carcajadas burlonas que me dedicó en el torneo de Núremberg!

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